El hallazgo de un detenido desaparecido en medio de la primavera chilena
“Quédate, acá no te va a pasar nada”. La última vez que lo vieron, las hermanas de Celedonio Sepúlveda Labra le pidieron que se quedara con ellas, pero él se negó: no quería involucrar a su familia. Militante comunista, había ido a despedirse de ellas antes de caer detenido en una tarea que le había encomendado el partido. Hoy, 46 años después, sus restos son velados en la población La Legua, donde nació, se crió y combatió para el golpe militar.
Por Constanza PérezCompartir
“El Chelo”, como conocían todos a Celedonio Sepúlveda Labra, nació el 19 de junio de 1947. Era el séptimo de ocho hermanos, el menor de los hombres. Violeta, la sexta, era dos años mayor, y hoy lo recuerda sentada en la Junta de Vecinos de la población, vestida de blanco, mismo color de su pelo y mismo color de la ropa de toda la familia que lo está despidiendo. “Era tranquilo, amoroso, buen tío con las sobrinas que alcanzó a conocer. Le gustaba el ají, como a todos los Sepúlveda, los porotos y la sopa de cabellos. La música de izquierda, Víctor Jara, Quilapayún. Muy caballero a pesar de que no tuvo grandes estudios, andaba siempre de terno y corbata”, dice ella, explicando que solo completó hasta quinto de primaria ya que, al morir el papá, quedaron a la deriva. Con el paso de los años aprendió a soldar e hizo el servicio militar en Punta Arenas. También, al crecer, comenzó a frecuentar el local del Partido Comunista, donde había mesa de pimpón, jugaban a la pelota y se juntaba con otros jóvenes del barrio.
Vladimir Salamanca Morales, secretario político del comunal César Cerda del Partido Comunista, fue uno de sus compañeros de filas, pero también de crianza. Tanto la familia de Celedonio como quienes lo conocieron, afirman que se crio con la familia Salamanca, esperando todos los días con ansias el pan amasado que preparaba la madre de esa casa. Vestido con su camisa amaranto, típica de “la Jota”, recuerda que el Chelo ingresó al partido en 1965, para la campaña presidencial de Salvador Allende. Permeado por lo que sucedía en el mundo, como la Revolución Cubana o la invasión norteamericana a Vietnam, se fue formando políticamente. Leía libros, iba al cine, era malo para la pelota, pero igual jugaba fútbol en el club deportivo Estrella Roja, para juntar la plata que necesitaban para comprar una casa para el partido, la misma que sigue funcionando hasta el día de hoy como sede.
En el verano del 67’ se hizo la marcha por la paz en contra de la intervención a Vietnam, donde fue destacado con una medalla de la República de Vietnam por haber hecho el recorrido de las dos semanas completo y de manera correcta, lavando la loza, respetando los turnos, pintando los murales desde Valparaíso a Santiago. Trabajó durante tres años en el diario El Siglo e integró la Comisión Nacional Campesina de la Jota.
En plena campaña presidencial de Salvador Allende, se dio la instrucción de crear brigadas juveniles de propaganda que llenaran los muros de rayados, dibujos y colores. Paul era el encargado de formarlas, y cuando llegó a La Legua a reclutar compañeros, conoció a Chelo. Juntos se fueron al norte, La Serena y Coquimbo, en un grupo que lideraba Paul y que miraba con respeto y admiración a Chelo, el mayor de todos. Una de las cosas que más lo marcaban, según quienes compartieron militancia con él, era su profundo sentido de clase. “Se entregó totalmente a la causa y no me extraña que haya entregado su vida en una misión del Partido. Nunca echó pie atrás por el peligro, siempre fue muy consecuente”, recuerda hoy Paul, mientras de fondo se escucha el himno de las Juventudes Comunistas que da inicio al acto político cultural que le rendirá homenaje a Celedonio en su velorio.
