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Opinión

13 de Noviembre de 2016

El Cristo chino de Gastón Soublette

Jesús de Nazaret predicó y practicó una sabiduría ética que era desconocida para su pueblo, pero no para los padres espirituales de la China, Confucio y Lao Tse, quienes cinco siglos antes habían proclamado un modelo de hombre justo y sabio sorprendentemente similar. Es lo que Gastón Soublette (89) intenta demostrar en “El Cristo preexistente”, su nuevo libro. Pero su hipótesis va más allá: la coincidencia se explicaría porque tanto Jesús como los maestros chinos, críticos del nuevo orden civilizado, quisieron devolverle al mundo una sabiduría más armónica que había sido olvidada. Si Soublette tiene razón, los pastores de las etnias trashumantes entendían este universo mucho mejor que nosotros.

Daniel Hopenhayn
Daniel Hopenhayn
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Cuando Jesús predica las Bienaventuranzas en el Sermón del Monte (el primero del Nuevo Testamento), comienza a dispersarse por Medio Oriente un extraño mensaje que parece ajeno a la cultura de sus pueblos: en lugar de castigar al que nos ofende, hay que apiadarse de él, y antes de imponernos a los otros, conviene saber que los últimos serán los primeros. El predicador en cuestión se decía hijo de Dios, pero ni sus propios discípulos entendían por qué se rebajaba a lavarles los pies, o les advertía que para aspirar a ser el primero de ellos debían ubicarse en el último puesto y servir a todos los demás. Nadie, mucho menos un rey, se había comportado así. Nadie, tampoco, podía saber que ese modelo de conducta había sido perfilado en la lejana China hacía más de quinientos años.

“Si el sabio quiere ser el señor de su pueblo, debe tratarlo como su servidor. Si quiere ser cabeza de su pueblo, debe ubicarse al último”. “A los hombres que no son buenos, ¿por qué habría que rechazarlos?”. Ya no son citas de los evangelios, sino del Tao Teh King de Lao Tse. Y son apenas dos de las innumerables similitudes que Gastón Soublette reporta entre ambos textos –además del I Ching y otros clásicos confucianos– en “El Cristo preexistente” (Ediciones UC), quizás la mayor síntesis de sus indagaciones en la historia espiritual del ser humano. No en vano Soublette, católico desde niño, iba en camino de volverse ateo hasta que la sabiduría oriental lo llevó de regreso a Cristo. Desentrañar esos vínculos, dice, es todavía una tarea pendiente.

A eso se aboca en este ensayo que, con una claridad al alcance de cualquiera, busca los indicios de una sabiduría remota que puso las virtudes del amor y del desasimiento por sobre toda voluntad de construir y dominar el mundo.

Porque al situar ese duelo de linajes espirituales en una perspectiva histórica y mística (rebasando su dimensión filosófica), Soublette retrotrae las coincidencias entre Cristo y los pensadores chinos a una hipótesis arriesgada que en él parece una convicción: existió, antes de las grandes culturas, una sabiduría superior a la actual que extraía sus virtudes éticas de la observación cósmica, y que resultaba de la experiencia de vivir en comunidades insertas en un orden natural. Eso hasta la irrupción del orden civilizado, creado por el hombre racional que ya no observaba el cosmos para estar en sincronía con él, sino para someterlo a su voluntad; que ya no concebía el equilibrio de fuerzas, sino el crecimiento ilimitado de la suya.

Esto equivale a decir que Dios –o el Cielo, en la nomenclatura china– nos dio el conocimiento para reformar y arbitrar el mundo, pero en ese mismo acto nos quitó la virtud de comprender su sentido, que sí poseían –por pura experiencia– nuestros ancestros. Chinos y hebreos, dice Soublette, compartían la conciencia de esa virtud perdida, y eso explica que los libros sapiensales chinos describieran a un hombre “sabio” o “perfecto” tan parecido al salvador que nacería en Israel.

CAÍDA Y SALVACIÓN
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Para seguir ese traumático paso de la tribu a la civilización, el autor emprende un cautivante recorrido por las historias del pueblo judío y del Imperio chino, pesquisando sus mitos en común. El más importante, la Caída original, provocada por la aparición del saber. “Cuando los hombres conocen lo bello como bello, entonces surge lo feo. Cuando los hombres conocen el bien como bien, entonces surge el mal”, dice el Tao Teh King. La serpiente que tienta a Eva a morder el fruto del conocimiento, lo mismo que Caín, el emprendedor que mata a su hermano por orgullo, representan la barbarie civilizadora: la ruptura de las tribus de Israel con el orden natural, su expulsión del paraíso y el calvario de construir un mundo que perdió su divinidad.

