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Opinión

16 de Noviembre de 2020

Columna de Agustín Squella: Cínicos de ayer y hoy

Foto: Freepik

“En los tiempos que corren, pandemia incluida, ha asomado un tipo de cinismo distinto, no el del fingimiento y la doblez, tampoco el antiguo de la transgresión, sino el del escepticismo perezoso y ostentoso que se pavonea de no creer en nada –en nada bueno al menos- y que se sienta a esperar a que ocurra la tragedia sin hacer lo más mínimo para evitarla”.

Agustín Squella
Agustín Squella
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Diógenes han existido varios en la historia del pensamiento occidental, pero Diógenes el Cínico ha habido uno solo, y no por su doblez –de la que careció por completo-, sino porque iba por las calles de Atenas haciendo filosofía mal vestido, sucio y descuidado a la hora de comer en los lugares públicos habilitados para ello, los cuales evitaba para comer allí donde le dieran ganas. 

Dicen que dormía dentro de una tinaja, en plena calle, y fue por todo eso que sus contemporáneos lo llamaban “perro”, puesto que kynikós era la palabra griega para ese mamífero doméstico y también callejero. Por añadidura, los seguidores de Diógenes, considerados igualmente “perros”, fueron llamados también “cínicos”, entre ellos Hiparquía, tal vez la primera mujer filósofa de la historia, quien a todos los defectos ya señalados sumaba el  desparpajo de sus conductas sexuales públicas, carentes de toda inhibición ante la presencia de extraños. 

Cuando los varones de la época la reprendían, ella solía responderles diciéndoles si acaso querrían verla, como a sus esposas, muda, en casa y ocupada sólo del tejido. Diógenes pudo llevar las cosas demasiado lejos al pedir que una vez muerto echaran sus restos a los perros, o que, en el peor de los casos, lo enterraran muy superficialmente bajo tierra para que los mastines pudieran encontrarlo y darse el festín que merecían. Un perro Diógenes, hasta el final.

Entre otras, Diógenes nos dejó tres lecciones. Una sobre la dignidad humana, en el episodio que tuvo con Alejandro Magno. Hallándose nuestro personaje tendido al sol en plena calle, se le acercó el magno guerrero y conquistador, quién le ofreció, una vez que estuvo de pié  junto a él, “Pídeme lo que quieras”, a lo cual el filósofo respondió: “No me hagas sombra”. 

Diógenes pudo llevar las cosas demasiado lejos al pedir que una vez muerto echaran sus restos a los perros, o que, en el peor de los casos, lo enterraran muy superficialmente bajo tierra para que los mastines pudieran encontrarlo y darse el festín que merecían. Un perro Diógenes, hasta el final.

En otra ocasión, se le pidió que se identificara y contestó con la palabra “cosmopolita”, o sea, perteneciente al mundo y no a una ciudad, un país, una casta o una profesión cualquiera. Y cuentan también que le gustaba ingresar al teatro abriéndose paso entre la multitud que salía en ese momento de él, sólo para demostrar con ello que a veces había que ir contra la corriente.

Diógenes el Cínico perteneció a un grupo de filósofos bastante menos conocidos que los tres grandes de la antigüedad griega –Sócrates, Platón y Aristóteles- y, al igual que casi todos los presocráticos, cayó relativamente en el olvido, entre otras cosas, gracias al fanatismo de un idealista como Platón, quien al parecer creyó que los filósofos anteriores a Sócrates que a él no le gustaban no sólo habían sido presocráticos, sino prefilósofos, o incluso nada filósofos, que fue también la suerte que corrió Demócrito, contemporáneo de Sócrates, a quien el idealista Platón ignoró olímpicamente por tratarse de un materialista, llegando incluso al intento de prender fuego a la voluminosa obra del filósofo al que consideró un enemigo personal y un mal para la humanidad.   

Pues bien: está claro que la filosofía no comenzó con Sócrates –el Sócrates de Platón, puesto que el original no escribió ni una sola línea- y que antes de esa gran figura hubo otras que no le fueron en zaga, pero que, al menos hasta hace muy poco, fueron  desconocidas o vilipendiadas, especialmente los sofistas, y en el caso de estos últimos sólo porque cobraban por sus lecciones de oratoria y argumentación. 

¿Se imaginan ustedes qué habría sido de los actuales profesores de filosofía que remuneran colegios y universidades si no es por esos piojosos antepasados que se permitieron recibir dinero por sus enseñanzas? En uno de sus libros, Michel Onfray intenta llevar adelante una contrahistoria de la filosofía, o sea, un relato alejado de los manuales canónicos que respecto a la actividad filosófica ponen a Sócrates, igual que el cristianismo a Jesús, como el origen indiscutido, en un caso de la filosofía y en el otro de una religión. 

