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Cultura

21 de Julio de 2019

Adelanto del libro “Te encontraré: en busca del hombre que me violó”

La periodista Joanna Connors tenía treinta años cuando le encargaron escribir la crítica de una obra de teatro. En aquel lugar fue retenida a punta de cuchillo y violada por un extraño que se había criado a unos diez kilómetros de su casa. Cuando detuvieron y sentenciaron a su agresor, Joanna dejó de hablar de lo que le había pasado. A partir de aquel momento, sin embargo, esta mujer atrevida y dinámica comenzó a tener miedo a todo: a estar sola en lugares desconocidos, a estar con mucha gente, a volar en avión, a ir en coche si conducía otra persona… Más tarde, la seguridad de sus dos hijos se convirtió en una obsesión. Veintiún años después, cuando su hija estaba a punto de ir a la universidad, decidió contarle a ella y a su otro hijo lo sucedido para que pudieran aprender y protegerse, y comenzó a darse cuenta de que el hombre que la agredió había sido una de las personas que, desgraciadamente, más habían conformado su vida.

Por

*Te encontraré es una investigación trepidante, al tiempo que una valiente y oportuna consideración sobre algunos conceptos —raza, clase, educación, familia— que dan forma a lo que somos. Aquí Joanna Connors, una reportera brillante y también una superviviente, habla como pocos de un tema tan complejo como la violación. 

CAPÍTULO I

Que conste, tenía treinta años cuando abandoné mi cuerpo por primera vez.

Cuando ocurrió, no había tomado ninguna droga, por lo menos en los últimos dos años. Estaba sobria, trabajando, en pleno día, y no creía en testimonios de experiencias extracorpóreas más de lo que creía en alguien que pudiese doblar una cuchara con la mente.

Trabajaba para un periódico, donde lo que contaba eran los hechos y el escepticismo resultaba fundamental, así que traté de desarrollar el cinismo que había visto en periodistas veteranos mientras rezaba para que nadie descubriese que era una impostora que no tenía nada que hacer en una redacción.

Acababa de mudarme de Cleveland a Minneapolis para empezar a trabajar en The Plain Dealer, el periódico local y, tal como proclama el lema de su portada, el diario de mayor tirada de Ohio. Era para mí el segundo trabajo en el que daba continuidad a la saga de la familia. Mi abuelo había trabajado para The Knickerbocker News en Albany, Nueva York, mi padre había sido reportero y editor del Miami Herald cuando era pequeña, y yo había trabajado en el Minneapolis Star (ahora conocido como Star Tribune) antes de irme a Cleveland.

Estuve negándome a seguir la estela de mi padre hasta los diecinueve años. No quería la misma profesión. Por aquel entonces él era editor de una revista y estaba convencida de que me alejaría de todo lo que tuviera que ver con mis padres y su provincianismo. Cuando iba a visitarlos, utilizaba mucho el término «burgués». Era muy joven.

La única razón por la que fui a pedir trabajo al periódico de mi universidad fue porque mi hermana Nancy colaboraba con ellos y me dijo que me pagarían un dólar por artículo. Di con mi profesión y conocí a mi marido en aquella pequeña redacción en un sótano, donde descubrí que el trabajo de periodista te lleva a lugares en los que nunca habrías acabado de otro modo y permite que te presenten a gente a quien nunca te habrías acercado sin un pase de prensa. Y, lo que es mejor, los periodistas saben cómo divertirse. Eso lo aprendí a una edad temprana, cuando tenía siete años y mis padres daban una fiesta del Miami Herald en el jardín. Me quedé despierta hasta tarde con mi hermana, mirando a través de la ventana, observándolos beber y reír y firtear y, cuando ya avanzó la noche, saltar desnudos a la piscina. Mis padres no se desnudaron, algo que habría sido demasiado perturbador recordar, pero la festa terminó de forma trágica, con mi madre pisando un cristal roto y teniendo que ir al hospital para que le diesen puntos. Recuerdo a uno de los hombres diciendo: «Sólo voy a echarle un chorrito de ginebra, Susie». Mi madre, mientras tanto, gritaba: «¡No!», y todo el mundo se reía. Aquello me asustó y me fascinó a partes iguales.

