La euforia que siguió en Egipto a la renuncia del presidente Hosni Mubarak en febrero de 2011 parece muy distante en estos momentos.
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Parecía que el país comenzaba una nueva vida. Las expectativas de que todo iba a mejorar burbujeaban en todas partes.
Pero las esperanzas entusiastas fueron desbordadas por una combinación de fracaso político, intereses creados y crisis económica.
La revolución de 2011, como los otros levantamientos en países árabes, fue impulsada por la insatisfacción e ira de una nueva generación.
Aproximadamente el 60% de la población en toda la región era menor de 30 años.
Se dieron cuenta de que el viejo orden no tenía lugar para ellos y jamás colmarían sus deseos de contar con un empleo decente que les facilitara el dinero necesario para llevar vidas independientes.
El alejamiento de la esperanza coincidió con el crecimiento exponencial en las comunicaciones modernas, lo cual significó que los países no podían ser cerrados al mundo exterior por sus líderes como era posible en el pasado.
Los menores de 30 años podían ver televisión por satélite o navegar por internet y caer en la cuenta de que no todo el mundo vivía una vida tan dura como la que les había tocado a ellos.
Pero la energía de los revolucionarios de 2011 fue aplastada por el poder y la organización de las fuerzas establecidas en Egipto, en particular los militares, ciertos vestigios de la antigua elite y los Hermanos Musulmanes.
En las elecciones presidenciales del año pasado, la alternativa para los votantes en la ronda final fue entre Mohamed Morsi -del Partido Libertad y Justicia, cercano a los Hermanos Musulmanes- y un antiguo general de la Fuerza Aérea que había sido el último primer ministro de Mubarak.
Poner a un candidato en la carrera, por no decir al ganador, era demasiado para los revolucionarios divididos y desorganizados de la plaza Tahrir.
Promesas rotas
Cuando Morsi ganó la presidencia, prometió gobernar para todos los egipcios. Pero no fue así.
Los Hermanos Musulmanes trabajaron para llegar al poder durante más de 80 años. Estaban decididos a aprovechar su oportunidad para remodelar Egipto como querían.
Morsi, el rostro público de la dirigencia política del movimiento, se comportó como si tuviera un mandato abrumador para transformar a Egipto en un estado mucho más islamista.
Muchos egipcios son musulmanes devotos, pero eso no significa automáticamente que compartan la austera visión del futuro que tienen los Hermanos.
Para empeorar las cosas, el gobierno de Morsi no fue muy competente. No pudo cumplir sus promesas de revitalizar la economía.
Para fines de junio de este año, el descontento que se había acumulado en Egipto estalló en las enormes marchas de protesta que dieron a los militares su oportunidad de derrocar al presidente Morsi.
La medida fue muy popular para casi todos, excepto los Hermanos Musulmanes.
Incluso liberal-demócratas respetados en todo el mundo, como el premio Nobel de la Paz, Mohamed El Baradei, recibieron con beneplácito los acontecimientos.
El Baradei me dijo que el ejército no había efectuado un golpe de Estado.
En cambio, por petición popular, le daría al pueblo egipcio la oportunidad de reiniciar su democracia.
Puntos de vista diferentes
No ha funcionado de esa manera, aunque los militares y su comandante, el general Abdul Fattah al Sisi, tienen bastante respaldo para lo que están haciendo.
Hasta ahora parece más un intento de revivir la seguridad del estado que sostuvo a Mubarak durante 30 años.
Una vez más, Egipto está siendo gobernado bajo una situación de estado de emergencia que otorga al estado poderes draconianos.
El Baradei renunció como vicepresidente del gobierno instalado por los militares.
Centenares de personas han muerto.
Los Hermanos Musulmanes y los militares -así como los seguidores de ambas agrupaciones- creen que está en juego el futuro de la próxima generación de Egipto. Y ambos tienen razón. Pero sus puntos de vista sobre ese futuro son muy diferentes.
El mejor camino a seguir sería que todas las partes en Egipto -y hay toda una gama de opiniones, no dos bloques monolíticos- acordaran una manera de conducir a la gente a trabajar y lograr una paz social.
Pero no está sucediendo eso. La discusión se está librando en las calles. Y eso es una tragedia.