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Opinión

26 de Febrero de 2012

Aysén y el diálogo democrático

Los sucesos que han ocurrido en Aysén permiten plantear una pregunta: ¿cómo conciben Piñera y sus ministros a los movimientos sociales? ¿Como simples grupos de presión que tratan de tomar ventajas? ¿Como un aporte al diálogo democrático? En la literatura -para que escojan- hay dos formas de concebir al fenómeno de Aysén. Según una de […]

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Los sucesos que han ocurrido en Aysén permiten plantear una pregunta: ¿cómo conciben Piñera y sus ministros a los movimientos sociales? ¿Como simples grupos de presión que tratan de tomar ventajas? ¿Como un aporte al diálogo democrático?

En la literatura -para que escojan- hay dos formas de concebir al fenómeno de Aysén.

Según una de ellas, ese movimiento sería una minoría que presiona en favor de sus propios intereses, sin contabilizar los del conjunto del país. El deber del gobierno sería resistir a esos grupos y hacer oídos sordos a sus demandas. Si se les oyera sin más, se dice, la democracia dejaría de ser un mecanismo de deliberación o de diálogo para transformarse en un simple juego de fuerzas. El resultado sería que los poderosos -los que tienen mayor capacidad de presión o los más vociferantes- lograrían siempre satisfacer sus intereses. Las decisiones públicas reflejarían así la fuerza relativa de los distintos grupos o su capacidad de movilizarse; pero no la mayor o menor racionalidad que los ampara.

Ese punto de vista -con las variaciones que demanda la hipocresía y la astucia de la política- es el que defienden Piñera y sus ministros.
Los movilizados de Aysén serían algo así como egoístas colectivos que anhelan tomar ventajas del resto del país.Y de ahí entonces la estrategia con que el gobierno se relaciona con ellos. La misma que adoptaría un comerciante a la hora de negociar los mejores precios: una mezcla de firmeza y concesiones.

Pero hay razones para pensar que se trata de un punto de vista equivocado.
Una amplia literatura muestra que los movimientos sociales pueden también ser vistos como esfuerzos por incorporar nuevos intereses al debate público, mover el muro donde comienza lo posible, e incorporar nuevos temas a la discusión. Los movimientos sociales serían el antídoto contra la rutinización del diálogo que, de manera inevitable, acabarían promoviendo las élites.

Algunos de esos movimientos cumplirían una función que ayuda al carácter deliberativo de la democracia derribando las barreras invisibles del debate.

Y es que si bien la democracia consiste en el diálogo y la deliberación, incluso la más firme de ellas tiene puntos ciegos, formas de vida o valores que el proceso político dejaría fuera. Hay así, como en Chile, un debate; pero él casi nunca sería completo. La clase política, por dejación, falta de incentivos o simples prejuicios ideológicos, dejaría sin considerar algunos temas que, para los ciudadanos son, sin embargo, muy importantes. Así las cosas ¿acaso los ciudadanos -aquellos cuyos intereses no logran ser tomados en cuenta en el diálogo público- debieran cruzarse de brazos y simplemente rezar para que, algún día, ellos se consideren?
La respuesta, de acuerdo a este segundo punto de vista, es no. Los ciudadanos, en vez de cruzarse de brazos, hacer pilatos, tocar madera o rezar, protestan.

Al hacerlo no persiguen sólo satisfacer sus intereses inmediatos, sino que aspiran a corregir también el debate o el diálogo público que, en su opinión, se encuentra sesgado, haciendo invisibles sus intereses. Y a lo que aspiran entonces no es a que sólo se satisfagan sus intereses de corto plazo -el subsidio a los combustibles, por ejemplo- sino que se considere en la agenda pública un asunto de interés general que hasta ahora se ha mantenido casi invisible: si acaso la equidad tiene también una dimensión territorial y si el lugar que se habita puede ser considerado, bajo ciertas circunstancias, una desventaja que merece ser compensada ¿no mejoraría el debate democrático si, gracias a la movilización de Aysén, un asunto como ese se incorpora definitivamente al diálogo público?

Piñera -acaso debido a esa mezcla de hiperkinesia y narcisismo que los misericordiosos prefieren llamar pragmatismo- atribuye, según se sabe, poca importancia a esas disquisiciones conceptuales. El caso de Aysén -como antes el de las movilizaciones estudiantiles- probará, de nuevo, que comete un error.

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