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13 de Septiembre de 2013

Estuvieron en Chile un día: Las putas fluviales de Muschgay

Puerto de Hamburgo, Alemania, 15 de agosto de 1850. El agente especial de colonización alemana para Chile, ingeniero don Bernardo Philippi, recibe a los inmigrantes alemanes que abordan el buque “Susana” con destino a la ciudad de Valdivia. Entre las familias de colonos que viajan con sus enseres y herramientas asoma un personaje inquietante. Alto, […]

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Puerto de Hamburgo, Alemania, 15 de agosto de 1850. El agente especial de colonización alemana para Chile, ingeniero don Bernardo Philippi, recibe a los inmigrantes alemanes que abordan el buque “Susana” con destino a la ciudad de Valdivia. Entre las familias de colonos que viajan con sus enseres y herramientas asoma un personaje inquietante. Alto, grueso, moreno, de enormes y peludas patillas, arremete seguido de una tropa de 14 andrajosos vagos de puerto y se presenta ante Philippi como el líder de una avanzada de colonizadores alemanes a Chile. Philippi no sabe si reír o indignarse y cuando ya ordena su expulsión del muelle, el sujeto le extiende una carta oficial de invitación con las firmas y recomendaciones de numerosos y elevados personajes chilenos, entre los que descuella nada menos que S.E. el Presidente de la República, general don Manuel Bulnes. Mareado con los documentos del hombrón, este se presenta como Carl Otto von Muschgay, administrador de bosques del reino de Wurtenberg y aborda el buque con su hueste de pioneros.

Cuatro meses más tarde, el 7 de diciembre de 1850, el “Susana” soltaba anclas en las prístinas aguas del Calle Calle, ante la ciudad de Valdivia. Bajando a estirar las piernas tras el largo viaje, Muschgay y sus colonos descubrieron un poblado más bien deprimente. Valdivia era entonces un caserío que apenas se sujetaba entre el río y los bosques, armado de casas chatas, de tablas sin pulir, calafateadas de choclos y con musgo trepando hasta la asfixia. La plaza de armas servía de basurero, campo de secado de cueros e incluso hasta poco antes, de excusado para los presos de la cárcel. Además, el aviso de la venida de los colonos alemanes había despertado la codicia de los chilenos. Vastos terrenos sin valor ni propietarios se habían convertido, de la noche a la mañana, en valiosísimos paños que la picardía del criollo esperaba vender al Fisco en elevadas sumas. Era común que cualquier ocurrente, invitando a algún cacique local a unas buenas botellas de aguardiente, fueran tras el convite a inscribir la venta del terreno, propiedad real o imaginaria del aborigen, al comprador de ocasión. Así resultaba que por unas cuantos litros de espirituoso, predios que iban de cordillera a mar quedaban en manos de estos marrulleros propietarios. La bellaquería provocó una aguda escasez de tierras para entregar a los colonos, los que debieron alojar en apretados edificios o bajo el alero de algún vecino generoso.

Asustado Muschgay por el oscuro y estrecho horizonte valdiviano, solicitó audiencia ante el agente de colonización en Valdivia. Era este nada menos que don Vicente Pérez Rosales, el prolífico escritor y aventurero. Según relata Pérez, Muschgay llegó ante su presencia luciendo una estrambótica tenida negra, afirmada por cruces de metal como botones y dos calaveras de marfil colocadas en los ojales de los puños. La catadura entre pirata y metalero pretendía dar a entender su condición de católico apostólico romano observante, pues según Pérez, el alemán afectaba disimuladamente en lucir sus cruces de metal. El motivo de esta rara coquetería religiosa provenía de la áspera disputa que provocó en Chile la llegada de los primeros colonos alemanes. Grupos católicos ultraconservadores temieron que la llegada de alemanes de religión protestante afectara a la fe católica en Chile. Se creía que esos hijos de Lutero, al colonizar y constituir comunidades en regiones apartadas y poco pobladas, difundieran la herejía protestante. Esta corriente de opinión se vio reforzada por un informe de colonización evacuado por don Ignacio Domeyko, sabio naturalista y segundo rector de la Universidad de Chile. Don Ignacio sumaba a sus muchas prendas intelectuales y morales, su condición de católico y de polaco. Escapado de las persecuciones políticas y religiosas en su Polonia natal, encontró en Chile refugio y honores. No es raro entonces que temiera como a una lejana pesadilla el regreso de los protestantes alemanes o los rusos eslavos que destrozaron su país. Recomendó pues don Ignacio que se prefiriera a los colonos católicos antes que a los protestantes y como ejemplo de virtuoso colono siervo de Roma, agregó al final de su informe la carta de un humilde guardabosques que solicitaba concesiones y terrenos para fundar en Chile una colonia católica.