Ganó Allende y Chelo comenzó a trabajar como instructor de la Reforma Agraria, cuenta su hermana. “Un día le preguntaron si iba a ir donde los huasos, pero él los corrigió de inmediato diciendo que eran campesinos, no huasos. Nunca ofendió a nadie”. Un tiempo antes del golpe de Estado, él decide dejar su casa. Hoy, una sobrina cree que quizás él ya sabía lo que se venía y quería proteger a su familia.
El 11 de septiembre Violeta sentía pasar los aviones por encima de ella cuando su cuñado le dijo que había un golpe de Estado. “Yo salí y altiro pensé en el Chelo y me asusté”, dice. La historia cuenta que ese día hubo dos lugares con resistencia armada: La Moneda y la población La Legua. Habían recibido a la columna de militantes del GAP que venía desde Indumet. Se dio la posibilidad a los habitantes de salir del sector, porque quedarse era peligroso, pero Chelo no se movió, y como había hecho el servicio militar, prestó una ayuda fundamental para la resistencia.
El último día que Vladimir lo vio fue el 13 de septiembre de 1973: “en La Legua hubo control popular y había que hacer que los almacenes y las panaderías funcionaran. Junto al Chelo y dos compañeros fuimos a pedirles a los trabajadores que hicieran funcionar la cosa, ordenamos las filas y la gente nos apoyó. Ahí estuvo él, fusil en mano”. Sin embargo, el 16 de septiembre fueron los allanamientos masivos, donde muchos pobladores fueron a parar al Estadio Nacional, a la Cárcel Pública y a distintos puntos del país. Cuando Celedonio se fue a despedir y sus hermanas le pidieron que se quedara, les contó que tenía la tarea de asilar a alguien importante en una embajada y que si no daba señales en unos meses o un año, era porque había muerto. Fue la última vez que lo vieron.
La tarea había sido encomendada a cuatro jóvenes militantes de La Jota: los hermanos Eduardo y Abelardo Quinteros Miranda, Raúl San Martín Barrera y Celedonio Sepúlveda Labra. Tenían que asilar en la embajada de la República Argentina a Samuel Riquelme, quien había sido Subdirector de Investigaciones para el gobierno de Salvador Allende. El 6 de octubre de 1973, alrededor de las nueve de la mañana, los cinco cayeron detenidos en manos de funcionarios del Servicio de Investigaciones vestidos de enfermeros, mientras intentaban pasar desde el antiguo Hospital San Borja a la embajada, mediante un muro colindante. Por su cargo, Samuel Riquelme fue separado de los compañeros, estuvo preso en distintos centros y en 1975 partió al exilio. La suerte de Chelo y sus tres acompañantes fue distinta: los cuatro pasaron a formar parte de la lista de Detenidos Desaparecidos que dejó la dictadura militar chilena.
Un año después, siguiendo las instrucciones que había dado su hermano menor, Carlos fue a la Vicaría de la Solidaridad para denunciar su desaparición. Fue él quien asumió la tarea de la búsqueda, que se alargó por decenas de años y que no pudo terminar, ya que falleció antes de que se encontraran los restos de Chelo. “Mi hermano lo buscó harto, preguntando por todos lados. Yo también fui a varias partes, a todos los lugares donde ayudaban a buscar detenidos desaparecidos”, recuerda Violeta. Dice que siempre pensaron que volvería, incluso soñaba que lo veía en la esquina, mientras ella estaba en la puerta de su casa en La Legua. Corrían y se abrazaban, pero su marido la despertaba, porque ella lloraba mientras dormía. “No sueñes tanto, si te apuesto que el Chelo está en Rusia bailando a lo ruso, o en Cuba con Fidel Castro tomando un cuba libre”, le decía para distraerla. Violeta mantuvo la esperanza durante veinte años, pero después la perdió. Pensaba que lo habían tirado al mar o que lo habían quemado, que nunca lo iban a encontrar. “Hace tres meses encontraron a su compañero, Abelardo, y yo pedí que apareciera antes de que yo muriera”.
