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Poder

5 de Marzo de 2013

Chávez: El nacimiento del mito

Vía El Universal de Venezuela Alma en pena errando por caminos polvorientos de la provincia, aquel joven flacuchento, vestido de liquiliqui verde oliva, descabezaba un camaroncito en la Samurai que sus amigos le habían obsequiado, en el trayecto entre un pueblo y otro, para apenas descender del vehículo treparse en el techo del vehículo y […]

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Vía El Universal de Venezuela


Alma en pena errando por caminos polvorientos de la provincia, aquel joven flacuchento, vestido de liquiliqui verde oliva, descabezaba un camaroncito en la Samurai que sus amigos le habían obsequiado, en el trayecto entre un pueblo y otro, para apenas descender del vehículo treparse en el techo del vehículo y desde la plaza de cualquier mercado, discursear a cuatro o cinco curiosos bostezantes sobre la justicia social, el combate a la corrupción, la Asamblea Nacional Constituyente y la lucha de clases.

Hugo Chávez predicaba en el desierto, su discurso no emocionaba a nadie y parecía condenado a repetir el tránsito hacia el ostracismo y el olvido de los viejos revolucionarios venezolanos, los guerrilleros de los 60, reacios a batirse en retirada y renegar de la lucha armada. Hasta que un día apareció Luis Miquilena y consciente de la aureola casi mística que envolvía a su bisoño pupilo desde el 4F, lo convenció de girar en U, dejar atrás el sino de los fracasados y tomar el camino democrático para la toma del poder.

Era el renacimiento del ex golpista a punto de derrumbarse en el anonimato. Hechas las rectificaciones de método y asumiendo un lenguaje expurgado de latiguillos marxistas, así como de las referencias a la violencia, el personaje se repotenciaba en un líder que sacaría al país de la profunda crisis moral, política y económica que lo estaba consumiendo. Chávez fue visto por la derecha como el militar que venía a poner orden, combatir el delito y liquidar la corrupción. Desde la izquierda se le consideraba el gran reivindicador de los oprimidos. Para los progresistas era el gestor de una nueva era fundada en la regeneración del sistema político desde sus propias raíces. Los reaccionarios, nostálgicos, incluso del perezjimenismo, lo sentían como el liquidador del viejo sistema bipartidista. La clase media como el constructor de una Venezuela manejada con mano firme, capaz de reducir el delito y el caos. Pero la verdadera magia, la conexión infalible ocurría allá abajo, en el abigarramiento de una base social que deliraba ante su discurso hiperbólico y comenzaba a recobrar la fe perdida.

Chávez complacía todos los gustos. Su venezolanidad llanota y descomplicada agradaba tanto a mujeres como hombres y el arquetipo se trocaba en prototipo por obra de su identificación con las grandes mayorías. No representaba un modelo imposible de reproducir entre el común sino al venezolano típico, surgido de las propias “gargantas del pueblo”, decía él, que gobernaría para los oprimidos al margen de los grupos de presión, de los traficantes de poder y de los intereses malsanos, impulsado por una sola voluntad: la suya propia.

No obstante, esa gigantesca ola que lo catapultaría hasta el Palacio de Miraflores, luego de un triunfo clamoroso, no se había formado en las convicciones democráticas del pueblo venezolano. Tanto los sectores populares, como la clase media y las élites dirigentes no le abrieron el camino al poder por la súbita mesura que adoptó su mensaje, sus virtudes cívicas o su sorpresiva conversión democrática. Era cierto que la toma del poder por las armas no seducía a las masas como una propuesta atractiva, rechazada casi instintivamente, tal y como lo demostraba la indiferencia con que se acogía su discurso. Pero también lo era que nunca habría habido un 6 de diciembre de 1998 sin un 4 de febrero de 1992.

Si el golpe del 4F hubiera triunfado, lo que habría sobrevenido, en caso de concretarse lo estipulado en los documentos elaborados por el teórico del golpe, Kléber Ramírez, era un régimen totalitario de izquierda que liquidaría todas las instituciones “burguesas” y el fusilamiento, previo sumarísimo juicio, de todos aquellos que se considerasen corruptos. Por fortuna para el futuro de Chávez, la intentona fracasó desde el punto de vista militar y fue una minoría la que se enteró de los propósitos de los golpistas, aunque quienes leyeron los borradores de los decretos, los olvidaron rápidamente.

De manera que si la gran mayoría hubiese rechazado un Chávez triunfante al frente de una revolución sangrienta (todas deben serlo), no tuvo problema para convertirlo (en la derrota) en héroe nacional, antítesis de todo lo que representaba un sistema agotado y sumido en la decadencia, luego de observarlo, con la boca abierta, cómo se echaba sobre las hombros la responsabilidad de la violenta asonada y advertía que si no se había triunfado eso era “por ahora”. En 30 segundos de televisión Chávez echó por tierra 40 años de democracia representativa y valores, principios, convicciones e instituciones democráticas, tejidas durante largos años, volaron en mil pedazos a partir de aquel mensaje de rendición que lucía como todo lo contrario.

La derrota militar se convertía en incuestionable victoria política y al día siguiente del golpe, cuyo saldo sangriento se mantuvo como dato secundario, el expresidentes Rafael Caldera colaba en el Congreso de la República una reflexión que se interpretó como justificación del golpe, pero que definiría su futuro político inmediato, así como el del país y el de Chávez a mediano plazo: “Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y la democracia cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer”.

De allí en adelante el país entró en la onda golpista y de las condenas al golpe el mudable talante de los políticos pasó a instalarse en una corriente de opinión, hasta el momento subyacente, que no sólo justificaba el intento por liquidar la democracia, sino que lo aplaudía frenéticamente. De un día para otro el grupo de golpistas se convertía en objeto de culto, auténticas estrellas de rock, en este caso, en su versión heavy metal, ciegamente idolatradas por sus fans. Y así, el jefe de la insurrección a quien, en cualquier otro país, se le habría considerado como el autor de un delito grave que demandaba castigo ejemplar, se hizo personaje célebre.

Recluido primero en el Cuartel San Carlos y luego en la prisión de Yare, frente a su calabozo se formaban grandes colas, conformada por todo tipo de venezolanos (desde políticos tradicionales hasta ancianitas que le llevaban un estampita religiosa o académicos y periodistas fascinado por “la fuerza telúrica” del personaje) para rendir culto al nuevo semidios del olimpo venezolano. Así se tejió la leyenda, así sucumbió la experiencia democrática venezolana y así se definió el camino por el cual Hugo Chávez avanzaría hasta la toma del poder siete años después.

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