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Opinión

2 de Noviembre de 2019

Estallidos sociales en Chile y Francia: ¿Manifestación de la lejanía entre la elite política y las demandas ciudadanas?

Agencia Uno

"El vocabulario bélico utilizado por las autoridades políticas contra los manifestantes, muchos de ellos equipados con simples ollas para manifestar su descontento, ahondó aún más la crisis. El malestar, y luego los disturbios y el saqueo, comienzan a extenderse por todo el país", dicen los autores en esta columna.

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Por Sebastián Roché y Antonio Frey

En el verano de 2018 en Francia, algunos altos dirigentes del gobierno no imaginaron las consecuencias graves que tendrían sus decisiones en el estallido social de los llamados chalecos amarillos. Los efectos de la reducción del límite de velocidad en las provincias y del aumento en el impuesto al diesel eran, en efecto, preocupaciones muy alejadas de la élite parisina.En las zonas semi rurales de Francia no hay transporte público y las personas deben utilizar el automóvil para ir a trabajar, ir a dejar los niños al colegio y realizar sus compras. Sólo el ministro del Interior de la época (Collomb) se distanció de estas medidas, para luego renunciar al gobierno. Haber sido alcalde, le permitió tomar rápidamente el pulso del descontento social que producirían. 

El 6 de octubre de 2019, en Chile se anunció el aumento (anual) en el precio del transporte público levantando, a diferencia de otros años, una ola de reclamos. Fruto de una serie de declaraciones desafortunadas y erráticas de distintos secretarios de estado, el desenlace de la crisis pareciera haberse producido luego de los dichos del ministro de economía, quien sugirió a los santiaguinos levantarse más temprano para pagar menos en la tarifa del transporte. Estas declaraciones reflejaron la falta de conocimiento y el desinterés por las condiciones de vida en que vive la población. Contrariamente a lo que piensan los personeros del gobierno, todo parece indicar que la “clase media” que vive en las comunas periféricas, se levanta de madrugada para acudir a sus lugares de trabajo.

1 de Noviembre del 2019/SANTIAGO Marcha por alameda culmina en desmanes en el frontispicio del Palacio de la Moneda. Fotos: Jose Francisco Zuñiga/ Agencia Uno

En Francia, la ira se propagó rápidamente destruyendo a su paso, los símbolos políticos (incendio de una prefectura y destrucción de una réplica al pie del Arco del Triunfo) y económicos (bancos y automóviles de lujo), provocando también diversos saqueos. Lo nuevo en estas movilizaciones fue la participación de personas pertenecientes a las clases medias que viven fuera de las grandes ciudades, muchas de ellas mayores de cincuenta años con ingresos insuficientes para terminar el mes. Generalmente silenciosos, apenas acostumbrados a protestar, se embarcaron en una seguidilla de tomas de los espacios públicos para mostrar su desobediencia civil.

En Chile, fue un grupo de estudiantes el que comenzó a hacer evasiones masivas en el metro, arrastrando tras de ellos a una multitud enfurecida, aparentemente molesta por las injusticias de un sistema que los agobia. Los disturbios se produjeron primero en el metro (estaciones y vagones quemados); luego a los supermercados y las farmacias(saqueados y quemados), para propagarse a los peajes, símbolo de nuestra infraestructura privada. El estallido se amplía cada vez más y obliga al gobierno a reaccionar. Se instala en la Moneda un discurso que apunta a los “delincuentes” y a los “vándalos”. El vocabulario bélico utilizado por las autoridades políticas contra los manifestantes, muchos de ellos equipados con simples ollas para manifestar su descontento, ahondó aún más la crisis. El malestar, y luego los disturbios y el saqueo, comienzan a extenderse por todo el país. El gobierno eligió los instrumentos de la fuerza: decreta Estado de Emergencia, luego invoca la “Ley de seguridad interior del Estado”y finalmente, el toque de queda con los militares en las calles. 

En Francia, los militares, se limitaron a la vigilancia de los edificios públicos y a la protección de la infraestructura crítica. Del mismo modo, el gobierno galo eligió la teatralización de la crisis utilizando un vocabulario duro contra los “ultraviolentos” movilizando a un contingente policial sin precedentes. Las imágenes de vehículos blindados en las calles de París permanecerán,por mucho tiempo,en el imaginario colectivo. El presidente de la República terminó anunciando “el estado de emergencia económico y social”, y aumentó el sueldo mínimo en 100 euros. Demasiado tarde y en el momento inapropiado, cuando ya el descontento se había expandido, tal y como lo están evidenciando los acontecimientos en Chile. El movimiento de los chalecos amarillos duró siete meses. Sus demandas dispersas y la falta de liderazgo no permitieron abordarlas con los instrumentos convencionales de la política. En Chile, donde también las demandas son dispersas y no se aprecian liderazgos para canalizarlas (estamos en una sociedad cada vez más plural y diversa), el impacto de la llamada agenda social lanzada por gobierno está aún por verse.

Las dinámicas observadas en ambos estallidos sociales tienen otros puntos en común. Los contextos que los gatillaron también convergen. Particularmente, llama la atención el distanciamiento entre los gobernantes y la población. Su efecto es al parecer clave (y devastador) en la gestión de la crisis.En ambos países, las autoridades perciben la realidad de una manera radicalmente distinta a la ciudadanía. Tienen, por consiguiente, una enorme dificultad para leer oportunamente las señales de descontento. Tanto en Francia como en Chile, los gobernantes muestran una insensibilidad frente a las demandas de las sociedades que se supone deben representar.Son apenas capaces de anticipar los efectos de sus decisiones hasta el punto de confundirla ira de los estudiantes o de las clases medias con las edición. 

En ambos casos, la retórica que asimila el estallido social a una simple ola delictual es el detonante previo para el uso de la fuerza y la incubación de ambientes propicios para los abusos y los atropellos a los derechos humanos. En este contexto, el repertorio gubernamental para administrar las crisis se limita al uso de la fuerza, subutilizando el instrumento más importante de la democracia para deliberar nuestras diferencias y canalizar las demandas ciudadanas: la política. Enfrentar una crisis de esta magnitud y alcance con instrumentos coercitivos y disuasivos termina propagando más violencia lo que erosiona, justamente, a la política como instrumento para alcanzar acuerdos.

Chile puede presumir de una transición democrática exitosa y una fuerza policial en la que los ciudadanos tienen (o más tenían) cierta confianza. La democracia en Francia ha sido ininterrumpida desde la liberación, y su policía, aunque menos legítima que en otros países de la Unión Europea, está lejos de ser la peor evaluada. Aun así, las élites gobernantes no parecen saber cómo canalizar las demandas sociales y contener las escaladas de violencia. Al parecer tampoco cuentan con los dispositivos adecuados y los niveles de legitimidad suficientes para hacerlo. A su vez, el sistema político muestra señales de no tener la capacidad de proponer un futuro más inclusivo e integrado a un marco democrático que garantice la cohesión social.

*Sebastián Roché es Director de investigación del Centro Nacional de Investigación Científica, Francia. Antonio Frey, Sociólogo, Doctor (c) Universidad de Grenoble.

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