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Cine

3 de Febrero de 2020

Parasite de Bong Joon-Ho: Siempre al límite

"La crisis del mundo en una ficción que son muchas ficciones, una historia que nos duele porque, aunque haya distancias geográficas y culturales, es una crisis que conocemos bastante bien. Parasite es la consumación de ese mundo que va de mal en peor. Quizás en un año marcado por los estallidos sociales, como el de Chile, Ecuador o Colombia, y por el agotamiento de un sistema de abusos, no podría ser otra la película que nos llevara al cuestionamiento de un presente que nos pesa".

Víctor Hugo Ortega
Víctor Hugo Ortega
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Parasite. El boca a boca viene haciendo lo suyo desde que terminó el Festival de Cannes 2019, donde el jurado presidido por el mexicano Alejandro González Iñárritu le entregó la Palma de Oro a la mejor película. Bong Joon-ho, el primer coreano en ganar Cannes. Bong Joon-ho, el hombre que no tiene problemas con mezclar los géneros en el cine, algo que para algunos es un sacrilegio. Bong Joon-ho, el cineasta al que no le gustan las películas de superhéroes. Bong Joon-ho, el director de Parasite, la película que va sumando seguidores por todo el mundo. Y premios también. El próximo domingo va por el Oscar; está nominada en seis categorías. 

La historia parte de una premisa simple, incluso ingenua, pero poco a poco se detonará un conflicto mayor, que irá en aumento, y que está haciendo que Parasite sea catalogada como una película delirante, quizás porque su reflexión también apunta a una sociedad que en su división de clases ha perdido los estribos hace rato. La trama sigue a una familia sumida en la cesantía, falta de recursos e inercia hasta que el hijo mayor, Gi Woo (Choi Woo-sik), a través de un enroque con un amigo —que podría resultar lo menos atrayente de la película y hasta poco creíble para el espectador—, empieza a dar clases particulares de inglés a la hija mayor de los Park, una familia burguesa de Seúl, que vive en una casa moderna y amplia, la cual será fundamental como escenario en donde ocurre gran parte de esta historia. 

“Todo, hasta nuestro olor corporal, es un asunto de clase”, dijo Bong Joon-ho en una entrevista hace unos meses. La frase ha sido replicada por cientos de usuarios, casi como un manifiesto brutal, como algo que determina una forma de ver el mundo. Las diferencias de clases, el desprecio de los unos por los otros, son parte de una crisis global. Ver Parasite es enfrentarse no a una, sino a varias películas. Y el guiño al olor está puesto en este guion con lucidez; es uno de esos momentos en que los espectadores se podrían incomodar en medio de la disyuntiva de la risa o la tensión. Porque Parasite es eso, una fractura de sentimientos, una mezcla de suspenso, crítica social, humor, drama, pero finalmente una encrucijada de resolver quiénes son los buenos y los malos. Los parásitos, en este caso. 

Y esa pregunta escapa a la película y opera mucho más allá. Parasite es una experiencia cinematográfica que sacude al espectador, tal como lo hace el buen cine, el de siempre, ese que demora en envejecer o, con el paso del tiempo, se vuelve mejor. En esta historia hay una dosis de Hitchcock, de Scorsese, de Kubrick. La manipulación de la casa de la familia burguesa para que se articule en ella todo lo que se va presentando trae al recuerdo películas de estos tres grandes maestros, expertos en el arte de intervenir espacios arquitectónicos, que a su vez deformarán los espacios fílmicos. También se puede enlazar la filosofía de Parasite con lo propuesto por el creador de The Wire (HBO; 2002-2008), David Simon, el hombre que cambió para siempre las series de ficción, con esa búsqueda creativa precisa para evitar los estereotipos y no segmentar entre buenos y malos. Eso es clave en Parasite, no tenemos en quién poner nuestra empatía, no tenemos forma de resolver de parte de quién estamos. Por esto es que resulta difícil asociar la película de Bong Joon-ho a alguna otra, más allá de referencias visuales o el manejo del suspenso, por ejemplo. Y también se entiende la rotulación que le ha dado la prensa de ser “única”. Es simple: no hay muchas películas como Parasite. El director partió de una idea muy clara, la extrañeza y gracia que alguna vez le provocó mirar un entorno social opuesto, cuando en su juventud dio clases particulares a un niño de una familia rica. Desde allí en adelante, lo impensado. 

El éxito de una película radica muchas veces en la identificación que esta logra con la audiencia. Esa identificación a veces es sobre algo que ilusiona, que invita a soñar, que funciona como una puerta hacia otros mundos. Pero hay otra identificación, que es la del malestar y del desgano por la realidad en que vivimos. La crisis del mundo en una ficción que son muchas ficciones, una historia que nos duele porque, aunque haya distancias geográficas y culturales, es una crisis que conocemos bastante bien. Parasite es la consumación de ese mundo que va de mal en peor. Quizás en un año marcado por los estallidos sociales, como el de Chile, Ecuador o Colombia, y por el agotamiento de un sistema de abusos, no podría ser otra la película que nos llevara al cuestionamiento de un presente que nos pesa. 

¿Por qué Parasite es un fenómeno?, se preguntan muchos. Las palabras de la historiadora argentina Elena Oliveras pueden acercarnos a la respuesta. “En un contexto de estimulaciones poderosas no es extraño el gusto por los excesos. Vivimos en los extremos. La violencia, la inseguridad, las diferencias sociales son extremas (…) Acaso necesitemos ser sacudidos, ensordecidos, enmudecidos, para sentir que existimos en una sociedad que tiende a la apatía o la indiferencia”. Una de las consecuencias de que Parasite juegue con las formas es precisamente poner en jaque a cualquier intento de indiferencia por parte del público. 

El morbo del espectador es lógico para una historia en que la tormenta se desata de forma intensa y no desaparece hasta el final. Muy probablemente, Parasite ha llegado al mundo de las historias para ser una referencia maestra de cómo buscar ideas para que un relato se aleje de lo predecible. Como suele suceder con las películas que marcan una temporada, y tal vez una década, el espectador curioso querrá revisar la filmografía de su director. En ese camino aparecerán los vínculos entre filmes que van rozando la categoría de culto. Bong Joon-ho había dirigido en el año 2003, Memories of Murder, una película con uno de los finales más arriesgados que recuerde el cine del nuevo siglo y una referencia de renovación del policial, que se adelantó a lo propuesto por David Fincher en Zodiac (2007) y conquistó a Quentin Tarantino, quien ya se había declarado fan del surcoreano luego de ver The Host (2006). 

Después vinieron títulos como Mother (2009), Snow Piercer (2013) y Okja (2017). La relación no circular de estas cuatro cintas de su filmografía, nos dejan claro que lo de Bong Joon-ho está lejos de ser una casualidad. Al contrario. Parasite es el resultado de las búsquedas de un director de 50 años, que ha querido inventar y jugar con todas las posibilidades que le entrega el acto de contar, siempre al límite del riesgo y evitando que sus películas sean apuntadas como convencionales.  

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