Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

26 de Octubre de 2013

Tribulaciones de un izquierdista en busca de la clase obrera

Vía elpuercoespin.com.ar Soy un producto de los 90’ –aclarémoslo desde el principio para que se entiendan unas cuantas cosas. Era uno de esos zurditos que trajinaba las sedes de la Facultad de Sociales con su pelo largo y el morral al hombro cargado con apuntes que explicaban, entre otras cosas, a la clase obrera. Como […]

The Clinic Online
The Clinic Online
Por

Vía elpuercoespin.com.ar

Soy un producto de los 90’ –aclarémoslo desde el principio para que se entiendan unas cuantas cosas. Era uno de esos zurditos que trajinaba las sedes de la Facultad de Sociales con su pelo largo y el morral al hombro cargado con apuntes que explicaban, entre otras cosas, a la clase obrera. Como la distancia entre práctica y teoría es cruel y mucha, al igual que la mayoría de mis compañeros nunca había pisado una fábrica. Ahora, cuando doy clases, corro a mis alumnos diciéndoles que en la facultad se la pasan hablando de los obreros pero solo como abstracción teórica y que muy pocos los vieron realmente, por no hablar de la posibilidad de compartir el mate con alguno (Llevo 20 años de ventaja a mis alumnos y puedo darme ciertos gustos). En cualquier caso, capta su atención y permite hablarles de Marx y el fetichismo de la mercancía. Karl decía que las mercancías aparecían en el mercado como si vinieran del aire, como si fueran objetos mágicos que (¡oh, maravilla!) se intercambian por dinero por una suerte de mandato divino. Esto, entre otras cosas, permite que no sintamos la contradicción entre publicidades de zapatillas que prometen hacernos libres y exitosos, y las condiciones de semi esclavitud con que fueron hechas en el sudeste asiático. Los que tienen zapatillas Nike o Reebok cruzan las piernas y las meten debajo de los bancos. Los vendedores de Topper o algo más asociado con la explotación laboral local, agradecidos.

Luego de terminar mi licenciatura en Ciencias de la Comunicación en 1998, me fui a Inglaterra a estudiar. Tenía una beca del British Council para hacer un MA en Media & Communication, algo que suena muy bien con tanta doble “m” y chirimbolo, pero que en realidad es simplemente un kiosquito compartido (o joint venture) entre los docentes de eso que se conoce mundialmente como “Estudios Culturales” por un lado y la University of London por el otro. El sistema es perfecto y cada uno gana su parte: los docentes nos daban dos (2) horas de clase por semana, una”práctica” y otra ”teórica”, separadas por vacaciones y “reading weeks” (no les explico que son, porque me da un poco de vergüenza). Eso les dejaba tiempo para escribir libros que mantuvieran una reputación mundial mientras continuaban recibiendo su sueldo de tiempo completo. La Universidad, por su parte, monetizaba, como se dice ahora, la reputación mundial obtenida con esos libros vendiéndonos títulos de MA a los estudiantes de todo el mundo, sobre todo overseas, o sea extranjeros no europeos, que pagábamos cerca del doble por el mismo curso que los nativos. Esos estudiantes de todo el mundo (abogados daneses, cineastas orientales, arquitectos africanos, etc.) nos juntábamos en las clases prácticas, con nuestro inglés chapucero, a intentar encontrar un punto en común del que hablar en una materia ya de por sí flexible como son los “estudios culturales”, campo más que fértil para cosechar vaguedades posmodernas y significados que flotan libremente por el espacio. ¿Pobreza? Un constructo social, por favor.

Cuando finalmente lográbamos encontrar algo para discutir, el docente nos indicaba que había terminado el tiempo de clase y que nos veríamos la semana siguiente. ¿Los alumnos se indignaban por haber volado miles de km. para asistir a un curso que aportaba entre poco y nada? En absoluto: la mayoría eran niños ricos que querían vivir la vida loca londinense y cuanto menos les rompieran las bolas, mejor. Los pobres en cambio, estábamos becados. Win-win-win. Y para rematarla, todos sabíamos (o al menos, creíamos) que luego de un año de simular estudiar volveríamos a nuestros países a vender un título de la University of London en el mercado laboral dejando a todos impresionados por lo que –todos creerían– habíamos aprendido en ese centro del saber.

