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Mundo

13 de Abril de 2013

Aranzazu, el pueblo de los bipolares

Aranzazu tiene poco más de 12.000 habitantes, y de ellos, 580 han sido diagnosticados con trastorno afectivo bipolar. El término médico suena extraño, sobre todo porque nada tiene que ver con el afecto. Tal vez ayude saber que hace 25 siglos, Hipócrates lo llamaba melancolía. O tal vez no, porque la palabra melancolía ha ido adquiriendo a través de los siglos un significado entre ingenuo y nimio, el del padecimiento romántico por excelencia, y sirve para poco más que para un título y un puñado de versos memorables. La enfermedad, en cambio, es terrible.

Por


Vía Soho.com
I.

Esta será, amable lector, una historia triste.

II.

Cuando uno sube hacia Aranzazu desde el sur, desde el valle del río Cauca, tiene la sensación de que se lo está tragando la montaña. Atrás se queda la planicie abierta y verde, con sus enormes ceibas centenarias meciéndose con modesta dulzura a la vera del río, en ese aire como dormido de la tierra caliente. Primero el paisaje se va ondulando y se llena de cerros breves, como un mar que se inquieta antes de la tormenta. Después de dejar atrás Pereira, la carretera comienza a serpentear cuesta arriba sin tregua hasta llegar a Manizales. Pero en Manizales uno todavía alcanza a ver el valle, amplio y magnífico, en la distancia.

En cambio, en el trayecto que va de Manizales a Aranzazu, un municipio en el norte del departamento, la cordillera parece un abanico que se cierra de golpe. Los cauces de las quebradas no son más que navajazos entre las altísimas paredes verdes, llenas de una vegetación húmeda y bella, misteriosa.

Aranzazu está casi a 2.000 metros de altura, y hace un sol radiante al mediodía. El pueblo no puede ser más pintoresco. Los jeeps de colores se alinean en la plaza central recién remodelada, parqueados como para una exposición. Las casas están perfectamente pintadas, no hay un solo papel en el suelo, y todo el pueblo parece haber decidido salir a la calle: es sábado, y la gente de las veredas vecinas ha venido a comerciar. Los hombres llevan sus camisas recién planchadas, impecables, su toallita al hombro, su bigote recio y su sombrero blanco bien puesto, y se juntan en grupos pequeños a conversar. No parecen tener ninguna prisa. Hay una sensación muy nítida de próspera dignidad.

El pueblo es tan escarpado, y el desnivel entre la imponente iglesia y el terraplén de la plaza es tan alto que debajo de la iglesia se han montado algunos negocios. Curiosamente, esa hilera de almacenes que dan a la plaza, empotrados debajo de la iglesia —que ya de por sí tiene pretensiones de catedral—, le dan al edificio un aire de exagerada monumentalidad.

Aranzazu tiene poco más de 12.000 habitantes, y de ellos, 580 han sido diagnosticados con trastorno afectivo bipolar. El término médico suena extraño, sobre todo porque nada tiene que ver con el afecto. Tal vez ayude saber que hace 25 siglos, Hipócrates lo llamaba melancolía. O tal vez no, porque la palabra melancolía ha ido adquiriendo a través de los siglos un significado entre ingenuo y nimio, el del padecimiento romántico por excelencia, y sirve para poco más que para un título y un puñado de versos memorables. La enfermedad, en cambio, es terrible.

III.

Llamémosla Ana.

Hace tres meses, una mañana de mayo, Ana se ahorcó. Cerró con llave todas las puertas de su casa, aseguró las ventanas y se dirigió a la cocina. Tomó una vela, la prendió y la puso sobre la mesa, como si hubiera querido ella misma anticipar su velorio. Ató una soga a la viga del techo, hizo el nudo, se lo metió por la cabeza, apretó fuerte, se subió a una silla y saltó. Ana tenía 58 años y vivía con su esposo en una finca de la vereda Campoalegre, en Aranzazu, y el suyo es el tercer suicidio en ese municipio en lo que va corrido del año. Los tres suicidas habían sido diagnosticados con el trastorno afectivo bipolar, al igual que el 5% de los habitantes de Aranzazu.

