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Opinión

5 de Mayo de 2012

No salvaremos el planeta

Por Jesús Manuel Lomelí para Revista Replicante Hay algo enteramente venenoso en la vida citadina. Una mezcolanza de factores que, en momentos de hastío, culminan en una reflexión aguda, colmada de un resentimiento vago que se mece entre la misantropía y un nuevo humanismo. Y como si odiaras a la humanidad por esa inclinación o […]

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Por Jesús Manuel Lomelí para Revista Replicante

Hay algo enteramente venenoso en la vida citadina. Una mezcolanza de factores que, en momentos de hastío, culminan en una reflexión aguda, colmada de un resentimiento vago que se mece entre la misantropía y un nuevo humanismo. Y como si odiaras a la humanidad por esa inclinación o necesidad —como en el caso de sociedades centrípetas y pauperizadas como México— por aglomerarse en ciudades para sobrevivir, llegas a comprender o, secretamente, justificar regímenes que intentaron desmantelar el sistema social citadino para transformar naciones en lugares de campesinos y hombres que vivan enteramente de la tierra.

¿Qué fue lo que le falló al Khmer Rouge?, me preguntó un amigo al que le encantaba escandalizar gratuitamente como cuando replanteaba el modelo impuesto en los años sesenta y setenta en Vietnam del Norte, o las deportaciones masivas realizadas por el estalinismo o la China comunista para repartir, a manera de capricho del Estado, la población de un país que saturaba las ciudades y que, por consiguiente, demandaba un modelo productivo que ponía en peligro la infalibilidad de la utopía. Hay algo horrible en las ciudades, sí, pero más allá de lo horrible, o aquello que atenta contra la ética ecológica más ortodoxa, están además los subterfugios y pretextos que nos mantienen atados a la ubre urbana.

Copenhague es, por mucho, la ciudad más limpia que he conocido. El número de áreas verdes es inmenso, y los lagos artificiales que dividen el oeste, el norte y parte del sur del centro y del puerto de la ciudad son relativamente limpios. Hay quien dice que incluso se puede nadar dentro de ellos. El aire casi impoluto es consecuencia del poco tráfico en la ciudad. Deambular más allá de Norreport, en pleno centro de la ciudad, o en pleno pueblo como diría cualquier lugareño, es caminar en calles y callejones silenciosos. Ni siquiera hay contaminación auditiva, y eso basta para sentirse mejor y suponer que la calidad de vida es mejor, amplia, humanista y, más aún, “ecológica”.

Porque parte o una gran mayoría de las sociedades occidentales, de países progresistas, han decidido basar su concepto de ecología e interacción ambiental en un sistema de regulaciones, costumbres y, al final, idiosincrasias o compulsiones, que permitan sustentar lo que siempre ha anhelado el hombre —que puede ser cualquier cosa y es indefinible— en un planeta cuya fenomenología necesita ser reinterpretada cada tantos años. Y cuando, por ejemplo, todos creíamos que el Ártico estaba en pleno deshielo por el calentamiento global, hace apenas una semana unos científicos rusos argumentaron que no hay tal, y que desde el 2008 hasta el 2011 el hielo ha vuelto a formarse. El planeta se enfría y se calienta, dicen, en un proceso cíclico que necesita ser reinterpretado y recomprobado.

Por supuesto, cuando uno visita lugares donde el reciclaje es obligado, donde te hallas frente a tres o cuatro contenedores de diferentes colores, para tirar, junto con tu basura, diez minutos de tu vida separando plásticos de metales, y éstos del papel o los desechos orgánicos, y más aún, aquella basura que proviene de complejísimos procesos químicos que poco nos importan, como baterías, generadores y ciertos medicamentos, drogas o productos de limpieza —¿olvido el aceite de automóvil?—, la pregunta toral debería ser: ¿realmente contribuyo para que el planeta no termine por irse al diablo?

De ahí la conclusión y pregunta es: ¿cuántas perspectivas hay para preservar el planeta? Como algunos neoprimitivistas acusan, es muy posible que solamente exista la del Estado, la de una sociedad que actúa en consecuencia de éste, y la del individuo que decide cuál será su contribución al ambiente informado, asustado u obligado por los dos primeros.