Volví con mi título a la Argentina en 2000. Sí, en el 2000. Era lo más deprimente que puede haber. Si en los 90′ puteábamos contra el gobierno, al menos con lo que ahorrábamos con un trabajo mediocre podíamos viajar por el mundo para superar el trauma de la derrota. Ahora ni siquiera nosotros, los hipereducados de clase media, podíamos encontrar laburo. Ni casa. Ni nada. Eran los tiempos donde las jubilaciones y los sueldos estatales se recortaban un 13%. Eso debería resumir todo.

En ese contexto me empecé a interesar por los movimientos antiglobalización. ¿Y qué hace un hijo de los años 90’ cuando se interesa por los movimientos sociales? ¿Va corriendo a las villas a militar? ¿Se ofrece para impartir cursos de alfabetización? No, se compra “No Logo” de Naomi Klein por Amazon. Y lo lee. Y se queda impresionado de que las ciencias sociales aún tengan algo interesante para decir. No para proponer, claro: para decir. Con eso, yo me conformaba.

El libro devolvió un poco de vida a mi ya casi derrotada y evanescente rebeldía. Los últimos vestigios agonizaban después de haber aceptado que mi padre me comprara “ropa seria” para salir a buscar trabajo. Así fue que desempolvé el morral y le escribí a Naomi Klein con la excusa de hacerle una entrevista para Hecho en Buenos Aires, donde colaboraba por aquel entonces. Me contestó a los 3 meses: estaba por volver para filmar un documental sobre Argentina y ver cuáles de las nuevas experiencias podían servir para mostrar al mundo qué había después del apocalipsis neoliberal. Éramos los Víctor Sueiro del neoliberalismo.

(Ya vamos llegando. No pierdan la paciencia).

Los memoriosos recordarán las asambleas barriales de 2002. Yo iba a la de Congreso y Cabildo, rápidamente diezmada por los intentos de las agrupaciones de izquierda de transformar la catarsis de una clase media absolutamente naïve en materia política en célula revolucionaria. No fue culpa de los maoístas y los trotskistas: esas asambleas estaban condenadas a confirmarle a los presentes que no se puede hacer nada entre todos. En menos de seis meses, todo el mundo había vuelto a su egoísta sálvese quien pueda. La mayor parte de la clase media argentina, tal vez mundial, parece haber perdido toda capacidad de acción política que no figure detallada en un manual o en una receta que garantice resultados, certificada preferentemente por alguna institución seria, es decir, europea o estadounidense.

La cuestión es que acompañé a Naomi y a su marido, Avi Lewis, director de la película en proceso, a un Banco Mayo ocupado por la Asamblea de Caballito. Mi función era traducir y, sobre todo, convencerlos de que yo era la persona que estaban buscando. En ese momento trabajaba en la oficina de prensa del Planetario de la Ciudad de Buenos Aires. Me dedicaba sobre todo a la escritura de un libro sobre historia de la ciencia, manejar el sitio web y lograr que los medios publicaran nuestras actividades. El trabajo era fácil, interesante, solo tenía que estar cuatro horas, iba en bicicleta a los lagos de Palermo… Era perfecto, salvo porque cobraba apenas lo necesario para sobrevivir. La traducción ante la asamblea era la posibilidad de pasar a a ser un militante asalariado del cambio global. Lo que estaba en juego no era el futuro de la revolución, sino la revolución de mi futuro.

Pero, argentino y zurdito, nunca tuve mucha paciencia para quienes no dan buenos discursos y a los quince minutos ya les resumía en inglés lo que decían los oradores de la asamblea con frases del tipo: “Bueno, dice lo mismo una y otra vez”, o “está contando los problemas que tiene con su negocio”, o “habló mucho pero no dijo nada”. La pareja internacional se reía. Yo estaba seguro de haber perdido mi oportunidad.

