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7 de Diciembre de 2011

Una ficción persistente

¿Qué pasa cuando en el medio de una conversación de gente supuestamente instruida, unos de los interlocutores se atreve a suponer (y aquí la suposición vale como insinuación) que en un contexto determinado, habrían demasiados judíos? Nada o mucho. La “cuestión judía” como algunos la llaman, oscila entre exageración, mistificación, relativización o denegación. Comúnmente este tipo de insinuaciones no […]

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¿Qué pasa cuando en el medio de una conversación de gente supuestamente instruida, unos de los interlocutores se atreve a suponer (y aquí la suposición vale como insinuación) que en un contexto determinado, habrían demasiados judíos? Nada o mucho. La “cuestión judía” como algunos la llaman, oscila entre exageración, mistificación, relativización o denegación. Comúnmente este tipo de insinuaciones no se hace. Y con esto podríamos pensar que el problema que se plantea con este tipo de insinuaciones pertenece al ámbito de lo políticamente correcto, es decir, a una nueva forma de moralización, la cual, sin pasar como tal, define los límites de lo que se puede –o no– decir.

O bien sí se hace, y en este caso se acusa recibo de que la situación es grave. Pero ¿por qué sería tan grave? Pues, mal que mal, algunos podrían simplemente replicar: “pero si no son tantos”; o bien, como he podido escuchar: “pero si no son practicantes” (como si, para determinar los límites de lo aceptable, hubiese que operar una discriminación al interior de la otra). O otros ni siquiera prestarán atención: bastaría con relativizar la insinuación o ignorarla; lo que –uno podría pensar– sería la mejor manera de desactivarla.

El problema es que no importa cuántos son o cómo son (si son practicantes o no, por ejemplo). Más bien, el problema es que al preocuparse de que, en un contexto determinado, haya demasiados judíos, ya se está sacando una cuenta. Se está diciendo quién es quién, se está diciendo cómo es cada quien, y se está diciendo por qué cada quien es como es. Pues, aquí, “judío” vale ya como una explicación. Es lo que uno es.

Por lo tanto este tipo de insinuaciones no debe ser tolerada, no por cuestiones morales, sino porque contar –¿no se sabe acaso?– ha significado en algunas circunstancias, discriminar, y eliminar. La cuenta ha sido sacada hasta sus últimas consecuencias. La cuestión judía es dramática porque su realidad ha sido horrorosa. Si se considera entonces que en algunas situaciones es necesario desdramatizar, es sin embargo importante velar por que esta desdramatización no sea una denegación. Pues, si algunas insinuaciones no se hacen es porque precisamente, detrás de su aparente inocencia, no son inocuas.  

¿Qué pasa entonces cuando frente a este tipo de insinuaciones no pasa nada? Tal vez precisamente nada, nada tan grave, nada que se identifique con algo especifico sobre lo cual habría que velar y de lo cual habría que tomar consciencia. Después de todo, este tipo de discriminación no vale solo para los judíos. “Todos” estamos amenazados (amenazados de ser juzgados no por lo que hacemos, sino por lo que supuestamente somos, o por lo que supuestamente representamos, o por cuántos, supuestamente, somos).

Es cierto. Pero que sea cierto no invalida nada: el problema es que ese mismo tipo de argumento es frecuentemente utilizado no solo para relativizar la realidad y la especificidad de la “cuestión judía”, sino para invalidarla. Ahora bien, si algunas preguntas se plantean en su especificidad es que hay un sistema en el cual se especifican y dentro del cual algunas cuentas son más o menos prejudiciales. Es en virtud de algunos prejuicios que se sacan cuentas, y para contar, es preciso pre-juzgar. Para empezar a contar, hay que disponer de una unidad métrica. Hay que estar bien seguro de sí.

Hay que poder, en algún momento, hacer compatibles personas con entidades numéricas y determinar con certeza lo que permite definir una filiación. La recensión no es solamente un sistema de control, es la imposición de un sistema de percepción de la realidad bajo el cual podrá ser precisamente comprendida y controlada y en el cual todo puede ser percibido y comprendido menos el que percibe o el que dispone (de) sus percepciones. Censar y nombrar deja de lado la cuestión de quién saca la cuenta y quién nombra.

