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Opinión

7 de Diciembre de 2013

Todos somos negros: los genes africanos de la humanidad

  Vía Revista Replicante Si el Ku Klux Klan lograra su objetivo y lograra exterminar a todos los judíos, los negros y los hispanos de Estados Unidos, inmediatamente continuaría con los que tienen ojos negros o cabellos oscuros. Indignado, henchido de furia, un mafioso siciliano (Christopher Walken) mata de varios tiros en la cara —en […]

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Vía Revista Replicante

Si el Ku Klux Klan lograra su objetivo y lograra exterminar a todos los judíos, los negros y los hispanos de Estados Unidos, inmediatamente continuaría con los que tienen ojos negros o cabellos oscuros.

Indignado, henchido de furia, un mafioso siciliano (Christopher Walken) mata de varios tiros en la cara —en True Romance (La fuga, Tony Scott 1994)— al viejo y taimado ex policía (Dennis Hopper) para acallar abruptamente la flagrante lección de historia que éste acaba de darle, con el fin de ganar un poco de tiempo a su hijo (Christian Slater), ya encarrerado hacia Hollywood con su flamante esposa y ex puta (Patricia Arquette) y una valija repleta de cocaína.

La lección: siglos ha los moros conquistaron Sicilia y poseyeron a las mujeres de la isla. Dado que los sarracenos tienen sangre negra en las venas, ergo todos los sicilianos descienden de negros. La revelación, como es de suponer, no le hizo mucha gracia al elegante matón de la mafia. Empero, si el simpático Mr. Hopper hubiera ido más atrás en el tiempo habría encontrado que tanto él como sus ancestros más remotos también hincaban sus primigenias raíces genéticas en el desdeñado continente africano.

Iguales pero distintos

De haber vivido en la Alemania nazi hubiera sido fusilado sin contemplaciones, ya que sus conjeturas científicas habrían parecido insoportablemente heréticas a los propagandistas de la charlatana idea de la pureza racial de los arios. Luigi Luca Cavalli-Sforza (Génova, 1922) ha sido llamado “el cronista del viaje más largo jamás contado”1 y es considerado el mayor experto mundial en diversidad genética humana. Cavalli-Sforza —profesor emérito de genética de la Escuela de Medicina de la Universidad de Stanford— es uno de los pocos generalistas que existen actualmente en la Tierra: está al tanto de los últimos descubrimientos en paleontología humana, genética de poblaciones, lingüística, arqueología, antropología y demografía, entre otras disciplinas, lo que le permite adelantar predicciones y conclusiones preliminares sobre los avances en la investigación de los orígenes del hombre, su lenta expansión por todos los continentes y su diversificación en varias razas.

Desde los principios mismos de la gran expansión, y de manera simultánea con su diversificación, el hombre no ha dejado de mezclarse entre sí. Si bien grandes núcleos humanos permanecieron aislados durante extensos periodos y definieron ciertas características superficiales, éstas nunca han sido uniformes ni exclusivas de una sola variedad.

Grosso modo, la teoría del investigador italiano —que, a su vez, condensa y sintetiza otras teorías recientes—, sugiere que en el este africano, hace cien mil años, aproximadamente, un centenar de miles de hombres —la población humana original, que en casi nada se diferenciaría del hombre contemporáneo, salvo que andaban semidesnudos y un tanto desaliñados— dio comienzo a la inexorable expansión —más que migración, ya que ocupaban nuevos territorios sin abandonar los anteriores— de nuestra especie en el mundo. Siempre en busca de nuevas tierras, en cuarenta mil años habían alcanzado ya las costas de Australia —mediante rudimentarias técnicas de navegación—, no sin antes colonizar sucesivamente las tierras del sur de Asia y poco después las estepas del Asia central, la desierta Mongolia y las heladas tundras. Les llevó aún 25 mil años más para arribar a Europa y otros diez mil para cruzar el estrecho de Bering, entonces tierra firme, para volverse americanos —y después de exterminar a otras ramas humanas, como el Neanderthal, o haberse mezclado con ellas.

Esto fue posible gracias al desarrollo del lenguaje —y consecuentemente de la tecnología—, ya que antes de emprender una expedición se enviaban exploradores que regresaban para informar de lo que habían visto en los nuevos paisajes vírgenes. Una de las conclusiones más importantes de Cavalli-Sforza es que los cinco mil idiomas que se hablan en nuestros días se derivan del lenguaje primigenio que hablaba aquella población original, de la misma manera en que la adaptación a los diferentes climas y geografías dio origen progresivamente a las diversas variedades.

