Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Podcasts

16 de Enero de 2020

[Poderosas Podcast] Mi propia dictadura: convivir con un represor

Mireya Sánchez vivió 16 años con un hombre a quien llamaremos “Astudillo”, militar en retiro y ex funcionario de la Unidad Fundamental Antisubversiva. Tuvieron cuatro hijos, quienes hoy, junto a sus nueve nietos, la alientan a contar su historia. Mireya fue víctima de violencia económica, psicológica y física, incluso tras la separación. Su historia transcurre en plena dictadura y hoy la puedes escuchar en Poderosas Podcast, relatos de mujeres que narran a The Clinic cómo rompieron el círculo de la violencia.

Por

Él era un año mayor. Medía cerca de un metro setenta era delgado, de facciones bonitas y bien marcadas, rubio con ojos color café claro. 

Cuando nos conocimos éramos niños, vivíamos en el mismo barrio. Era una época donde la gente compartía mucho. Él era el noveno de trece hermanos y nos juntábamos en mi casa, porque mi papá no nos dejaba salir. 

Comenzamos a pololear cuando yo tenía 14 y él 15 años; era una cosa de niños, tal vez la misma costumbre de estar juntos siempre. Nunca me pregunté si era el indicado o si yo iba a estar bien a su lado. Lo que sí me llamó la atención es que era un hombre muy pulcro. Su apariencia era lo primero bajo cualquier circunstancia. 

Él entró a las Fuerzas Armadas cuando tenía 17 años y seguíamos pololeando. Yo lo iba a ver los fines de semana al cuartel, cuando le tocaba visita, hasta que quedé embarazada en una época en la que hacerlo era un pecado mortal. En casi todas las familias, al igual que en la milicia. La única alternativa posible en esos años era que yo me casara. Armamos un matrimonio en quince días. 

En el año 82 empezó a trabajar como uniformado y justo estalló la guerra de las Malvinas. Toda la promoción de ese año se fue a Punta Arenas. Él fue trasladado, lo que cambió el destino de nosotros como pareja. Cuando se terminó el conflicto, se quedaron todos en Punta Arenas, incluido él. Allá vivió como soltero y yo acá con una niña chica. Fueron las primeras pistas de que él no iba asumir la responsabilidad de tener una familia. 

Con suerte me llamaba una vez al mes. De hecho, cuando yo quería comunicarlo, tenía que ir al Ministerio y pedir que me ayudaran. Solo acudí un par de veces, cuando la niña estaba enferma. 

Hasta que viajé el 11 de agosto de 1983 con mi hija ya de dos años. Sentía que Astudillo estaba haciendo su vida sin pensar en nosotras. Mi mamá me ayudó con ese tema y me compró los pasajes. Yo siempre supe que él no quería que yo me instalara allá. 

En Punta Arenas yo no me podía vestir con pantalones, mucho menos hablar con otras personas del sexo opuesto mirándolos a la cara. Él me controlaba. Yo tenía apenas 21 años. 

Mireya y su familia. Gentileza de Mireya Sánchez

Astudillo solía humillarme delante de la gente. De repente, en la pareja se pueden decir cosas en broma, pero que no sean motivos para que los demás te cuestionen, que finalmente era lo que pasaba con lo que él hacía.

Tras un par de años viviendo allá se empezó a notar que los que se fueron para la guerra volvieron trastornados. Fue súper difícil, no estaban las condiciones para que formáramos una familia, no podíamos construir un proyecto común. Pasaba mucho tiempo sola, lloré mucho, le supliqué. Él siguió con su vida y no tuvo consideración conmigo.

Nos vinimos a Santiago el año 1987. Volví yo primero y después él. Acá aparecieron las primeras señales de violencia física. El Astudillo trabajaba en un lugar muy complejo, la Unidad Fundamental Antisubversiva. Era plena época de manifestaciones contra la dictadura, y él pasó a ser parte del equipo que disolvía las protestas. Agredía a la gente y estaba entrenado emocionalmente para eso. De paso me agredía a mí. 

Yo estaba embarazada de la Karin. Tiempo después, el Astudillo pasó a ser parte del equipo del Fiscal Torres, quien se convirtió en uno de los favoritos de Pinochet por su aporte al encubrimiento sistemático de las violaciones a los derechos humanos. Estaba metido en un asunto bien complejo. En una pelea que tuvimos, él me amenazó: “Tengo un par de granadas y te las voy a venir a tirar”. 

