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Cultura

20 de Octubre de 2014

Adelanto de “Historias extremas”, el libro que recopila las mejores crónicas de Federico Bianchini

El jueves 6 de noviembre en la FILSA, Ceibo ediciones lanzará el libro "Historias extremas", una selección de crónicas del periodista argentino Federico Bianchini, editor de la revista Anfibia y colaborador en diarios y revistas de Latinoamérica y Europa. Aquí uno de los textos escogidos: "La historia de un rescate (Locura y pasión en la cima del mundo)".

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portada
La historia de un rescate
(Locura y pasión en la cima del mundo)

Resignaron su récord para salvar la vida de otro alpinista. La polémica detrás del oxígeno que algunos se niegan a usar aun al borde de la muerte, y los 50 mil dólares que puede costar la conquista del Everest. Los mellizos de la montaña y los códigos que se manejan en el más extremo de los deportes.

Por Federico Bianchini

En la foto se ve el cielo nepalés veteado por nubes difusas, el desnivel de la montaña, la nieve, lo áspero de las rocas: la inmensidad del Himalaya. Se ve, en primer plano, de espaldas, a un hombre, con una enorme mochila gris, una campera roja y botas con crampones, que mira hacia un punto no tan lejano en dirección a la cima. Y más allá, donde termina la nieve y aparecen las rocas, se ve también un bulto amarillo.

En la foto no se ve que ese bulto amarillo es un alpinista que hace dieciséis horas espera que alguien lo ayude. Estática, la imagen no muestra que el hombre de espaldas, que hace un día subió al Everest, que hace menos de tres horas salvó de la muerte a una pareja, va a rescatar, también, al alpinista de campera amarilla. No se ve, tampoco, lo que vendrá después: las denuncias por abandono de persona, el sentimiento de culpa de quienes no pudieron ayudar, las peleas, las notas a los argentinos heroicos, el debate por el uso de oxígeno, de corticoides, las amputaciones, la discusión sobre si esto sigue siendo un deporte o si todo se transformó ya en un negocio inmenso.

Y sin embargo, esta foto, que no podrá ser publicada por un acuerdo entre rescatado y rescatistas, dice mucho más de lo que muestra. Dice que hay cosas que se cuentan y otras que quedan allá arriba, enterradas en la montaña.

El domingo 22 de mayo, alrededor de las dos y media de la mañana, camino a la cima del monte Lhotse, en Nepal, el andaluz Manuel “Lolo” González se dio cuenta de que no tenía su piqueta. Volvió a la carpa a buscarla. Cuando retomó el sendero sintió de golpe unas irrefrenables ganas de ir al baño. La falta de inodoro a ocho mil metros de altura y el traje preparado para soportar vientos de cien kilómetros por hora hicieron que la cotidiana acción demorara más de lo previsto. Sus compañeros de cordada siguieron subiendo. Él llegó a la cumbre a las tres y media de la tarde.

Lolo se acuerda de que en la cima de la montaña se sacó una foto con el iraní Mahdi Amidi. Se acuerda de que el hombre le dijo que prefería esperar a una pareja de españoles que habían quedado retrasados; que empezó a bajar tranquilo, disfrutando del paisaje. Se acuerda de que a las siete de la tarde armó el teléfono satelital, llamó al campamento base, pidió que le llevaran agua caliente. Después, no se acuerda de nada más. En realidad, se acuerda de los sueños que, cree, hicieron que se moviera, que caminara en medio de la noche helada. De esas cuatro alucinaciones por las que hoy está vivo.

Una. Sobre la ladera de la montaña hay casas incrustadas en la nieve. Desde las puertas se asoman nepaleses que le hablan, le dicen que siga, le indican el camino.

Dos. Tres guardaparques vienen a pedirle ayuda. Dicen que se les rompió el auto. Lolo hace un llamado por teléfono y, al rato, llegan tres hombres que arreglan el problema: le ofrecen alcanzarlo a algún lugar. Él responde “no”: prefiere quedarse por ahí.