Las fuentes chinas intrigan aún más a Soublette porque relatan esa caída como una sucesión de etapas históricas concretas (las “diez edades”). Así la conciencia de esa pérdida cree basarse en un recuerdo, no en un simple mito. Recordemos que Confucio y Lao Tse no fueron el brazo espiritual de un imperio naciente, sino los grandes críticos de uno en decadencia –el de la dinastía Tchou– que había invertido la escala de valores hasta volverse ciego a todo lo que no fuera poderoso y triunfal. Desde su puesto en la biblioteca del palacio imperial, Lao Tse era testigo de una casta gobernante formada por moralistas codiciosos y frívolos, muy similar a la que desafió Jesús. Ambos maldijeron también, con una irritación inusual en ellos, la avidez por acumular riquezas.

En todo caso, lo central para Soublette no es que Jesús y Lao Tse anuncien el mismo extravío, sino el mismo camino de regreso a la verdad de Dios o la virtud del Tao, o sea, a la sabiduría que da sentido al conocimiento. Mientras la razón civilizadora tiende a la hipertrofia que anula las medidas de su entorno y nos deja sin punto de equilibrio, el taoísmo busca arraigo en la trama vital del universo y comprende que sus movimientos surgen de la interacción entre lo creativo (el yang) y lo receptivo (el ying), entre el Cielo paterno y la Tierra materna que “se atraen mutuamente”, según el I Ching. Quien acepta estar regido por estas leyes, busca “equilibrar su temeridad con la fuerza amansadora de la receptividad” (Soublette) y llevar su energía creativa a su justa intensidad. O en palabras de Lao Tse: “El que conoce su fuerza masculina pero se atiene a su fuerza femenina, se vuelve como el profundo cauce del mundo”.

Cristo no enseña armonías cósmicas, pero su mensaje traería implícito el retorno a un orden primordial y por eso no es casual que el taoísmo y el cristianismo, en el plano ético y social, se transformen en doctrinas muy similares cuyo común denominador es el amor. “Cuando el Cielo quiere salvarnos, nos salva con el amor”, dijo Lao Tse, y el salvador que mandó Dios no venía a otra cosa. Soublette lleva los paralelos hasta las últimas consecuencias y realmente sorprende la redacción casi idéntica de muchas sentencias en los textos mencionados. Se entiende que aquí “amor” resume una larga lista de cualidades que finalmente describen un modelo de hombre justo, comprensivo, desprendido. Se trata de oponer a la potencia depredadora lo que Lao Tse llama “la fuerza que no lucha”, la suavidad del agua vence a la dureza de la piedra. Por eso la pasividad de Jesús frente a sus verdugos, su serenidad en el martirio, resuenan en muchos pasajes del Tao Teh King. Se trata de oponer también, al orgullo del ganador, la humildad que es su propio triunfo. Si Jesús asegura que “aquel que se humilla será ensalzado”, Lao Tse afirma que el sabio “no se exalta, y por eso es exaltado”. Y su tiro de gracia a la egolatría: “Si el Cielo y la Tierra duran desde siempre, es porque no viven para sí mismos”.

SABER Y NO SABER
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No es un detalle menor que Confucio y Jesús se demoraran tres siglos en alzarse como pilares espirituales de sus respectivas culturas. Jesús murió confiado en ello porque hasta la cruz era parte del plan, pero Confucio concluyó con amargura que los nuevos tiempos no estaban para viejas virtudes. Es inevitable advertir que Soublette se identifica con ese pesimismo respecto de la época actual, pero él pone énfasis en la pregunta optimista: ¿por qué vías misteriosas, inconscientes, los hombres movidos sólo por el espíritu terminan incubando las transformaciones culturales más poderosas? Aquí despierta su sospecha sobre una sabiduría primigenia que se resiste a desaparecer.