Cuando ya estábamos instalados en la ciudad, le reembolsaron una cantidad importante de los enseres de la casa que nosotros vendimos en Punta Arenas. Apenas le pasaron la plata, se fue de parranda. Al otro día cuando llegó, con todos los resabios de una trasnochada y todavía medio curado, lo hizo con un maletín en donde todavía quedaba algo de dinero. Yo reclamé y él me tiró contra la muralla. Yo estaba embarazada nuevamente. Después recibí un golpe en mi tercer embarazo. Es el que más recuerdo. Estaba separada, le había dicho que ya no queríamos vivir con él. Igual le dejaba ver a los niños, nunca se lo prohibí. Un día sábado él había venido a ver a los niños y yo aproveché de ir al súper. Esa noche se quedó mi cuñado y mi hermana conmigo. Yo creo que eran las dos o tres de la mañana, estaba durmiendo y sentí que alguien me empezó a tocar la cara. Estaba todo oscuro. Prendí la luz y era él. Había entrado a la casa a la mala, ebrio y me estaba tocando. Esa noche me pidió perdón. Yo me acuerdo que le dije: “por favor ándate y déjame dormir. Yo estudio, trabajo”. Me pegó un combo tan fuerte, que reboté contra la cama. Quedó todo ensangrentado. 

Él siguió viendo a los niños. Un día eran las ocho y no me los traía. Partí a buscarlos a su casa y de vuelta nos trajo a todos. Eran las ocho de la noche, un día sábado y él venía impecable, recién bañado, perfumado, vestido; tenía carrete. Entonces yo le dije: “parece que nos vamos de fiesta”. No sé si fue mi error habérselo dicho delante de los niños. Se molestó tanto que me dio un combo fuerte en la nariz, me rompió toda la boca. 

Cuando salía del instituto, yo me subía a la micro y él estaba arriba, me venía vigilando. Un día llegamos acá y me dijo: “quiero ver a los niños”. Yo quería que se fuera y lo estaba echando. Antes de irse, quiso darme un beso, pero yo ya no quería nada con él. Salió de la casa y prendió un cigarro. Como yo no acepté dale un beso, y mucho menos un abrazo, no se le ocurrió nada mejor que apagar el cigarro en mi cara. 

Años después, cuando retornó la democracia, en conversación con una persona cercana a él, me comentó que Astudillo había sido mencionado en el Informe Rettig. Nunca supe si era verdad, me daba pavor encontrarlo ahí. Ese es uno de mis mayores miedos.

Era el año 1998 y yo había iniciado el tema de la pensión de alimentos. Él ya se había retirado de la milicia, de cualquier trabajo remunerado con contrato, eso sabíamos. Hasta que un día nos enteramos que había ingresado a un trabajo con contrato. Le iban a retener el 50%, lo que le correspondía por los cuatro niños. Cuando lo notificaron, me llamó por teléfono. 

Yo trabajaba como administrativa relativamente cerca y me dijo: “en media hora estoy allá”. Yo llamé a su hermano y le dije: “por favor, el Astudillo me acaba de decir que viene para acá, por favor, llámalo y ve de qué se trata para un poco resguardarme”. 

Ese día en la oficina a mí me correspondía estar sola, normalmente estaban todos en terreno. Afortunadamente, ese día estaba el gerente del nivel central y se sentó al lado mío a hacer llamados telefónicos. Ese caballero debía estar fuera de Santiago, pero por una casualidad, me hizo compañía.

Cuando el Astudillo abrió la puerta, me amenazó y me puso su pistola en la cabeza. Este caballero se puso pálido y lo único que le dijo fue: “por favor, cálmese. Conversemos. Siéntese”. Ahora que lo pienso, ese señor me salvó la vida. Él estaba parado en la puerta, rojo, gritaba, me echaba garabatos, me sacó la madre.

Después de ese episodio me cuidé mucho. Renuncié a cobrarle la pensión porque tenía miedo. Seguí apechugando con lo poco que teníamos, porque estaba mi seguridad de por medio. Así fue como yo cerré ese capítulo. 

Desde ahí en adelante, no supe más de él.

*Escucha esta historia completa y otras en Poderosas Podcast. Encuéntranos en Spotify, Google Podcast, Apple Podcast y en The Clinic

Notas relacionadas