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Opinión

28 de Diciembre de 2013

Maravillosa columna: “Inventarios”

Vía El País de España El año casi concluido es un cuaderno en el que ya solo quedan por escribir una o dos páginas; una habitación imaginaria y privada en la que se han guardado como en un gabinete de curiosidades todos los descubrimientos de estos 12 meses; uno de esos libros de registro en […]

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Vía El País de España

El año casi concluido es un cuaderno en el que ya solo quedan por escribir una o dos páginas; una habitación imaginaria y privada en la que se han guardado como en un gabinete de curiosidades todos los descubrimientos de estos 12 meses; uno de esos libros de registro en los que se ha anotado con cierto esmero caligráfico el inventario de cada uno de los libros leídos, los discos que se han escuchado, los cuadros y esculturas y fotografías delante de los cuales uno se ha ido deteniendo a lo largo de este tiempo.

La memoria es todavía más frágil de lo que parece. Intenta recordar sin ayuda lo que has hecho estos últimos días y encontrarás sobre todo grandes espacios en blanco, horas borradas, encuentros que no han dejado huella. Conozco a personas codiciosas que anotan uno por uno los libros que van leyendo, las películas que ven. Yo me pregunto muchas veces, no sin tristeza, por la huella que me ha dejado todo lo que he leído, por lo que quedará de tantas páginas que recorrí muchas veces con una rapidez excesiva, por distracción o por el simple hábito de devorar lecturas, que se parece tanto, por lo compulsivo y poco saludable, al de devorar comida.

Uno quiere creer que una parte de lo borrado de la memoria consciente forma parte de un suelo fértil que lo sigue nutriendo aunque no piense en él; una riqueza atesorada que ayuda a dar alguna forma de solidez a su vida, un fundamento a sus ideas y a sus impresiones. Pero también sospecha que, igual que hay demasiado de todo en cualquier ámbito del comercio y del consumo, también lo hay en estos mundos en apariencia más espirituales de las artes y los libros, y que la multiplicación abrumadora de la novedad puede llevar más al aturdimiento y a la ansiedad que al disfrute provechoso.

Quizás hay demasiadas cosas en ese cuarto privado del resumen del año, igual que las hay casi en cualquier habitación, en cualquier acera y en cualquier calle, demasiados mensajes en cualquier bandeja de entrada. Quizás uno ha querido glotonamente abarcar demasiado. Cómo se aprende a marcar limitaciones juiciosas, a contener apetencias irresistibles, que tienen en el fondo un arraigo infantil, una pulsión de deseo y felicidad que viene del tiempo en el que uno se quedaba delante de los escaparates mirando cosas que pertenecían a la realidad y estaban al alcance de la mano y a la vez eran tan fantásticas como si existieran en la cuarta dimensión de las pantallas de cine y de los espejos: álbumes de Tintín, trenes eléctricos, pistas de Scalextric.

Con los años, a mí se me acentúan dos impulsos en permanente discordia. Por una parte, siento un deseo cada vez mayor de simplicidad; por otra, se me despierta una curiosidad cada vez más variada. Quiero viajar menos, tener menos cosas, trabajar en habitaciones más despejadas, enredarme en menos compromisos. Pero también me llaman la atención más cosas de las que me interesaban cuando era joven, y si eso hace la vida más entretenida y ensancha la diversidad de las aficiones y la lista de lecturas también contiene un peligro grave de dispersión, de superficialidad, de mareo.
Hace veinticinco, treinta años, casi lo único que me importaba de verdad era la literatura, o más exactamente las novelas. Leía novelas, las imaginaba, intentaba escribirlas. Lograba terminar una y me faltaba tiempo para ponerme a trabajar en otra. Me fijaba ávidamente en cómo estaban hechas por dentro las novelas de otros para aprender a escribir las mías. Con la excepción de Borges, mis héroes eran todos novelistas, una abrumadora sociedad secreta de maestros a los que rendía culto estudiando sus textos sagrados con una atención fanática. Cervantes, Dickens, Galdós, Faulkner, Onetti, Joseph Conrad, Henry James, Proust, Flaubert, lo más alto, el desafío perpetuo, la orgía perpetua. Luego llegaron Nabokov y Joyce, Philip Roth, Melville, Virginia Woolf.

Desde luego que todavía venero cada uno de esos nombres, y algunos más. Incluso creo que la admiración se vuelve más profunda según me hago mayor y descubro en ellos matices de la experiencia y de la expresión que de joven no supe advertir. Pero a lo largo del tiempo me he ido desprendiendo de aquel monoteísmo de la novela. Se ha ensanchado mi idea de la literatura, y el campo de mi curiosidad abarca ahora cosas en las que tardé mucho en reparar. Yo no sabía que del conocimiento de lo real se pudiera disfrutar tanto o más que de lo inventado.

O como dice Richard Feynman, que haga falta un esfuerzo mayor de la imaginación para comprender lo que existe que para comprender lo que no existe. Si intentara un repaso de lo que he leído este año, es seguro que en la lista habría menos libros de ficción que de otras materias.

El placer de sumergirse de verdad en una gran novela no se parece a ningún otro, pero yo he disfrutado igual de libros de historia, o de viajes, o de música, o de divulgación científica, o de ecología, o de memorias, de biografías de músicos o de pintores, de ensayos sobre las ciudades o sobre las religiones antiguas o el arte paleolítico. Algunos los he visto recomendados por ahí y otros, tal vez los mejores, los he encontrado por pura casualidad, mirando un escaparate o curioseando por los anaqueles de una librería, navegando por páginas improbables en las que una pista lleva a otra y una búsqueda obstinada llega al descubrimiento feliz de lo que no se sabía que existiera.

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