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Opinión

3 de Enero de 2020

Columna de Pedro Pablo Achondo: Pequeño elogio a la ambigüedad

"La ambigüedad en ningún caso justifica el horror, el daño o la injusticia. No es nada de eso. Justamente lo contrario, la falta de ambigüedad ha intentado situar al humano como diferenciado y superior a todo; la falta de ambigüedad ha tendido a congelar nuestras ideas en clichés anacrónicos de libros europeos; la falta de ambigüedad interior nos ha llevado a vidas culposas entregadas a iluminados que deciden por uno", escribe Pedro Pablo Achondo.

Pedro Pablo Achondo
Pedro Pablo Achondo
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Pedro Pablo Achondo Moya; Teólogo y poeta.             

Hablar de la ambigüedad es ya un acto ambiguo, consiste en instalarse en un lugar que incomoda a la modernidad, al espíritu científico y la ansiada objetividad de las posiciones sociales. Sin embargo, la ambigüedad no es falsedad, no es el error; sino un tránsito entre lo que para algunos es bueno y para otros, malo. Lo ambiguo nos habita en todo momento y cierta corriente de pensamiento, hegemónico, religioso y moderno, nos ha impelido a despreciar. Pareciera que estamos obligados a tomar posturas en todo, a tener ideas claras respecto de todo, a definirnos en lo que somos y lo que los otros son para nosotros. Todo ello alimentado por un binarismo, una jerarquización de verdades y una obsesiva búsqueda de objetividad (empírica, positivista). Desde esa falta de autoconciencia de ambigüedad decimos esto vale y esto no, estos merecen vivir y estos no, esto es exitoso y esto no, esto se llama desarrollo y esto no.

Cuando suceden eventos como el “estallido social” y aquí la palabra evento debiera ser reemplazada por adviento, a pesar (y con la esperanza que ese adviento representa) de las connotaciones cristianas del término. Adviento es lo que se viene venir, es aquello que ha sido anunciado hace mucho y no acontece como un “evento” inesperado o aislado. Solo una percepción ingenua de la realidad chilena permitiría pensarlo así. Y no estamos exentos de ella. Como decía, asumir la ambigüedad, la propia, la de los otros y la del mundo; es un paso de madurez moral, política y espiritual. Salir de las generalizaciones tajantes y de juicios de púlpitos (morales, religiosos, políticos, económicos) es un trayecto necesario para toda sociedad que pretenda ser democrática.

Se ha hablado de una crisis moral, pero no se ha dicho de qué moral se trata; se cuestionan instituciones y mecanismos, pero no se entra en sus engranajes y dispositivos históricos. Se levanta la bandera de la prudencia y el diálogo, pero no se asumen las condiciones ni las gramáticas ni los actores para realizar dicho diálogo. Y caemos en los juicios, en linchamientos públicos y en funas apresuradas, de una forma tan fácil que abruma. De ahí que una reflexión sobre la ambigüedad, que es la nuestra, valga la pena y sea tan importante como urgente. Probablemente, los que se escandalizan de cierto relativismo humano se sentirán aterrados con esta condición ambigua, pero se les invita a caer en la cuenta de que no fue el relativismo ni la ambigüedad la que nos condujo a la crisis ecosocial que trasciende las fronteras de Chile; sino, una(s) doctrina(s) puritana(s), impuesta(s) a la fuerza y teñida(s) de universalismos y abstracciones de todo tipo. Un modelo con pretensiones de bondad y transparencia que terminó revelándose como todo lo contrario.

No sabemos todo, no lo conocemos todo (ni nos conocemos todos); apenas analizamos la realidad desde nuestra pequeñísima esquina en el mundo. Lo que en realidad ocurre es que la mayor parte del tiempo nos contradecimos a nosotros mismos, hacemos lo que no pensamos y pensamos cosas que en realidad no llegamos a realizar. Esperamos actuar de cierta manera y nos invaden miedos y angustias; y cuando pensamos que nada podemos, aparecen osadas voluntades y hermosas entregas. Somos ese movimiento gris. El paradigma verdadero-falso nos tiene sumidos en un agujero negro de la conciencia, pues como la ambigüedad no tiene permiso para aparecer, ella se esconde. Se oculta, no se muestra, se tergiversa, se transforma en torpeza o en ignorancia. No sea que nos “desperfile”.

Las instituciones esconden todo lo que pueda cuestionar esa anhelada integridad moral. Y no hay tal cosa; ella se conquista y puede costar la vida entera. E incluso así habría que entenderla como abierta, porosa y contradictoria. Esta dimensión humana es fundamental y toca temas tan relevantes hoy como el Cambio Climático o el análisis que podemos hacer de instituciones religiosas, policiales o políticas. La ambigüedad en ningún caso justifica el horror, el daño o la injusticia. No es nada de eso. Justamente lo contrario, la falta de ambigüedad ha intentado situar al humano como diferenciado y superior a todo; la falta de ambigüedad ha tendido a congelar nuestras ideas en clichés anacrónicos de libros europeos; la falta de ambigüedad interior nos ha llevado a vidas culposas entregadas a iluminados que deciden por uno. La falta de ambigüedad nos ha hecho esclavos de una conciencia moral foránea y con aires de absoluto. Y allí hemos incurrido en la injusticia, el horror y el abuso. El abuso no es parte de la ambigüedad humana, es consecuencia de la falta de ella; pues una sociedad enferma (de verdad y rectitud) vive sus sombras en lo oculto de su habitación aprovechándose del frágil, del distinto, del pequeño.

La ambigüedad (la que aquí elogiamos) es hermana gemela de la humildad. Por ello toda persona, sociedad o institución que no le dé un lugar adecuado (y esto es primordial) a ese terreno pantanoso, gris y complicado que es la ambigüedad, raramente se abrirá al perdón y será incapaz de mostrarse tal cual es: un manojo de claroscuros cambiante y en constante búsqueda. 

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