Voy a intentar reproducir aquí, en términos legos, lo mejor que pueda, en qué consiste la enfermedad. Le debo a la amable paciencia del psiquiatra Eduardo Baena lo que he entendido y, así mismo, la seca tristeza que me ha quedado ante las devastadoras cifras de bipolaridad en la región.

Todos los seres humanos tenemos estados de ánimo que oscilan entre la alegría, la felicidad y la tristeza leve o profunda. Reaccionamos ante los acontecimientos traumáticos de la vida, como ante las buenas noticias. En toda vida hay tantos dolores como alegrías. Y a veces, tantas veces, mucho más sufrimiento que felicidad. Digamos que si uno traza una línea recta horizontal, oscilamos suavemente hacia arriba y hacia abajo, trazando una suave curva que sube y baja, atravesando esa línea horizontal. En los pacientes bipolares, esa curva es simplemente mucho más pronunciada. Dramáticamente más. Si tienen un episodio y la curva sube hacia el territorio llamado manía, pueden llegar a tener ideas delirantes —curiosamente, muchos se creen dioses, sanadores, salvadores del mundo—, comportamientos irascibles, una euforia desmedida (gritan, saltan, se ríen a carcajadas) y un amor propio magnificado hasta el absurdo. Gastan enormes sumas de dinero convencidos de que son genios financieros y asedian a las personas del sexo opuesto creyéndose irresistibles. Apenas si duermen, y despliegan una energía desmesurada. Se creen perfectos, brillantes, poderosos. Superiores a todos los demás. Y por supuesto, es imposible razonar con ellos. Algunos pacientes solo tienen este tipo de episodios, pero otros llegan a entristecerse hasta tal punto —y aquí la curva se desploma—, que caen en la más profunda depresión. Y en esa depresión, el 15% de los pacientes se suicida. El 15%. Lector, este promedio es más alto que el de la mayoría de las muertes por diagnóstico de cáncer. Pocas enfermedades tienen un índice tan alto de mortalidad.

El trastorno afectivo bipolar se puede tratar y el paciente, tener una vida más o menos normal. Ese paciente debe ser monitoreado todo el tiempo, porque la medicación para la fase maníaca es distinta a la que se administra en la fase depresiva. Y la medicación no garantiza que no pueda tener recaídas. Hasta hace cuatro años, en Aranzazu ni siquiera había un psicólogo de planta. Hoy, Leidy Johanna Ocampo, cuya ayuda para este artículo ha sido invaluable y cuya sobria compostura profesional contradice sus pocos años, vive allí. Si algo le gustaría es que hubiera un psiquiatra de planta en el municipio. O por lo menos uno que viniera una vez por semana. ¿No es lo mínimo que se puede pedir? Caldas no es un departamento pobre. Pero en los tiempos que corren el progreso se mide con otras varas y es más importante invertir en carreteras que en salud. Y es que cada vez que un paciente tiene un episodio maníaco, debe ser hospitalizado de inmediato. Ante la falta de un psiquiatra local, deben ir hasta Manizales. Sí, en su estado. Sí, muchas veces solos. Y sí, se pierden por el camino, no llegan, por supuesto. Es insensato. Pero solo un psiquiatra puede hospitalizar y medicar.

Si el paciente se medica, su vida puede ser como la de cualquiera. Alan García, el presidente de Perú, por ejemplo, es bipolar. Y de hecho, una amiga de Ana asegura que era una persona completamente normal. Recuerda, sí, una tarde, años atrás, en la que comenzó a gritar como loca, sin motivo. Y que la llevaron al hospital mental de Manizales. Pero aquello había pasado. Ana no estaba, aquella mañana de mayo de su suicidio, en tratamiento; ningún psiquiatra la veía; no tomaba ninguna medicación.

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