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3 de Mayo de 2009

Directamente desde las tripas

Por

POR TAL PINTO

Como argumenta Leonardo Sanhueza en el prólogo a “Brígida o el olvido”, el surrealismo, corriente en la que se puede insertar a parte de la obra narrativa y poética de Rosamel del Valle (1901-1965), insistió en reinterpretar a un mundo hundido en la complacencia y la modorra vital en que, según Breton y compañía, y no sin razón, se encontraba. Había que cambiar de vida.

Pertenecen al universo, y por consiguiente al mundo, las mujeres, de las cuales el surrealismo se encargó con especial esmero; no sólo “Nadja”, sino también la Irene de Aragon, retrospectivamente la Aurelia de Nerval y las desenfrenadas súcubas de Apollinaire son a su modo, verosímiles o no, reinterpretaciones de lo femenino.

Rescatada no tanto del olvido como del desorden por Rodrigo Díaz y Pola Iriarte, “Brígida o el olvido” es un palimpsesto arremolinado de ideas; una novela adolescente, caótica y, por sobre todo, foránea en la literatura nacional. Se podría decir que respira como europeo pero camina como chileno: tal es la influencia que cierta narrativa –novelas como la ya mencionada “Nadja” o “El joven Werther”, por sólo citar algunas– ejerce sobre el texto. Pero más allá de las deudas, hay algo radicalmente original en una novela con un argumento tan simple como el de ésta, en parte porque muy poca importancia tiene un argumento (un joven persigue a una mujer y esto lo conduce al pasado reciente y desde ahí comienza el viaje, etc.) tan convencional, tan manido y, a priori, tan aburrido. Por eso resulta ser la clase de novelas que le hubiera encantado a Breton: un artificio crudo que parece salir directamente de las tripas, más poética que narrativa, menos escrita que vivida.

La tensión entre literatura y experiencia, entre cultura y salvajismo, que está en la base de la mejor literatura, existe en “Brígida o el olvido”. El narrador es un joven al que le falta dinero, claridad y le sobra egotismo, es decir, un artista en formación. Su relación con las mujeres es evasiva. De ahí que su propia falta lo obligue a emprender un camino de reinterpretación consonante con esa carencia. En una jugada increíblemente freudiana, las mujeres –la posibilidad del amor, el deseo carnal– terminan por representar en última instancia a la muerte. Cerrado sobre sí mismo, hasta refocilado en su endeble estructura, el narrador fulmina cualquier posibilidad real de encuentro.

A una estructura de este tipo la soporta la prosa. Y la prosa de la novela es, por así decirlo, esponjosa: recargada, soñadora, cerca de la famosa, a veces infame corriente de conciencia. Desde el principio, en que se compara a un pasaje del centro de Santiago “con el fondo iluminado de un océano”, más que relato puro flotan metáforas, comparaciones y divagaciones, diálogos ridículos y diálogos de ideas, diatribas sobre la vida y la muerte, peroratas sobre el sexo, bravuconadas intelectuales y sueños.

Siguen a la novela, agrupadas bajo el título de “La radiante Remington”, algunas de las cartas que Rosamel del Valle le escribiera al también poeta Humberto Díaz Casanueva, con quien mantuvo una amistad cercana y productiva. Si ya el rescate de su poesía completa lo había puesto en circulación hace unos años, la publicación de esta novela consolida a Del Valle como un escritor ineludible de la literatura chilena.

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