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Planeta

24 de Febrero de 2013

Sueño de una noche de vegano

Primero por una apuesta y después por una serie de epifanías, un cronista de la Revista Brando de Argentina, experimentó el vegetarianismo extremo. Revoluciones corporales, dilemas filosóficos y tentaciones de un carnívoro converso en un mundo en el que pocos saben qué es lo que comen realmente. Por Tomás Linch Ilustración de Scuzzo Son las […]

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Primero por una apuesta y después por una serie de epifanías, un cronista de Brando experimentó el vegetarianismo extremo. Revoluciones corporales, dilemas filosóficos y tentaciones de un carnívoro converso en un mundo en el que pocos saben qué es lo que comen realmente.

Primero por una apuesta y después por una serie de epifanías, un cronista de la Revista Brando de Argentina, experimentó el vegetarianismo extremo. Revoluciones corporales, dilemas filosóficos y tentaciones de un carnívoro converso en un mundo en el que pocos saben qué es lo que comen realmente.

Por Tomás Linch
Ilustración de Scuzzo

Son las nueve de la noche y tengo el baúl con varios kilos de carne y achuras. En algunos minutos comenzaré con el ritual: hacer bollitos de papel, ordenar las maderas y el carbón -con cierta pretensión arquitectónica- y, por último, encender el fuego. Esta será mi última comida animal de los próximos treinta días. ¿Por qué lo hago? Por una Leica. Soy fotógrafo, amo las cámaras y esa Leica es todo para mí. Dos semanas atrás fui a visitar a Marcos, un amigo fotógrafo y vegetariano desde hace una década. Marcos acaba de entrar en una etapa de espiritualidad extrema y empezó a trabajar su “desapego” regalando objetos que no usa. 

– Necesito que me propongan algo -dijo-. Algo que me convenza de que esa cámara es para alguno de ustedes. 

Los candidatos éramos dos y la lista de sacrificios propuestos, larga. Se habló de trabajos forzados, de dádivas sexuales y de altas sumas de dinero. Finalmente, lo dije:

– Voy a ser vegetariano. Un mes. 

– Vas a ser vegano -retrucó Marcos-. Y vas a contarlo. 

Hola, mi nombre es Tomás Linch y soy carnívoro. Disfruto de comer carne cocida de cualquier manera. Me gusta al horno, a la cacerola, en salsas, frita, en guiso, hervida, embutida y a la plancha. Lo que más disfruto es la carne a la parrilla: desde el sabor clásico y grasoso de un asado de tira hasta la compleja textura de la entraña. Mi corte favorito es el bife de chorizo y Pablo lo sabe. Pablo es mi carnicero, un correntino fuerte que peina una cabellera blanca y dura de tanto spray. Cuando llego a su negocio no me pregunta qué voy a llevar. Me pregunta cuántos son y saca de su heladera algo que siempre está perfecto. Yo no pregunto, no dudo, no opino. Me dice cuánto es y yo le pago. Tenemos una relación perfecta. Pablo no solo trabaja con carne de vaca. Me vende una bondiola mágica que adobo con amor y precisión durante los dos días anteriores a ponerla en la parrilla. Hay carnes que vuelan y también me gustan: el pollo, el pavo, el pato y la codorniz. Me gustan los mariscos y mi comida favorita es el pulpo. Hace unos años probé el mejor pulpo de mi vida en un pueblo cercano a Lugo, en Galicia, España. Ese día conocí la felicidad. Me gustan las vieiras, los calamares y los langostinos. Y los pescados, también. Mi abuela Sarita preparaba un plato judío llamado gefilte fish -un pan de pescado servido en su caldo- que podía tenerme atado a la silla durante horas. Soy carnívoro y quiero esa Leica. Por eso, durante el próximo mes, voy a dejar de comer carne y a transformarme en un defensor de las políticas pro animales. Por eso, también, tengo mi asado despedida.

– ¿Por qué vegano? -dije.

– Porque vegetariano es cualquiera -dijo Marcos-. Si querés la Leica largá el queso y el helado. 

– Ay, el helado. 

Un vegano no come carne de ningún tipo, pero tampoco consume alimentos producidos a partir de productos animales. Ni huevos, ni leche, ni manteca, ni queso. Es más: un vegano no consume productos de origen animal aun si no se trata de alimentos. No viste prendas de lana ni de cuero, no usa almohadones rellenos con plumas y tampoco consume productos que han sido probados en animales (para lo cual hay que enterarse de cómo han sido probados todos los productos). Pero un vegano no es necesariamente ecologista. Su comportamiento se monta sobre una gran estructura ética: los animales sufren y por lo tanto no deben ser asesinados en función de nuestro provecho. Ni asesinados, ni mutilados, ni explotados, ni modificados genéticamente.

Tomo aire por la boca, me agacho y soplo. Una pequeña llama amarilla se asoma entre los carbones. Soplo una vez más. La llama se extiende y comienza a tomar más superficie.

– Ya está -digo y me limpio el carbón de las manos.

– No vas a llegar -dice uno de mis amigos.

– ¿Hablaste con un médico? -dice otro-. ¿Estás seguro? Te vas a sentir mal, te vas a deprimir, te vas a angustiar. 

En el asado somos once personas y una es vegetariana. Ella es la única a la que esto le parece razonable. Es algo que sucede con algunos vegetarianos. Te hablan desde cierta altura, como si la decisión de renunciar a alimentarse con animales -“cadáveres”, dicen los extremistas- fuera, además de correcto, natural: el llamado de un deber interior al que solo llegan los iluminados. El vegetarianismo está allí, dormido, en el interior del ser humano. Basta escuchar el llamado.

– ¿Ya están los chorizos? ¡Tenemos hambre! -escucho el llamado, pero el del interior de la casa.

Ya están los chorizos. Voy dejando que las mollejas se doren suavemente y disfruto del perfume y la música, que suben desde la parrilla. Recuerdo una obra de teatro que nunca vi. Se llamaba Ya no pienso en matambre ni le temo al vacío. Gran título.

Leer reportaje completo en Brando

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