¡Pero no! Me llamaron y comencé a trabajar en el documental. Fue increíble: yo era el periodista local, el baqueano, que debía ubicarlos espacial, histórica e idiomáticamente en un país que les era ajeno. Apenas empezamos a visitar villas, piquetes, comedores, fábricas recuperadas y demás lugares en los que atisbar el futuro pos-neoliberal global, sin embargo, me di cuenta de que tenía más en común con estos canadienses de Toronto que con los trabajadores manuales y los desocupados argentinos. No tenía la menor idea de cómo vivía esa gente a menos de 50 km. de donde yo había nacido, pero podía hablar con los torontinos durante horas sobre música, cine y cómo cambiar el mundo sin tomar el poder.

Esto me recuerda otra cosa: por esa época, un amigo que había redescubierto la Argentina a partir de los cacerolazos de 2001, me intimaba a identificarme más con Atahualpa Yupanqui que con Pink Floyd, algo que yo no lograba. Por mucho que me guste Atahualpa, me siento más cerca del existencialismo de Breathe que de los ejes de su carreta, medio de transporte que nunca usé. Lo cierto es que había un abismo entre esos interlocutores del conurbano y yo, un abismo que me generaba una dosis razonable de culpa (clase media, zurdo… ya lo expliqué). Yo era tan extranjero en una fábrica de Berazategui como Naomi, Avi y el resto de los gringos del equipo.

Llevó tiempo y conocimiento interno cruzar unos puentes que permitieran diálogos honestos. O sea: que ni ellos ni yo recitáramos lo que creíamos que el otro quería escuchar. Obviamente, llegar a lugares perdidos del conurbano con un grupo de canadienses vestidos de una manera que no se veía con frecuencia por allí, no ayudaba, aunque, hay que reconocerlo, eran de lo más sobrios para los estándares del primer mundo.

Durante el documental, con Avi y Naomi (si me permiten que les diga así, ya que trabajé varios meses con ellos) y los otros productores fuimos afinando la puntería sobre qué filmar. Las asambleas se diluían, estaba claro que los piqueteros y los MTD, por muy valioso que fuera su trabajo organizativo, no concentraban una experiencia inspiradora para el primer mundo, y el club del trueque desnudaba sus limitaciones cada vez más evidentes. Poca utopía realizada para una película que buscaba convencer. Así fue que nos quedamos con el fenómeno que para todos resultaba más poderoso en muchos sentidos y que tenía varias patas: las llamadas empresas recuperadas.

En 2003 visitamos cerca de 20 de esas fábricas tomadas y mantenidas en funcionamiento por sus trabajadores intentado encontrar alguna lucha que documentar desde el principio hasta el final. En junio de ese año terminó la filmación. Un par de meses más tarde parte del equipo volvió para filmar el final feliz: Forja San Martín produciendo. El resultado fue  La Toma. Allí, las recuperadas eran un ejemplo de cómo la gente común reinventaba su vida creativamente. Cosas similares, se argumentaba, estaban ocurriendo en otras partes del mundo. Ante la deserción de los políticos, la sociedad no solo elegía la supervivencia mediante el choreo y el paco, sino también por medio de la creatividad y la solidaridad en un sistema que se caía a pedazos.

A mediados de 2003 se terminó la película y me encontré con montón de conocimiento y grabaciones de entrevistas que Avi y Naomi me ofrecieron para mi nuevo proyecto: escribir un libro sobre las recuperadas. Era una forma de devolver a los trabajadores un poco de todo el tiempo que ellos nos habían dedicado. Además, un pago extra, inesperado, me permitió dedicarme durante tres mesesexclusivamente a la escritura. No solo lo terminé, sino que al dueño de la Editorial Prometeo le gustó lo suficiente como para publicarlo. La presentación se hizo en elHotel Bauen, insignia de las recuperadas. Fue uno de los primeros libros sobre un tema que generaría muchos más. Un par de años después me di un gusto enorme:liberar el contenido del libro y publicarlo en la web para que cualquier pudiera leerlo. Es más cómodo ser un cínico canchero (¡y más divertido escribir!), es cierto, pero sin un poco de romanticismo el esfuerzo de vivir cada día se complica.

Siga leyendo aquí

Notas relacionadas