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Opinión

21 de Abril de 2013

Vargas Llosa y su lamida a la memoria de la “dama de hierro”

  Estaba en la Bolsa de Córdoba (Argentina), con mi hijo Álvaro, dialogando con un grupo de empresarios y profesores sobre los problemas de América Latina, cuando nos avisaron que había muerto Margaret Thatcher. Con esa vocación suicida que de tanto en tanto manifiesta, Álvaro dijo que, sin querer por ello ofender al auditorio, se […]

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Estaba en la Bolsa de Córdoba (Argentina), con mi hijo Álvaro, dialogando con un grupo de empresarios y profesores sobre los problemas de América Latina, cuando nos avisaron que había muerto Margaret Thatcher. Con esa vocación suicida que de tanto en tanto manifiesta, Álvaro dijo que, sin querer por ello ofender al auditorio, se sentía obligado a rendir un homenaje a la Dama de Hierro, que había marcado fuertemente su juventud. Hubo un rumor reprobatorio, pero, en general, el público reaccionó con una soberbia compostura británica, si puedo decirlo así. Sólo al terminar el acto, una dama nos recordó el cruel e inútil hundimiento del “Belgrano” por la Royal Navy durante la guerra de Las Malvinas en 1982.

Yo también pasé casi todos los años de Margaret Thatcher en el Reino Unido y a mí también lo que ella hizo me marcó profundamente. Todavía está presente en cosas que creo y defiendo y que me hacen decir que soy un liberal. Cuando la Dama subió al poder, Gran Bretaña se hundía en la mediocridad y en la decadencia, deriva natural del estatismo, el intervencionismo y la socialización de la vida económica y política, aunque, eso sí, guardando siempre las formas y respetando las instituciones y la libertad, una segunda naturaleza para la sociedad británica.

Ella puso en marcha un programa de reformas radicales que sacudió de pies a cabeza a ese país adormecido por un socialismo anticuado y letárgico que había desmovilizado y casi castrado a la cuna de la democracia y de la Revolución Industrial, la fuente más fecunda de la modernidad. Privatizando empresas, liberalizando a los inquilinos cautivos de las viviendas municipales y convirtiéndolos en nuevos propietarios, abriendo mercados por doquier y las fronteras del país al comercio y la inversión, obligando a las empresas a competir, privándolas de los estupefacientes subsidios, atacando el rentismo e impulsando sin tregua el accionariado difundido y el capitalismo popular, su gobierno devolvió al gigante dormido el dinamismo de sus mejores tiempos y a su país una influencia en la esfera internacional que había perdido por completo. En los 80, la renta per cápita británica superó a la de Francia.

Por supuesto que los sacrificios fueron enormes, pero, sin los cambios que ellos significaron, el Reino Unido estaría ahora mucho peor de lo que está. Vivir en la mentira es siempre, en los órdenes político y económico, peor que afrontar la cruda verdad. Al mismo tiempo que desmontaba la maraña burocrática y el estatismo parasitario y los reemplazaba por una economía de mercado moderna, la Primera Ministra lanzó una vigorosa ofensiva en el campo de las ideas y los valores recordando a sus compatriotas —y a los europeos— que la cultura democrática y liberal no tenía por qué intimidarse frente al comunismo, como venía ocurriendo, sobre todo por la cobardía y el oportunismo de las élites intelectuales, pues las credenciales de los Estados totalitarios eran el fracaso económico más flagrante, la desaparición de todas las libertades y los atropellos más inicuos contra los derechos humanos.

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