Proponía el tal colono traer treinta familias católicas, afirmaba que ninguna de ellas se había mezclado en las agitaciones políticas que recientemente habían azotado a Europa y que se hacían responsables todos por cada uno de ellos de sus buenas costumbres y reputación. A cambio, sólo pedía que la colonia de marras fuera establecida cerca de alguna iglesia católica. Firmaba la elevada carta nada menos que Karl Otto von Muschgay, administrador de bosques de Wurtenberg, enviada desde el Monasterio de Zwifalten, del reino de Wurtenberg.
Fuera por intuición o conocimiento previo, Muschgay apostó a que la condición de beato católico le daría una buena recepción entre las altas autoridades chilenas. Y así fue. Lo sumiso de su estilo y la beatitud de sus propósitos arrancó los más sinceros elogios al honorable Domeyko, ganándole el apoyo oficial del gobierno chileno para su aventura.
Debido a este poderoso respaldo, Pérez Rosales debió entregar a Muschgay y a sus colonos, que en vez de treinta familias resultaron catorce palurdos, el mejor terreno que tenía. Esta arbitraria concesión perjudicaba a los otros colonos, quienes habían llegado antes, con familias y bártulos y que además aportaban dinero por los predios. Muschgay se llevó todo gratis. Y como si fuera poco, en caso de que la piedad cristiana no fuera suficiente para una buena recepción, el tunante había agregado a su humilde título de guardabosques los de experto minero y agrónomo, capaz de dirigir una escuela de artes y de, cómo no, ejercitar la enseñanza de la religión católica. En vista de estas elevadas prendas materiales y espirituales, el astuto Pérez Rosales le hizo entrega del local y los útiles necesarios para la pedagogía y el catecismo.
Muschgay y sus muchachos se vieron atrapados en una situación que no esperaban. A Chile los colonos venían a trabajar, y muy duro. Despejar las tupidas selvas para comenzar los cultivos, abrir los caminos, construir las viviendas, todo ello demandaba ingentes recursos y sacrificios. Hacer clases y enseñar salmos a un grupo de mocosos tampoco los seducía demasiado. Como una estrategia para evitar el agotador destino de colonizar, Muschgay se hizo emprendedor. En esta condición empresarial concibió y propuso los más descabellados negocios con los cuales conseguir algún financiamiento. Pérez Rosales fue testigo y receptor de muchos de éstos. Entre ellos recibió uno en el que proponía al gobierno perforar por su base la cordillera de los Andes, para llegar con más rapidez y seguridad desde Valdivia a Buenos Aires. Claro está que la escuela en que se suponía iba a enseñar y doctrinar a los retoños de los colonos jamás fue visitada ni por Muschgay, ni por niño alguno. Ya cabreado Pérez Rosales de los majaderos proyectos del alemán, lo intimó a dedicar su imaginación y energía a los párvulos y a las faenas del campo. Agregó, además, que le hiciera el favor de abstenerse de agregar a su apellido la condición de católico, religión que jamás olvidaba de complementar en sus oficios.
Haciéndose el ofendido, pero en realidad falto de incautos a quienes embaucar, Muschgay se sumergió. Cuando se le suponía tragado por las aguas del Calle Calle o por las frondosas selvas valdivianas, el peludo teutón regresó a Valdivia en gloria y majestad. Unos meses antes se había trasladado a Santiago, premunido de la memoria de Domeyko y otros documentos laudatorios y allí, llorando lágrimas de sangre, fue a caer a los pies del mismísimo arzobispo de Santiago Monseñor Rafael Valentín Valdivieso. Ante Su Eminencia alegó persecución religiosa. Se dijo víctima, en su condición de fervoroso católico, de las oscuras maquinaciones del impío agente de colonización señor Pérez Rosales. Conmovido por este heredero de los mártires de la cristiandad, el príncipe de la iglesia chilena lo acogió en su seno y de pasada, en el de las opulentas familias pechoñas de Santiago, entre ellas los Larraín Gandarillas, quienes darían a Chile otros purpurados. Mimado por los ricachones, se recobró de los quebrantos valdivianos y contraatacó.
Así, a los pocos meses de su desaparición, Muschgay retornó a Valdivia como capitán y patrón de un moderno buque a vapor. Traía, además, plenos poderes y abundantes caudales para invertir en la compra de terrenos. El proyecto de la colonia católica valdiviana renacía. Sin embargo, los dineros tan piadosamente recolectados jamás fueron a dar a colonia alguna, al menos no agrícola y menos aún catequística. Agotados los bienes que se le habían confiado, Muschgay convirtió el vapor en una casa de putas flotante. Oscilando y girando al ritmo de la música y de los embates del amor, el vapor putañero fue la sensación de Valdivia. Entre de los afanes del lupanar y los vapores del alcohol, Muschgay enviaba algunas remesas para calmar a sus patrocinadores en Santiago. Lejos de ello éstos, al ver como disminuían sus recursos y no se daba noticia alguna de la futura colonia, se trasladaron rápidamente a Valdivia. Espantados con el espectáculo del buque burdel, burlados por Muschgay y sus chicas flotadoras, se vieron obligados a pedir auxilio al hereje don Vicente Pérez Rosales y así, al menos, salvar algo de lo invertido.
Apurado por las demandas, Muschgay presentó a los Larraín una especie de página de office, cruzada de columnas, cuadros, renglones y números en jeroglífica donde se suponía, explicaba el destino de las platas que le confiaron. Mientras sus acreedores intentaban descifrar la maraña estadística, Muschgay, que se había dejado crecer la melena, aprovechó para abandonar el barco y darse a la fuga.
Sabiendo que no podía volver a Santiago y que en general, la civilización le estaba vedada, penetró en las selvas y pidió asilo entre las tribus de Huilliches de Pitrufquén. Éstos, hospitalarios e ignorantes de las estafas del ex colono, le dieron refugio. Seguro de su impunidad, Muschgay renegó descaradamente de la fe católica, asegurando a quien quisiera escucharlo que la religión indígena era lejos la más perfecta de todas. Su conversión a la fe telúrica del Pillán y los ancestros se debió, probablemente, a la moral sexual que ésta sustentaba. Al poco tiempo de instalado, Muschgay se casó con cuantas mujeres pudo y vivió el resto de sus días en la más feliz poligamia.

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