El teléfono sonó. La asistente social llamó a las tres hermanas que quedan vivas, Leonor, Violeta y Teresa, y les explicó que tenían que ir a conversar con el ministro Carroza. Violeta pensó que les iban a volver a decir que estaban haciendo todo lo posible para encontrarlo; nunca imaginó que ya había aparecido. Se demoraron en identificarlo, tuvieron que abrir la tumba de la mamá para extraer un hueso y compararlo junto a la sangre que habían dado sus hermanos. Los estudios fueron hechos en Australia, en una investigación que duró muchos años, desde 1991 cuando se descubren los cuerpos en el Patio 29 del Cementerio General. “Fue doloroso, cuando vi todos sus huesitos y la señora estaba explicando qué pasó con él. Nos mostró unos hoyitos. Pensé ¿cómo pueden ser tan desgraciados? ¿Por qué no lo mataron de un balazo y ya? ¿Por qué lo balearon por todas partes? Ahí sí que me dolió harto. Había que tomar sus huesitos y meterlos al cajoncito, pero yo no pude”, recuerda sentada en la sede, a unos cuantos metros de un pequeño cajón de madera, cubierto con la bandera del Partido Comunista, donde están ahora los últimos vestigios del hermano que tanto buscaron.
Violeta dice que va a morir tranquila, sin pensar donde estará, si habrá sufrido, si lo habrán torturado. Hoy, muchas de sus preguntas por fin tienen una respuesta. “Mi mamá antes de morir lo llamaba. Nunca supo que su hijo había desaparecido. El golpe fue en septiembre, el 6 de octubre de 1973 cayó mi hermano y mi mamá murió el 21 de febrero del 74, con la esperanza de que el Chelo volviera”. Murió esperando, igual que sus otros cuatro hermanos, igual que tantas familias en Chile. Mientras conversa con sus sobrinas, nietas y demás familiares, Violeta cuenta una de las tantas historias con las que ha ido traspasando a las generaciones la figura de su hermano, para que nunca se olvide: “Un día le pregunté si creía en Dios. Me respondió que sí creía que hubo un hombre que vino a revolucionar el mundo: Jesucristo. Me dijo que él había sembrado la paz, la tranquilidad, y había enseñado que todos somos iguales. ‘Para mí, hermana, somos todos iguales. Como dice usted, todos somos hijos de Dios’, dijo. Me preguntaba por qué algunos hombres se sacaban la mugre trabajando por una miseria mientras que otros, sentados en una oficina, se hacían millonarios. No era justo, me decía. ¿Dónde está Dios ahí? Y yo no sabía qué contestarle, si él tenía razón”.
La sala está repleta. Compañeros de partido, vecinos, autoridades y familiares están reunidos para despedir, 46 años después, al Chelo. Manuel García y Luis Le-Bert le dedican unas canciones a capella. Las palabras ante el micrófono resuenan en las paredes y tienen un punto de encuentro: Celedonio ha vuelto a La Legua después de tantos años, justo en medio de la revuelta social que ha tenido a Chile durante un mes y medio ante la atención del mundo. El 18 de octubre, cercano a la fecha de desaparición de Chelo, cientos de jóvenes evadieron el metro de Santiago y abrieron los ojos de todo un país. Desde ese momento hasta ahora, la familia y compañeros de Chelo, lo ven a él en cada uno de los jóvenes que está en la calle, luchando, ayudando, tirando piedras y corriendo del guanaco.
Violeta se ha sentido ansiosa, con miedo, no por ella, sino que por sus nietos y sus hijos. Siente que carabineros y militares no respetan a nadie. Se imagina un nuevo golpe de Estado y no puede parar de llorar. La noche anterior no pudo dormir, dice, no se podía quedar dormida para el día tan importante que venía: recibir a su hermano en la población que lo vio nacer. Tenía que estar lista para su llegada. El día anterior había ido a la marcha de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, que hacen todos los viernes alrededor de La Moneda. “Nunca había ido, fue la primera vez y desde ahora voy a ir siempre. Sin falta. Por mi hermano”.