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Opinión

16 de Febrero de 2013

“Penitencia”, columna de Juan Villoro sobre la renuncia del Papa

Por Juan Villoro. Vía Terra.com El personaje más canónico de Occidente resultó impredecible. En una época en que ocupar un cargo parece un mérito en sí mismo, Benedicto XVI renunció a un puesto vitalicio. El custodio del catolicismo institucional ha puesto en duda la solidez de la Iglesia. El Miércoles de Ceniza, día de ayuno […]

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Por Juan Villoro.
Vía Terra.com

El personaje más canónico de Occidente resultó impredecible. En una época en que ocupar un cargo parece un mérito en sí mismo, Benedicto XVI renunció a un puesto vitalicio.

El custodio del catolicismo institucional ha puesto en duda la solidez de la Iglesia. El Miércoles de Ceniza, día de ayuno y penitencia, se refirió a las rencillas que lo hicieron abdicar: “El rostro de la Iglesia aparece muchas veces desfigurado. Pienso en particular en las culpas contra la unidad, en las divisiones del cuerpo eclesial”.

En el Vaticano ya todos son más papistas que el Papa. La renuncia del antiguo profesor de teología de Ratisbona es insólita desde cualquier punto de vista. La Iglesia católica ha tenido 265 pontífices y sólo cuatro habían abdicado. Más allá de esta estadística, sorprende que en un entorno determinado por el dogma y el rito, se abra paso la razón crítica. Con calculado énfasis, el Papa declaró que no se va por motivos de salud, sino por cansancio e impotencia ante una institución “devastada por jabalíes” (imagen que hace pensar en el Purgatorio de Dante).

Nadie espera que el Papa sea animoso. En mi obra de teatro El filósofo declara, el protagonista afirma: “El otro día vi un retrato del Papa. El Papa siempre está cansado. Es el único oficio que se ejerce cansado”. Sobrellevar las agobiantes esperanzas de la grey forma parte de la cruz papal.

Benedicto XVI tomó otro camino: el primer Papa que se dio de alta en Twitter, se ha dado de baja. Al reconocer que no puede más muestra un costado humano; sobre todo porque le duele hacerlo. El cambio no está en su temperamento. Fue muy reacio a la renuncia por motivos de salud de Hans Peter Kolvenbach, padre general de la Compañía de Jesús, y se opuso a iniciativas que humanizarían a la Iglesia entera, como la ordenación de mujeres en el sacerdocio o el matrimonio entre eclesiásticos. In extremis, harto, el enemigo del relativismo se vio obligado a ser relativo, y dijo basta.

Las intrigas lo arrinconaron pero se rindió ante su conciencia. Juan Pablo II sobrellevó la enfermedad y recitó homilías con voz progresivamente trémula. La excepcionalidad del Papa ha dependido de entender su destino como irrevocable. La decisión de Benedicto XVI tiene otra forma de ser excepcional; señala a una institución agobiada por cargos de abuso sexual, con una banca insolvente y corrompida que tuvo que operar en efectivo porque los cajeros automáticos la declararon non sancta y donde los documentos “secretos” circulan más que las plegarias.

El Papa conoce los problemas pero no puede resolverlos. Ya en 2005, en su primera misa como pontífice, había anunciado: “Yo, débil servidor de Dios, debo asumir este deber inaudito, que realmente supera toda capacidad humana. ¿Seré capaz de hacerlo?”.

En su lucha contra la pluralidad y la renovación, Benedicto protegió a los sectores más dogmáticos, sibilinos e inquisitoriales de la Iglesia, que a la postre le serían inmanejables. Ajeno al siglo, tenazmente premoderno, el ortodoxo será un jubilado común.

Al recuperar su identidad como Joseph Ratzinger rebaja el misterio de un oficio hermético. El Vaticano ya no aspira a alivios sobrenaturales. A propósito de la elección del próximo Papa, Juan Masiˆ, sacerdote jesuita experto en bioética, ha recordado que la cúpula de San Pedro tiene un sistema eléctrico para espantar a las palomas, que dañan las piedras con sus excrementos; por lo tanto, no hay ninguna posibilidad de que el Espíritu Santo llegue para anunciar al nuevo pontífice.

Benedicto XVI fracasó como mandatario de un Estado urgido de reestructuración y sanciones ejemplares. Pero no quiso fracasar como católico. En el día de la penitencia, aclaró las dolorosas razones de su partida. Así compromete a su sucesor a imponer el orden del que él fue incapaz y pone en entredicho a los jabalíes del huerto.

En 1930, tres años después de convertirse al catolicismo, T. S. Eliot escribió el poema “Miércoles de Ceniza” donde aborda el tema del pecado (“escupiendo la reseca semilla de manzana”), la renuncia a una vida anterior y la voluntaria y esforzada aceptación de un destino ya inmodificable.

El poema ha admirado y desconcertado a lectores de varias épocas. El joven Seamus Heaney sintió un miedo reverencial ante esos versos atravesados por leopardos y una señora vestida de blanco; a tal grado, que se encomendó piadosamente a la Virgen de los Lectores. Treinta años después, esos mismos misterios fueron lo que más le gustó del poema.

El inagotable texto de Eliot adquirió insólita fuerza periodística el miércoles pasado, primer día de la cuaresma. El hombre que fue Benedicto XVI reconoció sus limitaciones como un acto de fe. Aunque pronunciaba otras palabras, decía lo mismo que el poeta de “Miércoles de Ceniza”: “Porque no tengo esperanzas de volver/ Deseando el don de éste o la capacidad de aquél/ He dejado de aspirar a tales cosas/ (¿Por qué habría de extender sus alas el águila envejecida?)/ ¿Por qué habría yo de lamentar/ el desvanecido poder del reino acostumbrado?”.

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