El buen guía de un pueblo, para Lao Tse, es el hombre capaz de influir por su ser y no por su hacer (la fuerza que no lucha); el que atrae a los demás sólo porque conserva en sí la “gran imagen” de las virtudes espirituales que están ausentes del mundo. Soublette sugiere que el viejo chino, al decir esto, parece estar viendo a las multitudes que rodearían a Jesús en busca del poder que veían actuar en él. Confucio, sin ir más lejos, llegó a presagiar la figura de un redentor (“un santo esperado desde hace largos siglos”, al decir de otro maestro de su escuela) que vendría a restablecer el sentido perdido.
Pero Lao Tse no define a ese hombre sabio adivinando el futuro, sino evocando el pasado. Se refiere a los más antiguos soberanos de los territorios chinos. Ellos originaron la sabiduría que él transmite en el libro del Tao, y son sus modelos de perfección por no haber interferido en la vida de sus pueblos con proyectos constructores que alejaran al orden social del natural (“¿Quién entiende que el orden no se alcanza tratando de poner orden?”). También Confucio se asume difusor de esa sabiduría arcaica que no debía perderse, pues fue la que los soberanos santos recibieron del Cielo. Pero no estamos hablando de grandes emperadores, sino de pastores y guías de pequeñas etnias, y ahí estaría la clave del asunto: los dos mayores sabios chinos remitieron lo que sabían a hombres que, entre el cuarto y el segundo milenio a. de C., pensaron y actuaron muy parecido a Jesús de Nazaret, quien asimismo se comportó como un primitivo cuya misión era recordarle a la civilización cuál era el sentido original del mundo. Entonces, pregunta Soublette, ¿hay indicios para pensar que existió una primera humanidad virtuosa y sabia, íntegra en su desnudez, antes de desviar su conciencia hacia la voluntad de someter el mundo a su propia razón?

Intentar una respuesta es pedirle a la razón que haga memoria de su propia inexistencia. Soublette presenta evidencias persuasivas, muchas más de las que caben aquí, pero complementadas por una dosis de fe que le permite no racionalizar del todo los textos bíblicos y sapiensales (y acá hemos respetado la manera en que él los presenta). Sólo a falta de esa fe, quizás faltaría confirmar si en ese pasado tribal, libre de leyes antropocéntricas, reinó la armonía de la ley natural y no el rigor de la ley de la selva, sólo que a menor escala y con menos poder destructivo; si efectivamente los primeros patriarcas fundaron algo muy distinto a lo que hoy entendemos por patriarcado; si aquella inocencia edénica, entonces, brilla al fondo de una memoria sobreviviente y no en la mitología retroactiva de una especie que desarrolló su razón y su romanticismo al mismo tiempo. Lo segundo no objetaría en nada la profundidad de una sabiduría cósmica ancestral (que Soublette refuerza con ejemplos de la cosmología mapuche), aunque sí los alcances de su correlato ético. Y desde el extremo opuesto, no le vendría nada de mal a la teología católica –tan reducida a la moral– incorporar esta dimensión cósmica que “El Cristo preexistente” recupera de los evangelios, lo cual fue observado por el cura jesuita Jorge Costadoat en la presentación del libro.

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Soublette encara hacia el final, de manera tentativa, la pregunta más sensible: si acaso la civilización actual, su desmesura inevitable, su necesidad de orden y cálculo, son compatibles con los modelos de pensamiento y de conducta que enseñaron los protagonistas de su ensayo. Confucio se resignaba a ese crecimiento irremediable, pero no perdía todas las esperanzas. Lao Tse no admitía adecuación posible, y por eso se complacía en su aislamiento: “La grandeza de mi doctrina es conocida, pero en el mundo se la considera en algún sentido inoperante. Y es justamente porque es grande que en algún sentido se vuelve inoperante”. Soublette se cuestiona si esa incompatibilidad nos obligaría a considerar todo el patrimonio cultural creado en los últimos cinco mil años como un lastre que, dicho en simple, nos aleja de lo que es bueno. Para responderse cita lo que alguna vez le confidenció Enrique Lihn: “Yo no vivo, y es el hecho de no vivir el que genera en mí la poesía”. Esto sintetiza su intuición de que las mayores creaciones de la cultura han sido sólo una labor compensatoria de ese mundo más vital que, tal vez, la misma cultura nos esconde.

Entonces Soublette cede la palabra, porque él tiene fe y continuar ese razonamiento sería concluir que ya quedamos atrapados en la burbuja. Dentro de la cual todos sabemos que la “fuerza que no lucha” vale más que las pasiones y posesiones que nos ocupan el día, pero casi nadie sabe vivir como si lo supiera porque Cristo nos salvó de la soberbia pero no de la serpiente. Menos mal que la razón siempre deja un flanco abierto. Lo advirtió Lao Tse, que después de escribir el Tao Teh King se fue a vivir con las tribus bárbaras de la frontera y nunca más se supo de él.

EL CRISTO PREEXISTENTE
Gastón Soublette
Ediciones UC, 2016, 249 páginas

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