Tres. Un sherpa le pregunta por un nuevo hotel que han abierto en la zona. Caminan juntos, suben por la pendiente hasta llegar a una moderna construcción. Más tarde, otro sherpa. También busca el hotel. Él lo acompaña. Luego, una mujer. Lolo va con ella pero protesta, se pregunta qué pasa que todo el mundo viene a preguntarle, hoy, dónde diablos queda ese lugar.

Cuatro. Camina en la nieve, un rato largo, hasta llegar al campo base. Sin embargo, ahí, no hay nada.

Piensa: han quitado las tiendas, han sacado todo. Está amaneciendo y él está cansado. Piensa: me voy a tumbar un poquito, con buena luz, seguro, encuentro el campamento. Se acuesta a dormir. Allí, en un rato, lo encontrarán los argentinos: Damián Benegas y Matías “Matoco” Erroz.

Pero no todavía, porque a Damián le faltan seis horas para llegar a esa altura: ahora está en su campamento, junto con su compañero Matoco, descansando luego de hacer cumbre en el Everest. El objetivo siguiente es subir al Lhotse (8.516 metros) y al Nuptse (7.861 metros), hacer las tres cumbres sucesivas y lograr, así, un récord; pero entra una llamada de radio: es su hermano mellizo, Willie, desde el campo base, que le dice que hay un problema.

— Sé que una persona no llegó al campo cuatro: está perdida. Del resto de la expedición, cinco o seis españoles, no se sabe nada.

Y como si algo se le hubiera encendido dentro, Damián se pregunta qué hacer. Trata de averiguar dónde pudo perderse el hombre. Si salió a tal hora, si llegó a la cumbre, si la última comunicación satelital la tuvo… y después no se sabe nada más: debería estar acá.

Cuando todo haya pasado, varios de los alpinistas que estuvieron esa noche en la montaña saldrán a defenderse de las críticas por haber abandonado a un compañero, por haber dejado morir a una persona. Aclararán que ellos no fueron juntos. Dirán que eran escaladores independientes, que no estaban todos en el mismo grupo. El español Lolo, que será rescatado por los argentinos, comparte carpa con Juanjo Garra y con Juanito Oiarzabal. Garra, en declaraciones a una revista española confesará haberse sentido mal por la situación. “Me duele no haber tenido la fuerza y el coraje para ir por él. Desde el campo base nos dijeron que bajásemos, pero ésa no es excusa”. Oiarzabal, en cambio, dirá: “Yo iba solo, compartiendo el permiso de la expedición con algunos alpinistas que conocía. Pero nuestra responsabilidad colectiva se acababa en el campo base. A partir de allí comenzaba la responsabilidad personal”.

Aún falta para eso. Damián y su compañero Matoco recién salen a buscar al hombre que está perdido. Sin embargo, cuando ven a lo lejos una mancha amarilla, escuchan más cerca los gritos de ayuda: el resto de la expedición. Primero, lo urgente. Luego, deciden, irán por el cadáver. Dentro de una carpa encuentran a dos españoles: la burgalesa Isabel García y el vizcaíno Roberto Rodrigo: él, muy mal. Ciego, ¿con edema cerebral?, y con los dedos negros. El frío es como el fuego: avanza sobre la piel y quema, deja ampollas de primero, segundo, tercer grado. Si el frío llega al hueso, no queda opción, habrá que amputar.

Aunque ahora eso no se piensa, porque lo que hace Damián es sacarse la máscara de oxígeno, para dárselas. Ellos, no entienden demasiado, le preguntan quién es. Les explica: les va a pasar la máscara, vino a rescatarlos. Y ellos, entonces, dicen que no. Y Damián: “¡Estoy acá arriesgando mi vida por ustedes! ¡Ya se murió otra persona en esta montaña, no quiero que se muera nadie más!”. Pero los españoles insisten. La verdad, oxígeno ellos prefieren no tomar.