No obstante la grandeza de esa particular encarnación, la filosofía no comenzó propiamente con Sócrates ni con sus magníficas preguntas dirigidas a aquellos de sus contemporáneos que circulaban por las calles en pose de sabios y virtuosos. El tábano socrático los enfrentaba con preguntas cuyo objetivo era hacerles ver que no sabían lo que creían saber, o que sabían menos de lo que creían, o que, sabiendo algo, carecían del lenguaje o de la capacidad argumentativa para  transmitir su saber de manera convincente.

El libro de Michel Onfray se llama “La sabiduría de los antiguos”, Tomo I, y se trata de una feliz reivindicación de algunos filósofos griegos anteriores a Sócrates, o incluso contemporáneos a él, como Demócrito, quien, no obstante, suele ser mencionado en los textos oficiales como uno más de los habitantes del patio trasero de los presocráticos

Onfray puede resultar a veces algo enfático. Bueno, el hombre es francés. Pero se trata de un autor con un pensamiento robusto que nada tiene que ver con el de tantos surfistas que se deslizan hoy por la superficie de las ideas y que sólo están preocupados de publicar a lo menos un libro por año, sin distancia, sin conocimiento, sin reflexión, sirviendo antes a la industria editorial que al mundo de las ideas.

¿Cuántos autores, novelistas incluidos, han perdido su libertad de creación y de expresión no ya por culpa de la censura, sino por la presión que ejerce sobre ellos una industria interesada en renovar constantemente las vitrinas y bandejas de las librerías? Es de esa manera que los libros podrían llegar a transformarse en otro objeto desechable, efímero, transitorio, en perpetua competencia con otros libros, incluso de un mismo autor, y  todos luchando por un lugar entre los 10 más vendidos (que no necesariamente leídos) de cada semana.

El Diccionario de la Lengua Española hace justicia a los cínicos al incluir entre los significados de esta palabra a la escuela filosófica que venimos mencionando. Con todo, los significados de “cínico” que prevalecen son los que relacionan esa palabra con la falsedad y la desvergüenza.

¿Cuántos autores, novelistas incluidos, han perdido su libertad de creación y de expresión no ya por culpa de la censura, sino por la presión que ejerce sobre ellos una industria interesada en renovar constantemente las vitrinas y bandejas de las librerías? Es de esa manera que los libros podrían llegar a transformarse en otro objeto desechable, efímero, transitorio.

En los tiempos que corren, pandemia incluida, ha asomado un tipo de cinismo distinto, no el del fingimiento y la doblez, tampoco el antiguo de la transgresión, sino el del escepticismo perezoso y ostentoso que se pavonea de no creer en nada –en nada bueno al menos- y que se sienta a esperar a que ocurra la tragedia sin hacer lo más mínimo para evitarla. 

Entre muchos de los intelectuales, criollos o de alcance mundial, se ha desatado una suerte de competencia a ver cuál de ellos se muestra más pesimista, como si serlo fuera indicio de una superior inteligencia, como si nos estuvieran diciendo que a ellos no los engañan, que no les meten el dedo en la boca en asuntos políticos, sociales, económicos o culturales. Incluso en asuntos de carácter ético se muestran fríos, distantes, indiferentes, y se dirigen a quienes se los toman en serio con el mote de “buenismo”. O sea, el bien ya no existe para ellos, y quienes se empeñan en practicarlo son culpables de “buenismo”, esto es, de un exceso de candor y buenas intenciones en un siglo que, como el actual, continúa pareciéndose mucho al XX de “Cambalache”.

“El mundo fue y será una porquería, ya lo sé…”, parecen entonar esos intelectuales, lo cual es perfectamente legítimo, y muy probablemente cierto, lo cual no excluye, sin embargo, que haya aún buenas personas que trabajan para mejorarlo y que merecen un reconocimiento positivo en vez del insulto de “buenismo”.

El bien ya no existe para ellos, y quienes se empeñan en practicarlo son culpables de “buenismo”, esto es, de un exceso de candor y buenas intenciones en un siglo que, como el actual, continúa pareciéndose mucho al XX de “Cambalache”

Se trata de unos cínicos posmodernos, muy alejados del radical inconformismo de los antiguos. Conservadores, además, porque consideran que nada tiene remedio y que no vale la pena afanarse porque las cosas, que siempre van un poco mal, vayan finalmente lo mejor posible. Cínicos moralistas, también, aunque en sentido inverso, porque celebran o cuando menos se resignan al debilitamiento de la moral pública y privada, y consideran que todo acto de bien es sólo un ardid propagandístico de quien lo lleva a cabo.

Diógenes el Cínico, el auténtico cínico, no se reconocería en nuestros blandos y acomodaticios cínicos posmodernos.

*Agustín Squella es abogado, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2009.

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