Ir a trabajar a una redacción era como ir a una fiesta todos los días, pero con la ropa puesta y sin la bebida ni la sangre. En general. Cada periódico tiene sus rencillas, cotilleos y frivolidades; la mayoría cuenta con alguna que otra historia sobre peleas. En The Plain Dealer, aseguraban que un reportero había lanzado una máquina de escribir —una eléctrica y pesada— contra un editor y tras eso abandonó el edificio para no volver nunca. Todos recuerdan la disputa, nadie el motivo.

El cinismo constituye una divisa y al mismo tiempo una obligación profesional. Los periodistas no empiezan así. La mayoría de los que conozco fueron en su momento jóvenes idealistas con el deseo de hacer justicia en un mundo injusto. El cinismo se va fltrando con los años, como un ácido que poco a poco va erosionando el idealismo, y como consecuencia de sentirse engañado constantemente, de llamadas nunca respondidas y documentos retenidos, de atajos para conseguir una historia a tiempo.

Después de eso no creía que existiesen experiencias extracorpóreas. Y, sin embargo, a las cuatro y media de una calurosa tarde de julio, en un campus universitario de Cleveland, Ohio, me alejé de mi cuerpo y me fui elevando cada vez más, hasta que llegué a planear en el aire.

Miré hacia abajo, al escenario de un pequeño teatro en el que estaba arrodillada frente a un hombre que blandía un cuchillo grande y oxidado a la altura de mi cuello, y me obligaba a chupársela.

—Chúpamela —decía, empujándome la cabeza. Desde ese plano cenital en las alturas, observaba con una serenidad que nunca antes había experimentado.

Abandonar mi cuerpo ocurrió de repente, en cuanto vi mi propia sangre en mi mano. La visión de la sangre me sobrecogió. No había sentido ningún corte, tan sólo el frío metal en la garganta, mientras el hombre me arrastraba por el escenario, pero no sabía que la había usado hasta que, minutos más tarde, me pasé la mano por el cuello. Estaba pegajoso.

Me miré la mano y descubrí una mancha roja. El terror me sacudió de golpe, se deslizó por el pecho y llegó hasta el estómago. Sentí cómo el veneno se iba propagando de dentro afuera, por las extremidades y, luego, subía hasta la garganta. Actuaba por fases rápidas: shock, después pánico y, al final, parálisis.

Para cuando recobré la conciencia, estaba observándome desde arriba, en lo alto del teatro, por entre las cuerdas y las luces. Desde aquella posición privilegiada veía cómo el hombre me violaba.

Lo contemplaba con una insólita distancia. Era como si lo que estaba sucediendo en el escenario le pasase a otra persona. Estaba viendo un thriller hollywoodiense y habíamos llegado a la escena de violación de marras. Eran actores; yo, el público.

La mujer en el escenario alzaba la vista hacia el hombre. Se movía a cámara lenta.

—Chúpamela —volvió a decir—. Tengo que correrme.

Quería saber cuándo mataría a la mujer. No me preguntaba si acabaría matándola, sino cuándo. Sabía que pasaría, del mismo modo que uno está seguro de que en una película asesinarán a determinados personajes secundarios. Desde lo alto, lo aceptaba como un giro argumental necesario.

No estaba triste ni asustada, flotando allá arriba. En todo caso, sentía curiosidad. ¿Cómo lo haría? ¿Qué experimentaría yo?

Supuse que la chica de rodillas estaba sola, pero pronto dejaría de estarlo. Se uniría al resto de chicas a quienes han violado y luego asesinado. Quería saber si así era como se habían sentido cuando les ocurrió a ellas. Distantes. Solas. Flotando por encima del tiempo.

Todas esas muchachas encantadoras y muertas. Todavía sigo pensando en ellas muy a menudo.