Es decir, ¿quién de verdad sabe el estado que guardan las cosas en el planeta en términos de ecología? Estado e industria, por supuesto, que en algoritmos menos o más son la misma cosa, pueden en mucho evaluar el estado de las cosas a través de instituciones que plantean realidades y conclusiones, pero que de ninguna forma obligan a nadie a asumirlas o solventarlas. Así, es posible tener comunidades científicas, universidades, think-tanks y organizaciones no gubernamentales encargadas de tocar la puerta de quien gobierna, o de quien jala los hilos económicos, para recordarle que el planeta se inunda, se apesta o se derrumba, y en ello habrá mucho de realidad, de innegable realidad. El efecto humano sobre el planeta —informan tales instituciones— está ahí, y estos otros actos deberían ser los procedimientos para revertir o amainar el problema.

Por supuesto, a partir de ahí todo funciona con los mejores tecnicismos, ¿pero qué sucede en la sociedad y en el individuo, por siempre codependiente del sistema que puede o no asumir la responsabilidad de solucionar los males ecológicos del planeta?

No es sencillo decirlo, pero tampoco es una verdad categórica: el cuidado del medio en los niveles del Estado y la economía funciona a través de la ley, y en los individuos a través del temor y la culpa, elevadas a nivel de valor moral, de un acto de conciencia que, por superficial, equivale a patrocinar a un niño o arrojarle una moneda al mendigo.

¿Sirve de algo reciclar, usar la bicicleta, dejar de comer carne de res porque el ganado genera gases de invernadero, o tener el dinero para comprar alimentos orgánicos que muchos de los países en desarrollo no pueden generar porque su sector agrícola está desmantelado? La pregunta es ociosa, larga pero incompleta y se puede resumir así: ¿Sirve de algo cualquier cosa que hagamos para salvar al planeta dentro del orden actual de las cosas?

Es de suponer que no, que salvo para amainar la carga de conciencia, la inevitable consecuencia, aunque postergada, se halla ahí, entera e inevitable. Cualquiera de las cosas que hagamos para entreverar nuestro status quo con la salud del planeta es llanamente hipocresía. Marshall Sahlins establece que las sociedades actuales no están motivadas por impulsos biológicos o naturales, y que una relación sociedad y planeta es en realidad un matrimonio con fecha incierta pero inevitable de divorcio.

Pienso en las marometas mentales de mi amigo, en sus aproximaciones con sistemas pseudoprimitivistas o anarcoprimitivistas, desde los lindos kibbutzim israelíes hasta las atrocidades, los éxodos y las masacres del Khmer Rouge y otras guerrillas o regímenes que, para salvaguardarse, debieron despresurizar las ciudades y argumentar que las metrópolis no eran sino panales de corrupción, vida aburguesada e individuos egoístas, consumistas y degenerados, cuando en realidad deseaban aplacar algo que también es ineludible: las ciudades también son generadores de pensamiento y movilidad social. Las ciudades, suponía Paul Shepard, son la paradoja social y ecológica por excelencia. Es la causa del desmadre, pero también el sitio donde alguien acabará por cimentar las bases de lo que tendrá que ser una verdadera y sincera aproximación con el planeta. Suena como a teoría mesoamericana, y los que tengan sentido del humor pensarán en los mayas largándose de sus ciudades para volver a la selva o comunidades reducidas.

Quién sabe hasta qué punto permanezcamos en la comodidad de una responsabilidad a medias. Hasta donde la suposición del simple reciclaje, del no tirar la basura a la calle o del cambio de una dieta o la adquisición de un automóvil eléctrico nos permita continuar con la simulación. La medianía es el sistema que nos permite transformar algo sin cambiarlo del todo. Así, los que aluden conciencia ecológica son tan parecidos a los que poco les interesa separar su mierda en contenedores. Ambos mantienen una relación más íntima y personal con el sistema social que con el ente vivo que nos rodea. Después de todo, es más sencillo vivir en una ciudad que aventurarse a la tierra, donde pocos sobreviviríamos, lo que no deja de ser, además, un guiño coqueto y plausible para remediar uno de los males más grandes al ecosistema, y que demuestra que todas nuestras payasadas actuales respecto a la ecología son inservibles: la sobrepoblación.

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