Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

29 de Julio de 2012

El “espía” extranjero con recomendación de Edwards que cuenta todos los pormenores de La Segunda… por dentro

Se dice ‘pituto’ en la jerga chilena. Y todos mis amigos me dijeron que con un pituto no había por qué preocuparme, ni por la entrevista, ni por romperme la cabeza. El pituto me iba resolver la vida, o al menos darme un trabajo. Yo tenía mi pituto y éste me pondría a trabajar en […]

The Clinic Online
The Clinic Online
Por

Se dice ‘pituto’ en la jerga chilena. Y todos mis amigos me dijeron que con un pituto no había por qué preocuparme, ni por la entrevista, ni por romperme la cabeza. El pituto me iba resolver la vida, o al menos darme un trabajo.
Yo tenía mi pituto y éste me pondría a trabajar en su periódico, uno de los diarios principales de la ciudad de Santiago.

La Segunda es el diario vespertino que pertenece al diario más grande de Chile: El Mercurio. Éste es un grupo omnipresente y casi imperial que es dueño de decenas de diarios, desde la cabeza hasta los pies del país delgado.

Ni siquiera sé muy bien cómo mi ex jefe y mi nuevo jefe son cómplices. Sé que mi ex-jefe fue el pez gordo en la publicación del Wall Street Journal de las Américas durante varios años. Así parece que se vinculó con las correctas familias dueñas de los medios, como si por los pasillos de los diarios grandes desde Chile hasta Colombia colgaran retratos de Edward Schumacher.

De esta manera, yo iba a ser testigo del sistema más antiguo del mundo laboral: el nepotismo. Y por primera vez este sistema funcionaría a mi favor. Con sólo tres años en el periodismo, me alzaría hasta el nivel dictaminado por mi pituto.
“Entre tu CV y la recomendación de Edward, no hace falta más”, me dijo el dueño de La Segunda, Felipe Edwards, en su oficina espaciosa. Me sonrió, y me acordé de lo poco que mi ex jefe y yo realmente hablábamos, de la escasa relación que teníamos. Sin embargo, entre la alegría, los anécdotas y mis preguntas sobradas, observé que ambos tenían el nombre Edward en alguna parte.
“Te pondría como reportero en internacional o reportajes”, me dijo, cuando le pregunté dónde podría acabar yo dentro de la empresa. “Pero eso no lo decido yo, sino los otros editores”.

Me di cuenta de que mi vida estaba a punto de dar una vuelta gracias a los Edwards.

No me dio ‘la pega’ el mismo día que llegué. Sin embargo, mi nuevo jefe me dijo que pronto o tarde “encontrarían un hueco para mí”. Dado que no habìaa entrado en la empresa de una manera ‘ortodoxa’, tendría que esperar hasta que los dueños del diario hubieran escarbado el hueco necesario en mi nombre.
Después de unos meses esperando y tras haber hechos unos viajes por Chile, por fin me tocó ocupar mi hueco. Felipe me pasó el nombre del hombre que sería mi nuevo jefe y con ganas hice el viaje a verme con él.

El señor Guillermo Canales creó el Departamento de Documentación dentro del Mercurio. El centro de Documentación queda en el primer piso; en el Segundo y el tercero están las redacciones de El Mercurio y La Segunda –yo trabajaría para este último.

Canales pertenecía, no ya a la vieja escuela, sino a la escuela anciana. Llevaba treinta años como periodista y otros treinta como archivador. En la oficina de documentación había unas 12 personas y se respiraba un aire silencioso como de biblioteca, algo desconocido en cualquier redacción de noticias del mundo.
Aún así, la oficina de documentación iba a ser mi nuevo hogar. El primer día, mi nuevo jefe me dijo que yo buscaría noticias “interesantes de interés chileno” en los diarios alemanes y estadounidenses. Además de eso, traduciría columnas de opinión del New York Times para ser publicadas.

Así que, cinco años después de vivir en Alemania, me hallé de repente en una redacción latinomericana buscando historias curiosas en las páginas del Die Zeit y del Süd Deutsche Zeitung –como si estos diarios tuvieran algo de interés para los chilenos.

El primer día me senté al lado de Cata, en una computadora que había en Documentación. Mi nueva compañera acababa de egresar de la universidad y hablaba del periodismo con el vigor que se espera de una persona recién salida de las aulas.

Por toda la oficina había computadoras esperando a más becarios, colaboradores y reporteros “enigmáticos” como yo.

Empecé a traducir un texto del New York Times.

Nadie me hablaba.

El mismo día, me avisaron los jefes que tendría que verme con Luis para recibir una tarjeta de casino, el lugar en que toda la empresa se congrega a la hora de almuerzo para alimentarse. El campus del Mercurio queda lejos de cualquier otro servicio y esta cafetería servía como punto de encuentro.
La búsqueda de Luis me mostró por primera vez la enormidad de la empresa. Pasé por un pasillo y luego por otro y por otro, perdido entre cubos con computadoras y humanos sentados detrás de ellas. En todos lados, los mismos escritorios y los mismos vidrios.

Finalmente encontré a Luis.

