La pose frente a la cámara de las bandas eléctricas activas en Chile bajo dictadura era la opuesta a la que dicta la convención de la fotografía rockera promocional. No es el gesto del acomodo ni la autovalía orgullosa lo que vemos en esas imágenes, sino algo que más bien sugiere la urgencia del trabajo a contracorriente y la alerta a la precariedad circundante.
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Era un tiempo de imágenes relevantes, cargadas de una impronta histórica pero no asociadas al ansia omniregistro de nuestros días. En los escasos espacios para la música en vivo de las ciudades chilenas en los años 80, los intermitentes conciertos de rock y pop de propuesta añadían a la precariedad técnica otro montón de obstáculos. Si ya la amplificación de sonido conseguía apenas el bosquejo de un estéreo envolvente, la iluminación menos que básica hacía de la filmación y la fotografía de cada encuentro casi un gesto de honor en un medio sin fuelle ni garantías.
«Éramos jóvenes, y nos bastaba con el registro, el mono, la anécdota», describe el fotógrafo Gonzalo Donoso, cuya afición musical y amistad con bandas de la época alentaron un trabajo que el tiempo ha vuelto referencia. «Lo que ahora entendemos por producir un show, no estaba. Lo importante era tocar, nada más. Con el sonido que hubiese… y, si había suerte, con iluminación. Lo que no se podía hacer en escenografía se compensaba con el look».
Activo hasta hoy en el retrato profesional de músicos chilenos, sus tomas de esos años rara vez respondieron a encargos pagados. Eran fotos situadas en los alrededores de los espacios de ocio que generaba la escucha de discos; con esa excusa se reunía gente inquieta por un futuro en la pintura, el teatro o la música. Los Pinochet Boys en rincones del barrio Yungay de grisura desafiada por sus selectas chaquetas. El grupo Dadá en improbables salas de ensayo. Álvaro España (Fiskales Ad-Hok) cargando un cartel anticensura en una protesta callejera. Emociones Clandestinas de traje y chasquillas junto al río Biobío, como unos Kinks penquistas. Upa! y el gel. Las Cleopatras en vestidos ajustados. Las primeras formaciones de Electrodomésticos, Los Tres y Parkinson, antes de siquiera tener la conciencia de una eventual profesionalización en el rock.
Es justo que Donoso haga sus recuerdos de la época en primera persona del plural. Él y los otros pocos fotógrafos inquietos por captar los irrepetibles ambientes de esos años —Hugo Pineda, Esteban Cabezas, Bernardita Birkner, Cristián Galaz— se fundían en una corriente de roles indistinguibles al momento de la escucha. Recuerda Leonardo Aller en su libro testimonial Dadá. Underground en dictadura (2009) los preparativos y el caótico desarrollo del hoy legendario Primer Festival Punk, realizado en junio de 1986 en un sindicato de calle El Aguilucho, también con Pinochet Boys, Zapatilla Rota e Índice de Desempleo:
El lugar era bueno y súper amplio. Esta tocata nunca la voy a olvidar. Siempre estará en mi memoria hasta la muerte. Lo que íbamos a hacer ese día era lo más punki hecho en onda música en el país. Aquí empezó todo lo que vendría […]. Al no tener baterista, le pedimos al Gonzalo [Donoso] que tocara, y atinó altiro […]. Le dimos sin parar como media hora. El TV [Star] vociferaba lo que en ese momento se le venía a su mente, mientras su mina [Lorenza Aillapán] leía unas weas que tenía escritas; para mí fue alucinante. Todos los que estaban mirando y escuchando quedaron en otra.
«Éramos jóvenes, y nos bastaba con el registro, el mono, la anécdota», describe el fotógrafo Gonzalo Donoso.
Las fotos que hasta hoy circulan de la pionera escena punk en Chile, así como de los inicios de grupos como Electrodomésticos, La Banda del Pequeño Vicio, Aparato Raro, La Ley o Fiskales Ad-hok, conforman una estética por completo paralela a la convencional en la fotografía rockera. No hay colores ni focos dirigidos; los exteriores son en general inhóspitos, y en el interior los movimientos se restringen a escenarios o espacios pequeños, decorados con la escenografía de la carencia.
Peñas, parroquias y patios universitarios mantenían la resistencia de un canto popular que ofrecía códigos quietos para un reconocimiento cómplice. Pero para quienes ansiaban otro tipo de canción crítica, al fin conectada a tendencias cosmopolitas y al diálogo con diversos oficios creativos, la provocación debía instalarse en la escucha y consolidarse a simple vista.
No hay colores ni focos dirigidos; los exteriores son en general inhóspitos, y en el interior los movimientos se restringen a escenarios o espacios pequeños, decorados con la escenografía de la carencia.
Por eso, en muchas de las fotografías a bandas de la época la mirada que se devuelve es la de jóvenes desafiantes. Aparecía algo intimidante en los ojos de Titín Moraga durante un show de la Banda del Pequeño Vicio en la discoteque Neo, en la postura corporal intrépida del fallecido TV Star (Dadá), y en las piernas delgadas enfundadas en bototos negros de la primera formación de Fiskales Ad-hok —con Pogo en guitarra— antes o después de un recital en Matucana, todos ellos frente a la Minolta X700 de Hugo Pineda. Egresado de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile tuvo un primer trabajo estable como fotógrafo de La Batuta:
«Era complicado, y había que tener cierta valentía… pero la hicimos», dirá sobre esos años Pineda, residente en Europa desde hace más de dos décadas. «Me siento identificado con un grupo de gente comprometida con lo que pasaba, a quienes nos gustaba la ciudad y dar vueltas en una época en que había mucho que ver y que contar. Necesitábamos hacer cosas cuando no te dejaban hacer nada».
