Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

29 de Diciembre de 2015

Columna: La cara dura y los caraduras del sistema

* El liberalismo tiene como valor principal la libertad de hombres y mujeres, aunque no solo la libertad para comprar y vender, para entrar y salir de los supermercados, para emprender actividades lucrativas en beneficio propio, sino también la libertad para elegir gobernantes y la autonomía de cada individuo para decidir por sí mismo, sin […]

Agustín Squella
Agustín Squella
Por

chicago boys
*

El liberalismo tiene como valor principal la libertad de hombres y mujeres, aunque no solo la libertad para comprar y vender, para entrar y salir de los supermercados, para emprender actividades lucrativas en beneficio propio, sino también la libertad para elegir gobernantes y la autonomía de cada individuo para decidir por sí mismo, sin tutores, cuál es su idea de una vida buena y qué hacer para realizarla. Por su parte, el neoliberalismo –o libertarismo, como se lo llama también en ambientes académicos–, que es una versión empobrecida e interesada de la doctrina liberal, valora de manera absoluta la libertad económica y se muestra indiferente y hasta despectivo con la libertad política y con la autonomía moral de los individuos.

Lo anterior explica que lo que tuvimos en Chile durante la dictadura haya sido neoliberalismo y no liberalismo. La desregulada libertad de iniciativa económica no fue de la mano con la libertad política, sino con una feroz represión de la misma, ni tampoco con la autonomía moral de individuos, a los que se trató de regimentar en los así llamados valores occidentales cristianos, que no fueron otra cosa que los valores católicos y, más precisamente, los del sector más conservador y minoritario del catolicismo criollo. Ese que asiste con misal a los servicios religiosos y que no vacila en hacer trampas en los negocios y en la política, perjudicando con sus acciones dolosas a millones de usuarios y consumidores, y de paso a todos los ahorrantes de AFP cuyos fondos no crecen lo esperado al haberse invertido en aquellos negocios.

El neoliberalismo se completa con una política fiscal débil, de bajos impuestos a las empresas, y con la proliferación de instrumentos de elusión tributaria al servicio de esos mismos empresarios y de profesionales de altos ingresos, mientras a los trabajadores se les descuenta por planilla, mes a mes, el impuesto a la renta. Todavía más, el neoliberalismo –que no el liberalismo– se permite ser indiferente ante las desigualdades en las condiciones materiales de vida de las personas, y no tiene inconveniente en admitir que el pan que sobra en la casa del rico puede ser dado tanto al mendigo que espera en la puerta como a los pájaros que se acercan a la mesa una vez concluido el ágape.

Esa fue, y es, la doctrina de los así llamados Chicago Boys, acerca de los cuales se produjo el excelente documental de Carola Fuentes y Rafael Valdeavellano. Un filme con algún sesgo ideológico, se ha denunciado, aunque nunca tan extremo como el de quienes implementaron en Chile esas doctrinas económicas en la única oportunidad que podían tener para ponerlas a prueba: una dictadura militar que mantuviera a raya al mundo de los trabajadores y a cualquiera que pudiera levantar la voz para reclamar mejores condiciones de vida. En un momento de ese documental, Sergio de Castro, entonces ministro de Hacienda de Pinochet, reconoce que los Chicago Boys chilensis se habrían ido “a la cresta” si Jorge Alessandri, el principal líder que tuvo la derecha chilena en el siglo XX (después de Pinochet, se entiende), hubiera ganado la elección de 1970. Ni “don Jorge”, como se le decía, se habría atrevido a adoptar una receta económica tan extrema y despiadada.

El neoliberalismo tampoco quiere oír hablar de ética en los negocios y solo es capaz de nombrar y de predicar la moral a propósito de la actividad sexual y reproductiva de hombres y mujeres. De pronto uno que otro de nuestros neoliberales saca la voz para pedir que nos dejen fumar en lugares públicos, y hasta para legalizar la marihuana, aunque para ello normalmente apelan al único tipo de razones en las que creen: económicas. Pero existe una ética de la empresa, como la hay también de la política, y la mejor prueba de ello ha sido la reciente indignación ciudadana ante las malas prácticas éticas de algunos políticos y empresarios. Los ciudadanos parecen haber entendido mejor que no basta con mantenerse dentro de los márgenes de la ley, y que de todos los colectivos humanos –también periodistas, médicos, abogados, etc.– se espera que actúen además dentro de los límites de una ética, que esos mismos grupos deben acordar, controlar y castigar en caso de infracción.

En cambio, pareciera que grandes empresarios y hombres de negocios (en Chile hay más de los segundos que de los primeros) solo se mostraran dispuestos a oír hablar de ética cuando alguien les demuestra que actuar correctamente puede aumentar el prestigio y, con ello, las utilidades de sus emprendimientos.

Para el neoliberalismo en estado puro, y para el neoliberalismo corregido que tenemos hoy en Chile, no hay más que oportunidades de negocios, incluida la provisión privada de servicios que tienen que ver con los derechos fundamentales a la salud, la educación y la previsión. Las ciudades son también oportunidades de negocios, sobre todo inmobiliarios, y no sitios en los que grandes masas de individuos se instalan para vivir bien. Sí, la iniciativa privada puede construir edificios y organizar prestaciones sociales, como puede también hacerse cargo del transporte público y de la inversión en carreteras y hospitales. Los problemas comienzan cuando la lógica de los negocios, y de la maximización del interés personal de los inversionistas, alcanza una posición hegemónica permanente sobre cualquier consideración de orden social.

Los partidarios del modelo –sigamos llamando así a la sociedad del dinero y a la compulsión por obtenerlo a como dé lugar, para aumentar sin límites la riqueza propia (codicia) y no para conseguir con él cosas que se valoran (ambición)– afirman hoy que los últimos escándalos empresariales son tanto una crisis como una oportunidad. Lo mismo que con total desfachatez hacen los políticos que pidieron dinero a diestra y siniestra (más bien solo a diestra) y que defraudaron al fisco del que reciben sus cuantiosos salarios y asignaciones. En efecto, una crisis es siempre un estado anómalo en que hay tanto un peligro como una oportunidad. Pero basta ya de que algo así se afirme por los mismos que causan las crisis. Hay una cierta desvergüenza en provocar una crisis y salir luego a proponer que la debacle que se produjo sea vista por los demás como una oportunidad para mejorar las cosas.

¿Qué pensaríamos de un médico que a sabiendas de que ha dado un tratamiento inadecuado a su paciente sale después a decir que el estado crítico en que este se encuentra es una oportunidad para mejorarlo? Diríamos que se trata de un caradura. Lo mismo que pasa hoy con los agentes económicos que provocan descalabros y piden a los demás que los vean como una oportunidad.

* Abogado y escritor

Notas relacionadas