“Vengo a sacar una tarjeta de casino,” dije.

“A ver. No eres de aquí, ¿no es cierto?”

“No, pues.”

“Entonces no tienes RUT, ¿así es?” me preguntó.

“No, pues.”

“Dame un número, entonces. Cualquiera.”

Me pareció raro, pero le dije mi número de mi pasaporte, uno de los pocos números que me sé. “0-5-5-5-1-8-5-7-1.”

Al entrar esa secuencia en el programa antiguo que usaba la empresa, Luis recibió un mensaje de error.

“Cambiamos 1 por 2”, decidió. Puso enter de nuevo y funciónó. Me pasó la tarjeta sin dirigirme la mirada. “Ahí tienes.”
El mismo día, llegué al casino con mis colegas del centro de documentación. Listo para probar mi nuevo tarjeta, pasé por las filas llenando mi bandeja con comida caliente. A los chilenos les gusta comer y beber, y cada espacio de la bandeja se cubre con ensaladas, postres, panes, y platos principales. Moverme por el casino con la bandeja era un verdadero desafío. Cada día, al menos una torre de comida se caía como un relámpago, sobresaltando a todos menos a la viejita de la limpieza.

Pasé la tarjeta por el lector al final de la fila y una luz verde me indicó que había sido aceptado como empleado autorizado a comer la comida del casino.
Después del almuerzo, los periodistas y demás gente salen afuera y dan una vuelta, todos en la misma dirección, siguiendo un sendero de cemento que va por el campus del Mercurio. El sendero da la vuelta alrededor de un pequeño jardín.
Cata me dijo que obviamente no querían que camináramos por el césped. Sólo los gansos podían disfrutar de ese césped. En El Mercurio, los humanos y los gansos vivían en mundos paralelos, unos con su casino, otros con su césped.

Todavía disfrutaba del calor cuando Cata me miró y dijo: “No te das cuenta, somos la oficina de los nerds.” Quizá se frustra como periodista atrapada en el centro de documentación en el sótano de la empresa, pensé. Quizá adentro de la Cata vivía la reportera de Pulitzer que nunca subió a la redacción por falta de pituto, y otra persona con el pituto mágico ocupaba su lugar.

De repente, me sentí mal. Tal vez yo ocupaba el lugar de otro nerd que podría contribuir mucho mucho más al centro de documentación que una noción no tan profunda sobre un par de diarios alemanes.

Pasé unos seis meses en el centro de documentación y nunca documenté nada. En el cuarto mes, tuve suerte. El ex dictador chileno, Agosto Pinochet, supuestamente guardaba unos lingotes de oro en un centro de seguridad, en ningún otro país que… Alemania.

Como a un esperanzado jugador de béisbol de las ligas menores, me llamaron desde lo alto de la redacción para ocuparme del lado alemán de la investigación de los lingotes. Me despedí de mi amiga Cata con cara de “no sé por qué me llaman” y subí las escaleras para enfrentarme con la editora. Ya estaba en la ligas mayores.

La editora, Lily, se enamoró de mí a primera vista. Tengo que reconocer que soy bueno para coquetear con las chilenas mayores, pero mi acento me ayudó. Le expliqué que hablaba alemán y que podría ayudar a revelar la ubicación de los lingotes de Pinocho.

“¿Y dónde has estado todo este tiempo?” me preguntó. Le conté del centro de documentación y la comunidad extraña y silenciosa que habitaba esa oficina.
De un día para otro, era parte del equipo. Me convertí en el hijo-nunca-tenido de la editora. Además, yo iba a conseguirle una entrevista con Barbara Walters. No me acuerdo muy bien por qué quería hablar con Babs, pero le prometí que haría todo lo posible para conseguirle la entrevista. Incluso le mandé un email al primer Edward, a ver si éste tenía más pitutos en su lote de pitutos. Nunca se sabe, quizá a uno le conceden cierto número de pitutos en esta vida. Yo creía que apenas había empezado a quemar los míos.

Durante los días de los lingotes, tuve una relación íntima con el operador de telefonía del Mercurio. Cada día me enchufaba varias llamadas con personajes en Alemania que juraban por sus madres que los lingotes se hallaban en Düsseldorf. No conozco Düsseldorf, pero no me imaginaba a un dictador forrado con plata del Estado huyendo a Düsseldorf para esconder tus tesoros. Düsseldorf me sonaba a… Lincoln, Nebraska.

Al final de cada mes, acudía al puesto de pagos, una ventanilla donde un hombre pequeño, que se escondía detrás unas cuantas tazas de cartón y unos diarios, contaba pesos chilenos como un cajero de banco. Y cada vez que pedía el pago prometido por el segundo Edward, el hombre pequeño tenía que abrir un cajón especial donde, supongo, se guardaban el dinero para las personas pituteadas. Luego me pasaba una faja de billetes dentro de un sobre.
Entonces yo salía del campus y me insertaba anónimamente en el mundo ruidoso de Santiago, con la guita incrustada en la mano –dispuesto a defender mis lingotes de oro contra quien fuera.

Fuente: revista El Puercoespín

Notas relacionadas