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Cultura

12 de Diciembre de 2014

Columna: La lista del curso

Reunión de curso generación 74, Seminario Menor de Santiago. Ese colegio, de alguna manera u otra, siempre me ligó al poder. Traté de olvidarlo haciéndome el desposeído y habitando pueblos abandonados, incluso trabaje de profe, pero fracasé. Todo empezó cuando Allende, en aquella época, nos llevó a dedo; a mi amigo Felipe Etcheverry y a […]

Marcelo Mellado
Marcelo Mellado
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Reunión de curso generación 74, Seminario Menor de Santiago. Ese colegio, de alguna manera u otra, siempre me ligó al poder. Traté de olvidarlo haciéndome el desposeído y habitando pueblos abandonados, incluso trabaje de profe, pero fracasé. Todo empezó cuando Allende, en aquella época, nos llevó a dedo; a mi amigo Felipe Etcheverry y a mí. El compañero Allende, presidente del Senado en ese entonces, iba en su Mercedes e hizo de chofer nuestro y nos convertimos en compañeros de él. Veníamos del colegio y jugábamos a quién tomaba más micros (incluyendo los trolleys, que tienen mucha importancia en esta historia); todo esto aconteció frente al Estadio Italiano un viernes primaveral. El país entraba en proceso de cambios, no de reformas. Pasaron los años y harta agua pasó bajo los puentes, pero el destino quiso que esos mismos compañeros nos reencontráramos en Valpo, 40 años más tarde.
En ese curso el poder estaba naturalizado, porque mis compañeritos pertenecían a una fauna potente, compuesta, en parte, por unos exiliados brasileros, nada menos que Joaquim Freire (hijo del gurú Paulo Freire y con quien cantábamos canciones revolucionarias, hoy es un gran guitarrista) y Plinio Sampaio (hoy asesor de Lula). En ese curso estaban también Marco Antonio Pinochet (sí, el mismo) y Sergio Garín, que componían la casta militar. Los otros eran familias católicas DC, algunos proletas integrados y más de alguno con vocación religiosa; entre estos últimos el Tato, después conocido como el Cura Tato. Era un zoológico experimental, un mundo distinto y algo diverso, ¡qué duda cabe!

Todo ese pasado se me hizo presente por culpa de nuestro compañero jesuita, el padre Javier que nos juntó a casi todos, presencial o digitalmente. “La infancia es la única patria”. Esa frase, enviada desde Madrid por nuestro compañero español Marcelino Gavilán, marcó el encuentro. Javier Ossa hizo la operación de inteligencia para ubicarnos a todos, además puso su casa (Casa de Ejercicios, único albergue de verdad). El agente jesuita hizo de la lista de curso un archivo histórico.

Fueron tres días “recluidos” en un espacio levemente conventual. Todo partió el viernes en la tarde en Valpo. Venían de Santiago, otros del sur y algunos de Venezuela y Costa Rica. Se trataba de un listado escolar o registro alfabético como ejercicio de una memoria esquiva, centrada en apellidos, más que en nombres, como Egaña, Corvera, Pinto, Neuman, Gutiérrez, Lacalle, Valenzuela… Sin duda fue un acto espiritual y político que solo podíamos protagonizar testigos insólitos de una época rara. El correlato histórico quiso que una memoria entrañable y persistente se configurara en un encuentro con comidas, brindis, misa y paseo. Habíamos sido parte, sin mucha conciencia de ello, de una experiencia educativa auspiciada directamente por el espíritu del Concilio Vaticano II, en que se jugaban cuestiones mucho más radicales que ahora. Valores como la diversidad y la inclusión, que hoy día se buscan obsesivamente, eran una obviedad para nosotros. Hay que agregarle a ello un Sistema de Confianza, el protocolo que mediaba las relaciones entre alumnos y educadores. Siempre eché de menos esa honestidad brutal que nos convocaba. Pero la guerra fría nos victimó con su maniqueísmo y las patologías estructurales que cuesta tanto fiscalizar. Vino el golpe de Estado y nos dispersamos, aunque algunos ya habíamos emigrado en un contexto que preanunciaba la debacle.

En ese contexto de reencuentro, nuestro jefe espiritual, aprovechando que yo vivo en Valpo, me asignó la tarea de guía turístico de la ciudad patrimonial. El sábado por la mañana tomamos un trolley en Avda Argentina que nos llevó a Plaza Sotomayor y de ahí subimos por el Ascensor El Peral hacia el cerro Alegre. Hicimos un break platicador en el mirador Gervassoni y una breve visita a una casa restaurada, dirigida por nuestro pastor, luego bajamos por la escalera del pasaje Bavestrello (el de la fotografía clásica de Sergio Larraín) hasta el corazón de Cerro Alegre y por el ascensor Reina Victoria hasta la plaza Aníbal Pinto en que tomamos el trolley de regreso. Todos súper bien comportaditos y con mucho espíritu de camaradería, y con plena conciencia de que el mundo es irremediablemente otro, y de que nos tocó el dudoso privilegio de ser testigos de ese abismo.

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