En 1978, después de que el italiano Reinhold Messner demostrara que el cuerpo humano soporta un ascenso al Everest sin ayuda, empezó la polémica. Y a pesar de que el oxígeno está clínicamente exigido para quienes suben a más de 7.000 metros; de que la Agencia Mundial Antidopaje no lo considera doping; de que éste no es un deporte reglado (no hay puntos, controles ni clasificación), en algunos lugares como el País Vasco, donde empresas y gobiernos financian a sus deportistas, el hecho de ponerse la mascarilla unos segundos puede significar la pérdida del patrocinio. Que aunque uno haya llegado a lo más alto de la montaña, otros escaladores digan que no, que esa cumbre no cuenta. La polémica existe. Y los que se oponen a esta rigidez se preguntan por qué entonces la dexametasona, un fuerte corticoide, que los españoles usan cuando sienten que no dan más, que están entrando en edema cerebral, no es doping. Y dicen también que quienes hablan de la pureza de la escalada dependen de expediciones comerciales que usan oxígeno: que suben primero y ponen cuerdas fijas que ellos, después, van a usar en silencio.

Hoy, sentado en la oficina de un negocio de ropa de un shopping de Buenos Aires, un mes después del rescate, el mate en la mano, Damián Benegas dice que en ese momento, en esa carpa, no era él. Era un ser desensibilizado tratando de salvar a otra persona. Era una máquina de reaccionar. “A veces pienso: pobre flaco el español. Pero yo tenía enfrente dos personas que no querían ser ayudadas”.

Además de deshidratación, la falta de oxígeno puede provocar cambios en los parámetros sanguíneos, daños en los pulmones, el nervio óptico, el cerebro. Puede hacer que el corazón de una persona, de un segundo a otro, deje de latir.

Escribe en su blog el español Roberto Rodrigo la crónica del rescate; él ciego, los dedos congelados: “Son argentinos. Llegan a la tienda y nos dicen que vienen a rescatarnos. A mí me colocan directamente una bombona de oxígeno (mira por dónde, yo que siempre he estado en contra de llevar oxígeno, incluso de emergencia… pero en las circunstancias en las que estoy creo que me puede ayudar a salir de aquí) y me vendan los ojos totalmente. A Isa también le quieren poner el oxígeno pero ella no quiere ya que dice que no lo necesita, se encuentra bien. Prefiere que me lo pongan a mí. La verdad es que ella estaba cansada después de tantas horas bajando, pero la conozco y sé que podía salir de allí sin él; de hecho así lo hace. Un argentino se enfada y arremete contra ella diciendo bastantes burradas (los nervios son traidores y malos consejeros, así que no le doy más importancia)”.

Un sherpa sube y ayuda a Roberto Rodrigo, ciego, con congelamientos en manos y pies a bajar hasta el campo dos, donde lo vendría a buscar un helicóptero. Isabel García baja con el iraní Mahdi Amidi.

A través de la radio Willie, que está junto con otras personas en el campamento base coordinando el rescate, le dice a Damián: “Bueno, ahora, antes de ir a buscar el cuerpo, descansá, comé algo”. Y Damián, que ahora ceba un mate caliente, dice que a su hermano le presta atención hasta un momento. “Estoy a ocho mil metros. Dejame hacer las cosas tranquilo”.

Veinte grados bajo cero de temperatura, vientos de cuarenta kilómetros por hora, Damián, campera de duvet, máscara de oxígeno, movimientos lentos como los de un astronauta, vuelve a ver a unas diez cuadras hacia arriba, lo que supone es un cuerpo muerto. La foto que no será publicada.

Cuando en la montaña un alpinista encuentra un cadáver, se acerca y lo ata a una piedra, para que el viento no lo vuele, la nieve no lo tape, para que no se convierta en un desaparecido más. “No hay nada peor para una familia que no saber qué pasó. Desconocer dónde está el cuerpo es no tener un final. Entonces uno suele ir, poner un clavo en la roca, y sacar una foto”, dice Damián.

Entonces sube y lo ve tirado, en posición fetal, y piensa en una película de terror. Por radio, se comunica con Willie, le pregunta cómo se llama esta persona. Y Willie, desde el campamento base, dice: Lolo. Y Damián piensa: voy a gritar y si no se mueve, al menos, los malos espíritus van a alejarse. Y Grita: ¡Lolo! Y el cuerpo, la mancha amarilla, a unos cien metros de él, se estremece y entonces él dice: “¡Shit!”. Porque ahora es cuando realmente las cosas se complican. A más de ocho mil metros de altura, una cuadra son diez cuadras, un paso son diez pasos y si uno se saca la mascarilla de oxígeno y no se mueve lento, como si estuviera actuando, es probable que nada salga bien.