Publicábamos sus fotos de la graduación del instituto en nuestro periódico, con el rostro girado y con una ligera inclinación, según las indicaciones del fotógrafo para que parecieran estar mirando hacia el futuro que apenas habían empezado a imaginar, con el pelo largo y tan brillante que uno casi podía oler el champú Herbal Essences con sólo mirarlo.

Los editores enviaban a reporteros y fotógrafos a los bosques y las cunetas. Allí estaban cavando los agentes de policía, donde yacían aquellas jóvenes, pacientes, a la espera de ser encontradas. Los periodistas entrevistaban a las madres que expresaban a gritos su dolor mientras, en silencio, los maridos, conmocionados por la pérdida y la rabia, trataban de consolarlas. Los reporteros traían al periódico las fotos de graduación y, llegado el momento, cubrían los juicios de los asesinos. Si llegaba el momento.

Luego, una semana, un mes más tarde, las olvidábamos. Pasábamos a la siguiente. Siempre había una siguiente.

Me imaginé a todas esas jóvenes juntas, en un mismo lugar. Tal vez estuviesen viendo lo que sucedía, como yo lo hacía, y me estaban esperando.

Esto se podría concebir como la historia de una búsqueda. Sin embargo, cuando todo empezó no lo percibía de ese modo. Las grandes historias detectivescas giran en torno a hombres: hombres que se dirigen a tierras desconocidas en busca de trepidantes aventuras. Los reyes y los dioses los lanzan a la travesía, a veces hasta los obsequian

con espadas mágicas. Los poetas les dedican canciones que cuentan las hazañas de héroes que navegaban en barcos por el vinoso mar, atravesaban montañas a lomos de elefantes, buscaban tesoros y rescataban a hermosas mujeres.

Yo era una mujer de mediana edad, una madre trabajadora de clase media, que vivía a las afueras de Cleveland, Ohio; una mujer que en algún momento llegó a considerarse valiente, pero que ahora le tenía miedo a casi todo.

No emprendía viajes. Si podía elegir, casi nunca salía de casa.

No siempre había sido así. Hubo un tiempo en que iba a dedo a todas partes, cuando los que me rodeaban también lo hacían, invadidos por un impulso temerario cada vez que un coche paraba y nos precipitábamos a la puerta que se acababa de abrir sin saber quién ocuparía el asiento del conductor. Caminaba sola por la noche, a cualquier lado, infringiendo la norma que se les enseña a las niñas desde muy pequeñas con los cuentos de los Hermanos Grimm: nunca te aventures sola en el bosque oscuro. A los dieciséis, decidí que esa norma no valía para mí. Si un hombre podía, yo también tenía que ser capaz de hacerlo.

¿Qué le ocurrió a aquella chica testaruda? Cada vez que pensaba en ella, me embargaba un sentimiento de melancolía. La echaba de menos. Ahora me asustaba sentarme en un cine. Como por aquel entonces era la crítica cinematográfica del periódico, trabajar en aquellas condiciones resultaba complicado. Cuando acudía a una proyección sola, algo que ocurría con frecuencia en una ciudad con un único periódico, me sentaba con los músculos contraídos, esforzándome para centrarme en la película. Al final, pedía a los encargados que cerrasen con llave las puertas, y lo hacían, pese a que seguramente estaban transgrediendo la normativa antiincendios. Con esto, y con otras tantas soluciones ridículas pero inevitables, logré organizar mi vida para evitar cualquier riesgo.

Adquirí práctica también en evitar cualquier cosa relacionada con la violación. Cuando todo acabó, cuando ya se lo había contado a la policía y a los médicos y al fiscal y al juez y al jurado, cuando al violador ya lo habían enviado a la cárcel por una buena temporada, dejé de hablar de ello. Tomé lo que había sucedido y lo enterré en mi interior, todo lo que pude. 

No se lo dije a mis amigos. No se lo conté a mis dos hijos cuando ya eran lo bastante mayores como para conocer la historia. Dejé de hablar de ello con mi marido, mis hermanas y mi madre. Les dije a todos, y también a mí misma, que estaba bien. ¡Estoy bien! Bien.

