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Opinión

17 de Abril de 2019

Directo desde Lima: Alan García, maestro del escapismo

A lo largo de la historia el ser humano ha desarrollado diversas maneras de entender el honor y enfrentar la deshonra. Llegada su hora, Alan Gabriel Ludwig García Pérez (1949-2019) optó por el camino del suicidio. Un camino más entre tantos posibles; por coincidencia, el de los mafiosos de antaño y el que escogieron los […]

J.C. Cabrera
J.C. Cabrera
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A lo largo de la historia el ser humano ha desarrollado diversas maneras de entender el honor y enfrentar la deshonra. Llegada su hora, Alan Gabriel Ludwig García Pérez (1949-2019) optó por el camino del suicidio. Un camino más entre tantos posibles; por coincidencia, el de los mafiosos de antaño y el que escogieron los jerarcas nazis. En este caso, la deshonra parecía concretarse en una orden de prisión preliminar de 10 días, aprobada por un juez. La policía y un equipo especial de fiscales anticorrupción habían ingresado a su casa muy de mañana para hacerla cumplir. García, según el testimonio de su propio secretario personal, los recibió desde la escalera, pero no quiso bajar a la planta baja para darle el encuentro a las autoridades. Cuando se dio cuenta de que la intención era detenerlo, se encerró en su habitación y echó llave. Antes de ir preso, se pegó un tiro en la cabeza. Eran aproximadamente las 7 de la mañana en Lima. Su muerte se confirmó tres horas después, en el hospital.

La noticia causó profunda conmoción, desde luego. No podría esperarse de menos de un hombre que fue presidente del Perú en dos ocasiones y fue una presencia constante en la vida política del país durante casi medio siglo. Pero conmoción no es lo mismo que sorpresa. Se sabía que García no estaba dispuesto a enfrentar la prisión, un trance por el que ya han tenido que pasar otros ex presidentes y connotados políticos peruanos. Se sabía que haría todo lo humanamente posible para evitar que lo pongan dentro de una celda, lo que faltaba conocer era los métodos a los que estaba dispuesto a recurrir. Pero que iba a intentar escapar, se sabía, porque García siempre fue un escapista. Un Houdini de la política, con múltiples recursos. Siempre que pudo, escapó a la vista de todos, un arte mayor, para el cual contaba con su legendaria oratoria, las redes de su partido y sus innumerables resortes en todos los poderes del Estado. Pero también supo escapar saltando por techos, escondiéndose en tanques de agua, refugiándose en embajadas y pidiendo asilo en países extranjeros. Así se fue construyendo un aura, más que de inocencia, de invulnerabilidad. “El que no la debe, no la teme”, proclamó más de una vez. Y mientras otros ex presidentes y connotadas figuras políticas peruanas caían, García seguía libre. Incluso se dio el lujo de ser presidente por segunda vez, a pesar de que su primer gobierno fue uno de los peores de la historia peruana. Pero todo ese tinglado se empezó a resquebrajar después de eso.

Hace unos años empezó a pasar lo impensado: García perdió el toque. Su oratoria dejó de cautivar, perdió influencia y llegada con la gente. Su partido, el APRA, pasó a convertirse en una fuerza muy minoritaria en el Congreso, comparsa del fujimorismo, y él mismo se convirtió paulatinamente en una caricatura del viejo político, otrora poderoso, hoy un dinosaurio. Se sacó cuenta en Twitter, pero la transición de la plaza pública a las redes sociales le sentó muy mal: era un blanco muy fácil para los críticos, y él tardó en ser consciente de su propio desgaste. En las últimas elecciones presidenciales, las del 2016, volvió a presentarse, encima aliado con el PPC —un viejo partido de derechas— y a duras penas pudo superar el 5% de los votos. Estaba, para todos los efectos prácticos, acabado en términos políticos; y pronto le llegaría la ofensiva judicial de las revelaciones del caso Lava Jato y las confesiones de los ejecutivos de Odebrecht, la misma que arrastró que ahora mismo tiene en prisión a Keiko Fujimori y a Pedro Pablo Kuzczynski, que tiene a Alejandro Toledo con orden de captura internacional y a Ollanta Humala también procesado por la justicia.

De pronto, empezó a sentir la presión y a perder los papeles con más frecuencia. “Demuéstrenlo pues, imbéciles”, les contestó a unos periodistas que le preguntaron sobre las acusaciones que empezaban a acumularse en su contra. Luego vino la orden de impedimento de salida del país y el intento de conseguir asilo en la residencia del embajador de Uruguay, que algunos aduladores —todavía le quedaban— calificaron como una gran “respuesta política”. Tras unos días de incertidumbre, Uruguay le negó el asilo y le pidió que abandone la sede diplomática. García volvió a las redes y empezó a tuitear constantemente acerca del aumento de la anemia en la población infantil. Quizás sentía todavía que podía marcar la agenda nacional. Lo cierto es que ninguna maniobra le salía.

Los testimonios y pruebas, entre tanto, se siguieron acumulando. La semana pasada se dio a conocer que Luis Nava, su secretario personal cuando fue presidente por segunda vez, habría recibido 4 millones de dólares de Odebrecht. El destinatario del dinero, según la tesis de la fiscalía, sería alguien que tenía como nombre clave “Chalán”, supuestamente Alan García. La firma del acuerdo de colaboración eficaz entre la fiscalía peruana y Odebrecht podía suponer la llegada de las pruebas que faltaban para completar el cerco. Las declaraciones del ex mandamás de la constructora brasileña en el Perú, Jorge Barata, están previstas para la próxima semana, pero los fiscales decidieron mover ficha primero y pedir la detención. García seguramente lo sabía, pues ya había admitido poco antes que tenía informantes en las instancias judiciales. Así las cosas, inició sus últimas maniobras elusivas: dio sus últimas declaraciones el martes, solo unas horas antes de morir. En una entrevista, anunció que esperaría las explicaciones de sus ex colaboradores y las declaraciones de Barata, ratificó su inocencia y aseguró no tener miedo. “Si la Patria llega a convencerse de que tengo algo de que pagar, pues es la Patria”, dijo. Y añadió que cree haberse ganado “un pequeño sitio en la historia del Perú”. Esto último, sí, es innegable. Ahora, que ha quedado fuera del alcance de los jueces, será la historia la que lo juzgará.

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