Pero en el caso específico de una insinuación sobre una cuenta excedentaria habría que preguntarse no solo qué hizo posible la cuenta sino qué la hizo necesaria. ¿Y qué la hizo necesaria? La idea de una amenaza. La idea de una amenaza preexiste al acto de discriminación. No solo se cuenta para hacer posible el control. Se empieza a contar y discriminar cuando algo parece escapar al control. Y por definición, lo que escapa al control, no es parte de la cuenta. Para poder empezar a contarlo, se ha de pasar por la mediación de una ficción.

Es por esto que la “cuestión judía” es persistente. Es una ficción persistente y ejemplar. Lo que ejemplifica es la manera en la cual la amenaza debe ser ficcionalizada para ser controlada. Pues, no es sólo una casualidad que en esta conversación que estoy recordando, acerca de una cuenta excedentaria evocada de paso, los judíos “en cuestión” no sólo eran una aplastante minoría, sino que ni siquiera existían (varios de los judíos censados,  no lo eran). Para contar, y para hacer necesaria y posible la cuenta, hubo que pasar por la ficción de una esencia unificadora; hubo que reducir “judío” a un “que” único; hubo entonces que ficcionalizar esta esencia a fin de subsumir una multiplicidad a una unidad métrica, inscribirla en un sistema de filiación explicador: hubo que determinar que era judío y hubo que fantasear quien lo era.

Esta ficción es parte de un delirio que, si bien podría ser un delirio o una exageración llamarlo antisemita, nos conduce al menos a recordar que el antisemitismo es un delirio, es decir un sistema explicativo que se presenta como el único posible y que consiste en ordenar toda la realidad bajo una amenaza explicadora de todos los males (en este sentido, el antisemitismo es bien distinto del racismo – el cual se educa fácilmente). Por esto, no sólo es de mala fe pretender, como lo suelo escuchar, que el antisemitismo es un problema estrictamente europeo.

Esta mala fe es parte de un mismo mecanismo autocomplaciente que consiste en desplazar el problema hacia afuera: el mal, el maldito (en este caso, el antisemita), siempre –¿no es cierto?– es el otro. Salvo que el antisemitismo opera como un sistema de percepción y de racionalización que trasciende la relatividad de las percepciones y de las personas. Recordemos que hasta en algunos medios de militantes (de izquierda) supuestamente instruidos y vigilantes, sigue en acto este mecanismo que consiste en demonizar el mal y definirlo en términos de esencia y no de sistema. Esta ficción es persistente y que lo sea fuera de Europa hace por lo menos necesario dejar de circunscribir la “cuestión del antisemitismo” a Europa como si delirar no fuese una propensión universal.

De la misma manera que la famosa ejemplaridad judía no es la demostración de quiénes son “ellos” (¿ellos quiénes?), no se ha de entender el antisemitismo como una mala predisposición natural contra el (así llamado) “otro”. El antisemitismo no procede de percepciones inmediatas: fantasea lo percibido para hacer posible un orden global. Este no es solo la reconducción de la existencia a una esencia, sino la ficción previa que hace posible tal reconducción.

Al limite, el antisemitismo transciende de la existencia de los judíos para esencializar el mal. Este es un sistema de explicación del mundo, una manera de fantasear difícilmente educable puesto que su sistema, muchas veces, en su auto-complacencia incuestionable, en la fronteras certeras que establece entre el bien y el mal, se presenta como educador.

Queda entonces la pregunta: ¿Qué pasa cuando frente a este tipo de insinuaciones no pasa nada?  Tal vez nada o nada tan dramático. O tal vez, ya mucho. Pues, este tipo de insinuaciones no es simplemente algo desubicado. Detrás de ella está una potencia de fantasear, de ubicar lo fantaseado y entonces de apoderarse de un sistema explicativo del mundo. Pero el drama no ocurre sólo cuando entre lo fantaseado y lo real se borra la frontera (en ese momento el horror se produce porque lo que se pretendía censar, delimitar y controlar aparecerá ilimitado, razón por la cual el sistema totalitario se conjuga a la destrucción ilimitada), sino cuando la propia potencia de fantasear pasa por inocua. Pues, en este momento, hasta los más instruidos podrán apelar al principio de ingenuidad.

*Doctora en filosofía, academica en el Instituto de Humanidades de la Universidad Diego Portales.

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