Sin embargo, he aquí lo que descubrí: podía haber sepultado aquella historia, pero no estaba muerta. La había enterrado viva y seguía creciendo en el lugar recóndito en que la puse, como una cepa fruto de una semilla mutante, intrincada, horrenda y persistente como el kudzu. Conforme aumentaba, iba sofocando muchas otras cosas de mí que deberían haberse desarrollado. Acabó con el valor y la alegría que me quedaban. Acabó con la confianza en el mundo.

Peor aún, la cepa iba trepando hasta alcanzar a mis hijos. Cuando me violaron, estaba casada pero aún no tenía hijos. Mi hijo nació un año y medio después de la violación, y mi hija, un par de años más tarde. Pero incluso aunque no viviesen cuando sucedió, está claro que heredaron mi violación y el miedo que acarreaba. Vivían conmigo en aquel abrazo de serpiente.

Siempre esperaba que algo terrible les ocurriese. Todo ese horror se proyectaba ante mí con la precisión de un documental. Accidentes de coche. Secuestradores. Pedófilos. Asesinos. Todo aquello se introducía en mi mente como el inventario de una cámara de tortura. Cuando Eric Clapton lanzó «Tears in Heaven» y leí la historia de fondo —la había escrito para su hijo de cuatro años, que murió tras haberse caído por la ventana de un edifcio—, la canción se convirtió en la banda sonora interna de mi vida. Imaginaba esas escenas y ensayaba mi duelo, que siempre terminaba de la misma manera: nunca lograría salir adelante.

No compondría una bella canción para ellos. No extraería arte ni sentido de su muerte. Me arrojaría por la ventana inmediatamente detrás de ellos.

Sabía que todos los padres se preocupan por la seguridad. En el momento en que llegan al mundo, los hijos nos convierten en rehenes de su suerte. Ahora bien, estos padres tienen en cuenta los peligros existentes y buscan cómo impedirlos. Acondicionan la cocina para los bebés y se hacen con botiquines, vigilan a los hijos mientras están jugando fuera y se aseguran de que se equipen con cascos cuando aprenden a montar en bici.

Yo no era uno de esos padres razonables. Yo tenía acondicionadas a prueba de bebés nuestras vidas enteras, instalaba candados en cualquier parte, incluso hasta en los propios niños.

Los escoltaba y no dejaba de preocuparme las veinticuatro horas del día, y cada vez que oía un grito cualquiera, se disparaba en mí la alerta roja si ellos estaban jugando en el patio. Si se quedaban a dormir en casa de algún amigo, me quedaba en vela toda la noche, aguardando la llamada de emergencia del hospital.

Cuando volví a trabajar seis meses después de que mi hijo naciese, contratamos a una niñera, una mujer de mediana edad, cariñosa, con una voz cantarina y un regazo suave como una almohada. Conseguía hacer reír a nuestro bebé todas las mañanas cuando llegaba.

Había comprobado sus referencias, pero, aun sin motivo, desconfiaba de ella. En el trabajo me angustiaba por lo que podría hacerle a mi hijo. Eso fue antes de los vigilabebés, pero de haber existido entonces, habría instalado uno en cada rincón de la casa.

Le pedí a mi marido, que en aquel momento trabajaba como periodista de sucesos, que comprobase sus antecedentes penales. En la mayoría de estados no es complicado acceder hoy en día a estos archivos públicos a través de internet, pero en 1985 suponía acudir en persona a un secretario judicial.

No encontró prueba alguna, pero aun así no me tranquilicé. Una noche la seguí a casa y aparqué en la calle, observando las ventanas de su apartamento como un policía haciendo guardia. Luego fui a ver a su jefe al centro comercial de los alrededores, donde trabajaba los sábados y los domingos por la noche como limpiadora cuando las tiendas cerraban. Se negó a decirme nada acerca de ella, ni siquiera cuando rompí a llorar. Me marché, llena de odio, y al día siguiente la despedí. No podía superar el miedo a que hiciese daño a mi hijo.

Libro: Te encontraré: en busca del hombre que me violó
Editorial: Errata Naturae

 

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