— Willie, ¿Y ahora qué hacemos?

Y Willie, a dos meses de aquel día, sentado en una oficina de un canal de televisión, dice que el escenario es como el que se le plantea a un bombero frente a un incendio. Está apagando las llamas en el primer piso y le avisan que en el cuarto hay una vieja, sola, con su gato: nadie quiere meterse dentro de ese fuego. Cualquiera tiene un miedo atroz. El cansancio de haber hecho cumbre en el Everest el día anterior, el estrés, la poca comida (barras energizantes, mucho mate), las veinte horas que faltaban hasta llegar abajo con una persona viva, sin máscaras de oxígeno, sin una camilla. “Si el rescate no se puede hacer, no se hace. La persona quedará ahí arriba”, dice Willie aunque también dice que si uno toma la decisión de meterse en el fuego, después, es casi imposible volver atrás.

Su hermano Damián, que subió la escalera con las llamas bajo los pies, cree que no existe un código de montaña. Dice que el respeto hacia la vida es uno, que se cumple ahí, en una ruta o en el medio de un valle. “Hubo personas que me dijeron: qué bajón que al final no pudiste terminar la expedición, llegar a la cima de esas tres montañas. Y mi respuesta fue que salvamos tres vidas. Y que las tres cumbres van a seguir ahí, pienso que pueden esperarme”.

—Esperá un poco. No te acerques. Pensá bien lo que vas a hacer —dice Willie, desde lejos, ahora preocupado.

Damián, desoyendo a su hermano, se acerca a Lolo. Le habla, le pregunta cómo está. El español, todavía confundido, pide dexametasona.

— No te pongas abajo, ni al lado. Trabajá desde arriba. No te ates a él, que si se cae te lleva. ¿Ok? Anclenlo a una roca. Tenés hasta las cuatro de la tarde, Damián. Estén donde estén, el rescate termina a las cuatro y ustedes vuelven. No largués el oxígeno. No me importa: no largues el oxígeno.

Lolo abre los ojos y durante unos segundos no entiende dónde está. No siente las piernas, piensa que se cayó, que las tiene quebradas. Matoco consigue atarlo a una roca. Ahora, tienen que trasladarlo 150 metros hacia la izquierda. ¿Cómo? Como sea.

Damián, el mate en la mano, recuerda que de a ratos miraba atrás, se fijaba si su rescatado seguía vivo. “Che, Lolo, ¿estás bien? Y si no me decía nada: ya está, buenísimo, lo dejamos acá, mañana lo buscarán. Pero siempre estaba ahí; atento. Incluso preguntándonos cómo estábamos nosotros”.

Y hoy, el sobreviviente dice que si alguien que no practica este deporte, que no conoce de qué va la historia, ve cómo se arrastra a un rescatado en el medio de la montaña, puede pensar cualquier cosa. “Puede parecer que es violencia injustificada. Pero si para que reaccione hay que darle dos tortazos, habrá que dárselos”.

Pasó. En febrero de 2009, el canal 7 de Mendoza emitió una filmación del rescate fallido del guía Federico Campagnini en el Aconcagua. Los diarios hablaron de crueldad, el Gobierno provincial echó al jefe de la patrulla, el padre del guía dijo que a su hijo lo dejaron morir. “El video fue una edición de cinco minutos de un proceso que duró dieciséis horas”, dice Willie Benegas, que estuvo en el rescate. Y dice que los contextos son distintos, que no se puede analizar una situación con los parámetros de otra. Que no todo es tan simple. Que el rescatista tiene que ser directo, frío, mantener alta la adrenalina, estar en actitud de enojado. Que si se sacara un guante para limpiarle la nieve de la cabeza al rescatado y el guante se volara, habría que amputar, como mínimo, uno o dos dedos.

