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Mundo

3 de Junio de 2015

El sufrido relato de hambre, torturas y hacinamiento de los sobrevivientes al tráfico de personas en Asia

Uno de los jóvenes cuenta de una uña reventada que los traficantes le arrancaron en torturas mientras exigían un pago que finalmente su madre acometió vendiendo la casa y lo que tenía y pidiendo un préstamo. Hermano mayor de una humilde familia de siete hijos, el traficante rohinyá que gestionó su marcha vio en él el candidato idóneo. El negocio del tráfico de personas en Bangladesh tomó volumen por la inacción de las autoridades y hoy los bangladesíes, que comenzaron a tomar interés a mediados de la década pasada, constituyen la mayoría en los barcos que parten.

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foto esposas referencial

Dejaron sus aldeas en Bangladesh bajo la promesa de una vida mejor en Malasia y se encontraron un tortuoso viaje de muchos meses por mar, jungla y centros de detención marcado por el hacinamiento, el hambre, la extorsión y la tortura. Hoy lo cuentan arrepentidos.

Son supervivientes de las zarpas de una extensa red regional de tráfico de personas que estalló en forma de crisis humanitaria en mayo con más de 3.000 inmigrantes de clase baja bangladesíes y de la minoría musulmana rohinyá llegando en barcos a las costas de varios países del Sudeste Asiático.

El joven Zakirul Islam no vio nacer a su hijo, que hoy corretea inquieto junto a su padre en la destartalada casa de la familia en una aldea boscosa cercana a la población costera de Cox’s Bazar, en el sureste de Bangladesh.

Su odisea concluyó en agosto de 2014, ocho meses después de partir en un viaje que hoy persuade en números similares a rohinyás y bangladesíes.

Los suyos no tuvieron contacto directo con él en ese tiempo.

“Un conocido de un amigo tenía un hermano en Malasia y me dijo: ‘Tienes que venir, aquí se vive bien’. Me prometió que podría devolver el dinero una vez consiguiera un empleo. No lo pensé mucho, pues la opción de emigrar legalmente al extranjero era más costosa y complicada”, cuenta.

Tras pasar una semana en un campamento en la costa, Zakirul tomó una noche un bote con una decena de personas hasta un pesquero de mayor tamaño cerca de la isla de San Martín, frente a Birmania.

“En el barco había 300 personas, casi todos jóvenes pero también ancianos, mujeres e incluso algún bebé. La mayoría eran bangladesíes, de distintos puntos del país, y el resto rohinyás. Algunos venían en botes desde Birmania”, relata.

Huyendo de la persecución en Birmania, que los considera apátridas, los rohinyás inauguraron la ruta marítima hacia el Sudeste Asiático y luego la trasladaron a Bangladesh, donde la mayor parte se encuentra refugiada.

El trayecto de Zakirul a Tailandia, primera parada de la ruta, duró solo cinco días, pero debido a problemas para atracar tuvieron que esperar tres semanas más en el barco, alimentándose con frutos secos y un vaso de agua al día.

De ahí pasó a un primer campo de detención en la jungla tailandesa y después fue trasladado en coche a otro en la frontera malasia, donde los traficantes exigieron a su familia el pago de 180.000 takas (2.108 euros) para continuar la travesía.

La entrega del dinero le permitió seguir pero, al poco, la Policía tailandesa le arrestó y pasó siete meses en prisión, donde enfermó, hasta que la Embajada de Bangladesh en Bangkok medió en su liberación.

“No me debería haber marchado. Me arrepiento. Intentaré rehacer mi vida aquí”, asegura Zakirul, que hoy sale adelante con un negocio de reparación de motocarros que regenta junto a un hermano.

Más larga aún fue la travesía de Robiul Karim, de 21 años, oriundo de una aldea próxima y que hoy se gana el pan al frente de una tetería que apenas le reporta 200 takas diarias (unos dos euros) pero que le ayuda a cerrar las heridas.

“He sufrido mucho”, afirma, mostrando una uña reventada que los traficantes le arrancaron en torturas mientras exigían un pago que finalmente su madre acometió vendiendo la casa y lo que tenía y pidiendo un préstamo.

Hermano mayor de una humilde familia de siete hijos, el traficante rohinyá que gestionó su marcha vio en él el candidato idóneo.

El negocio del tráfico de personas en Bangladesh tomó volumen por la inacción de las autoridades y hoy los bangladesíes, que comenzaron a tomar interés a mediados de la década pasada, constituyen la mayoría en los barcos que parten de aguas nacionales.

Robiul cayó en una trampa que, hasta su regreso en marzo, le apartó de su aldea durante 14 meses de penosa existencia, en los que pasó un mes hacinado y con las muñecas encadenadas en un pesquero hasta que se cargó de inmigrantes, a ocho de los cuales vio morir por deshidratación e inanición.

“Al campo de detención en Tailandia llegué casi muerto. La mente ya no me funcionaba. Estuve tres meses junto a 900 personas en departamentos cerrados de madera. Éramos unos 500 bangladesíes y 400 rohinyás. Vi morir a decenas de compañeros. Enterraban los cadáveres a nuestro lado”, recuerda.

Después su destino siguió los mismos pasos que Zakirul: arrestado por las autoridades tailandesas, deambuló un año en prisión hasta que apareció la legación diplomática de su país.

“Miro hacia atrás y no lo volvería hacer. Solo quería ayudar a mi familia”, lamenta cabizbajo.

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