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Opinión

23 de Agosto de 2010

En el pellejo de Alejandro Bohn

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Si algo no tenía contemplado Alejandro Bohn para su vida era convertirse en enemigo público. Como muchos que han seguido la ruta del dinero ajena a los seres humanos que lo producen, para él una mina o una fábrica de detergentes son más o menos la misma cosa: un lugar interesante si es rentable. Reducirá costos y especulará con tal de que esto perdure. Lo abandonará cuando ya no haya caso, reemplazándolo por una nueva oportunidad que se le cruzó en el camino, donde impondrá la misma implacable lógica.
Bohn no es muy distinto al dueño de una multitienda que se aferra a cualquier artimaña legal con tal de que sus trabajadores no sepan de sindicatos, salas cunas o colaciones, ni al empresario de buses que hace dormir al estafeta en el maletero. No conoce los nombres ni sabe de cumpleaños, le duelen los feriados y se mortifica con las horas extras. Se comporta como la mayoría de los que habitan el limbo de los negocios, donde todo se reduce a cifras, felices si son azules y tristes si amanecen rojas.
El pecado de Bohn es la desconsideración. Por eso nadie ha salido a defenderlo. Su incapacidad para ponerse en el lugar del otro, de quebrarse y humanizar sus propios errores lo colocan en el bando contrario de cualquiera. ¿Y qué herramientas usa para defenderse? Las peores. Esperar los resultados que arroje la investigación, encerrarse en una oficina, dejarle todo a los abogados.
Bohn tiene un socio, dueño original de la mina, llamado Marcelo Kemeny. Según comentan los que lo conocen, Kemeny conduce sus asuntos por el errático criterio que impone el miedo. Transpira como loco, mueve las manos desordenadamente y deja que Bohn de la cara. Quizás ese carácter timorato lo ha salvado de ser el rostro a quien todos apuntan. Mal que mal el miedo es una emoción común a todos los hombres, y al expresarlo, Kemeny demuestra que también lo es.
Bohn asegura que no es momento para culpas ni perdones. Si no es ahora, con 33 personas que trabajan para él atrapadas en un hoyo a 700 metros de profundidad, entonces cuándo. “¿Por qué debería hacerlo?” , piensa Bohn, a quien le enseñaron que pedir perdón era de maricas, asumir culpas de débiles y fracasar de perdedores.
Con estas señas quizás sea buen tiempo para comprender que detrás de los villanos de cada historia, como Ebenezer Scrooge en el Cuento de Navidad de Dickens, sólo existe inseguridad, ceguera y una enorme falta de afecto. Y aunque la analogía no corresponda, se me viene a la cabeza la frase de Peter Malki, efectivo del Mossad israeli responsable de la detención del criminal nazi Adolf Eichmann. “Lo más inquietante de Eichmann es que no era un monstruo, sino un ser humano”.

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