“Hasta que llegamos a la cuerda fija, Damián me daba unos empellones, unos empujones para arriba que eran increíbles —dice por teléfono Manuel Lolo González—. Pero no estuvo mal. Sin esos gritos, dándome besos, yo no iba a reaccionar”.

Antes de tomar el mate, Damián dice que Lolo quería vivir. Que parecía un borracho caminando en una calle desierta: se paraba y de nuevo al piso, pero que puso todo. Lo que tenía y más.

“Yo estaba seguro que si no llegaba hasta el último aliento, me quedaba ahí —dice Lolo—. En un rescate no podés poner en peligro la vida de los rescatadores por salvar a una persona que, en cierta medida, ya está muerta”. Esa persona, moribunda, era él. Y por su actitud, por la ayuda de Damián, de Matoco, de Willie, por varias cosas más, pudo sobrevivir y hoy está, según dice, eternamente agradecido. Sin embargo, no cree que Damián y Willie sean héroes. “Son buena gente. En la montaña no hay héroes. Hay personas que se juegan la vida por ayudar a alguien con un problema. Si uno los compara con gente de ciudad, son héroes. Pero nuestra escala de valores es distinta”.

Dicen varios que Lolo tuvo mucha suerte. Que se salvó porque el accidente lo tuvo en una montaña llena de expediciones comerciales como el Everest-Lhotse (comparten campo base), donde había gente como Damián y Willie Benegas, que acompañaban a unos clientes. Dicen otros que la situación ya es insostenible. Y que todo se convirtió en un gran negocio. Pese a los costos, durante algunos meses en el campamento base coinciden más de 500 alpinistas.

Para subir al Everest hay que pagar un permiso al gobierno de Nepal de 10 mil dólares, hay que pagar el oxígeno (la botella de cuatro litros comprimidos, que dura de tres a seis horas, cuesta 1200 dólares), hay que pagarles a los sherpas. Si uno sube solo, el presupuesto oscila entre 30 mil y 40 mil dólares. Si uno contrata a una expedición, entre 40 mil y 50 mil. “La montaña ha perdido su esencia. Lo peor es que la masificación y el ritmo impuesto por los intereses de las expediciones que llevan clientes hace imposible poder practicar otra clase de alpinismo”, comentó Juanito Oiarzabal a la revista española Desnivel.

Y sin embargo, más allá de la rentabilidad, del buen negocio, detrás de todos esos números, hay otra cosa que impulsa a estos hombres: algo que Manuel Lolo González llama “un veneno”; algo que llevó a que los dos mellizos criados como pescadores marisqueros en la Península Valdés leyeran y leyeran libros de alpinismo y escalasen la chimenea de su casa, y viajaran hasta llegar a la cumbre de la montaña más alta del mundo para pensar, luego, a cuál subirían después. Eso que permitiría entender la respuesta de Isabel García, luego de que Juanjo Garra y su grupo le dijeran que, a esa hora, seguir subiendo era arriesgado: llegaremos a toda costa. Eso que explicaría que después de estar 43 días en cama un hombre como el vizcaíno Roberto Rodrigo escriba en su blog: “Mi intervención se aceleró debido a una infección y después de amputarme todos los dedos de los pies, no puedo sino pensar que soy muy afortunado: los médicos consiguieron salvarme los apoyos de los diez metatarsianos”. Que otro hombre como Lolo, mientras es arrastrado en medio de la nieve, sienta envidia de quien lo arrastra, por pensar que está haciendo un admirable trabajo de rescate. Que este mismo hombre, después de haber pasado dieciséis horas delirando a más de ocho mil metros de altura, de haber perdido el dedo gordo del pie izquierdo, una falange y media del segundo, otra falange del tercero, tenga dudas sobre cómo va a reaccionar cuando vuelva a pararse frente a una montaña de más de ocho mil metros. Porque, dice, sin ninguna duda, va a volver a pararse frente a una de esas montañas.

Detrás de los números, el negocio, la solidaridad y la culpa, los golpes y los gritos, el oxígeno y las amputaciones, hay otra cosa.

Detrás, está eso que no todos llaman pasión.

Esta nota fue publicada en la revista Brando en septiembre de 2011.

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