Algunas de las imágenes en alto contraste de blanco y negro captadas entonces por Pineda están compiladas en el libro La ruta ochentera (2014).En el prólogo del libro, Roberto Merino comenta sobre los artistas del llamado underground retratados allí:
… los que aparecen dejan la idea de una vitalidad que surgió a despecho de las «condiciones objetivas». Ya la pintura de edificios garabateados que se ve en el segundo plano del retrato de TV Star transfiere el vibrato de una alegría real. La alegría paradójica del exceso en la precariedad, del reviente en medio de la opresión política, del reconocimiento generacional en un mundo de comunicaciones cortadas.
«Intuíamos que más allá de Chile pasaban cosas, y queríamos participar de eso», añade Bernardita Birkner, cuyas fotos de Pinochet Boys aún transmiten lo que para la época era la disidencia atrevida de la fiesta y la distracción en colectivo: «Sobre todo, recuerdo la avidez por informarnos, por conocer tendencias, por compartir algo distinto a lo que vivíamos». Cada banda retratada por Esteban Cabezas para el reportaje de enero de 1986 «NUEVA OLA EN CHILE. EL POP DE LOS 80», en la revista La Bicicleta, se entiende hoy como la cara debutante de una autoconfiada apuesta de futuro: ahí están Silvio Paredes, Pedro Villagra, María José y Tan Levine, Luciano Rojas, Andrés Bobe, Igor Rodríguez, entre otros que volverían muchas veces a medios y escenarios después de su paso por Primeros Auxilios, Paraíso Perdido y Aparato Raro. El redactor de esa nota, Cristián Galaz, aún estudiante universitario, era activo en el registro por diversos medios de la fuerza naciente destinada a dejar «la inercia de los 70», como constataban Los Prisioneros en el himno generacional que los instaló para siempre en la música chilena. Galaz filmó a Los Prisioneros para varios videoclips y un valioso cortometraje documental producido por ICTUS, además de registrarlos en históricas sesiones fotográficas. Una de estas, en los ruinosos terrenos de la ex CCU, dio la imagen para la portada del primer cassette de la banda, La voz de los 80 (1984). Si el gesto adusto y la ropa en extremo sobria de Narea, Tapia y González en esa suerte de antifoto promocional no eran ya suficientes señas de identificación, los dos listones azules sobre blanco de las North Star a sus pies contenían el manifiesto de todo gesto visual pop; en su caso, achilenado: el de un orgullo de clase decidido a ostentar el calzado más popular y accesible de su tiempo. Los Prisioneros ambicionaban la gloria desde las mismas pisadas del escolar de liceo y el trabajador sin ahorros, en un novedoso desafío de rockeros autodidactas y ajenos a la prescripción publicitaria de ordenanzas de estilo.
Las de este tiempo suelen ser referencias en blanco y negro, y no por una opción autoral. Al circuito flotante de la época, activado por «una mezcla indisoluble» entre ambientes y oficios creativos diversos, lo unía el equilibrio entre realidad y fantasía de «una economía de guerra, mucha estética y una inconsciencia del peligro que muchas veces corríamos», según Esteban Cabezas, entonces estudiante de periodismo. También esa inventiva está en los músicos de sus fotos de la época. Uno de sus retratos más célebres paradojalmente no muestra ningún rostro descubierto: bajo artesanales máscaras de soldadores, los tres integrantes de Electrodomésticos se presentan como los experimentadores pop y técnicos creativos ya capaces de ostentar una identidad distintiva.
La convivencia y la amistad bordeaban las circunstancias de muchas de estas fotografías. Para Bernardita Birkner, entonces estudiante en el Instituto de Arte Contemporáneo, el registro cotidiano de sus cercano/as era un añadido a una búsqueda estética mayor y común: la avidez por acceder a más información que la disponible, a referencias importadas de inspiración refrescante. Su comunidad de curiosos incluía a los pintores, dibujantes, actores y músicos cuyos retratos —desplegados hoy en la cuenta <instagram.com/artebbirkner>— conforman la estampa particular de algo así como un realismo doméstico, entre cuya precariedad consigue asomarse una innegable elegancia:
«No éramos de producir una ambientación especial, pero podíamos organizar una sesión de fotos en alguna azotea solo porque un amigo se había comprado un abrigo nuevo en la ropa usada o alguien se había cortado el pelo», ilustra ella. Las fotos suyas recopiladas en el libro Pinochet Boys (2008) —también con fotos de Gonzalo Donoso, Monse Minguell, Verónica Astudillo e Iván Conejeros— escapan a veces del blanco y negro gracias a un trabajo de retoque tan minucioso como artesanal. En época análoga, las fotos podían adquirir nueva vida gracias a trazos de plumones, micas de colores superpuestas, tramas Mecanorma o marcas en letra set.
Los Prisioneros ambicionaban la gloria desde las mismas pisadas del escolar de liceo y el trabajador sin ahorros, en un novedoso desafío de rockeros autodidactas y ajenos a la prescripción publicitaria de ordenanzas de estilo.
La fotografía musical de fines promocionales suele estandarizar poses entre un retratado y un retratista al que este desconoce. El disparo es un encargo. La imagen, el resultado de una cita sin bordes de contexto. Entre las muchas particularidades en la creación de canciones eléctricas del Chile bajo dictadura, la visualidad que perdura sugiere la existencia de una tribu que se acompaña con las fortalezas de especialidades diversas de pronto conectadas. Dadas las circunstancias, esa compañía era, además, resguardo.
Este ensayo es parte del especial “Rupturas Culturales en Dictadura“, del Centro para las Humanidades UDP, cuyo sitio web estará disponible desde hoy, 28 de octubre de 2021.
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