De las diez mil poblaciones que hay en el mundo, Cavalli-Sforza ha hecho una selección de algunos de sus integrantes para analizar tanto el cromosoma Y como el ADN mitocondrial y seguir completando, a partir del estudio de las variaciones genéticas, el intrincado y cambiante mapa de la evolución humana. La evolución de las lenguas puede ser estudiada más fácilmente —dice el investigador— si se conoce la historia genética, ya que se correlaciona íntimamente con la diseminación de las poblaciones; esto es importante porque se pueden hacer predicciones de una disciplina a partir de otra.

El gran viraje

La afirmación de la pureza de las razas —venga de quien venga: supremacistas blancos o fundamentalistas de cualquier credo— no es más que un mito estúpido. Desde los principios mismos de la gran expansión, y de manera simultánea con su diversificación, el hombre no ha dejado de mezclarse entre sí. Si bien grandes núcleos humanos permanecieron aislados durante extensos periodos y definieron ciertas características superficiales (color de piel, iris y cabello, ojos rasgados o redondos, estatura y complexión, forma del cráneo —braquicéfala o dolicocéfala— y de la boca, etcétera), éstas nunca han sido uniformes ni exclusivas de una sola variedad. “Entre los africanos”, explica Cavalli-Sforza, “hay enormes diferencias: hay más de mil grupos de africanos que hablan lenguas distintas, y que se llaman a sí mismos de una manera diferente”, además de las evidentes variaciones físicas entre muchos de ellos, de los gigantes nubios de las llanuras etíopes hasta los pigmeos del África central, los hotentotes al sur y los negros azulosos del Níger.

Pasa lo mismo con los europeos, que pueden ser altos y rubios como los nórdicos, menos altos como los del centro y el oriente, trigueños como los mediterráneos y pelirrojos como los de ascendencia celta en Bretaña, Galicia e Irlanda e incluso como los numerosos pueblos arios, semíticos y camíticos del Cáucaso, el norte africano y el Asia Menor: bereberes, árabes, judíos, kurdos, iranios, turcos, afganos y tantos más. (Los lapones, al norte de la península escandinava, son una antigua mezcla de vikingos y mongoles: la islandesa Björk y la sueca Agnetha, del grupo Abba, podrían ser representantes prototípicas de esta etnia.)

El catálogo de los pueblos asiáticos, australianos y polinesios es igualmente desconcertante: de la península arábiga hasta el archipiélago japonés (donde habitan no solamente individuos amarillentos y de ojos rasgados, sino el extraño y poco estudiado pueblo aino, de piel clara y ojos de tipo occidental), atravesando las interminables llanuras del Asia central, la India y las millares de islas que se pierden en el Pacífico, los pobladores muestran los fenotipos más variados, resultado de cientos de mezclas milenarias. Los indios americanos, por su parte, en modo alguno son homogéneos, como lo prescribía el racismo de los colonizadores europeos. Basta echar un vistazo a los gigantes tepehuanes de Durango y a los onas de la Tierra del Fuego, a los minúsculos mayas de Yucatán y Guatemala, a los musculosos tarahumaras de Chihuahua y a los rozagantes inuis del ártico canadiense.

El mestizo universal y el judío errante

Los turistas se sorprenden al encontrar rubios de ojos claros entre los bereberes africanos o pelirrojos entre palestinos, sirios y jordanos, amén de judíos de casi todas las naciones del mundo. Sin embargo, un vulgar turista no tiene por qué saber que los alanos —una antigua tribu teutona— establecieron señoríos en Sicilia y el norte de África, que los celtas fundaron el reino de Galacia en el Asia menor y que varios pueblos ucranianos se convirtieron al judaísmo en los siglos pasados. A pesar de todo esto, la idiosincrasia de los pueblos tiende siempre a destacar los rasgos diferentes de “los otros” y en consecuencia a uniformarlos: todos los mexicanos son prietos y grasosos, dicen los rancheros texanos, y Roger Bartra, en La jaula de la melancolía, menciona que los españoles eran los holgazanes de la Europa renacentista, y que a su vez, en venganza, endilgaron ese adjetivo a los aztecas y demás pueblos mesoamericanos.

A nuestros ojos, chinos y tibetanos parecen iguales, pero los primeros acusan a los segundos de supersticiosos y displicentes… Sin embargo, las miles de guerras e invasiones históricas, así como las interminables migraciones masivas y los viajes e intercambios cada vez más frecuentes de los distintos grupos humanos, han hecho que cada vez más nos parezcamos unos a otros.

 

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