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Reportajes

11 de Junio de 2022

ADELANTO. El libro que muestra cómo es la vida en Haití y por qué su población lucha por sobrevivir en Chile

Haití Mariana Schkolnik

Me imaginé que un mayor conocimiento de su realidad ayudaría a admirarlos más, a apoyarlos más, a cuidarlos más, Esa fue mi motivación y urgencia para que surgiera este libro: "Crónicas haitianas".

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Este libro tuvo su inicio desde que pisé Haití

El primer día, el choque visual me inspiró a mandarles mails a mi familia y a mis amigas, contándoles lo que mis ojos veían y lo que yo percibía. Estos mails se sucedieron por dos años, y empecé a tomar notas en cuadernos y papeles.

A mi llegada a Chile, organicé en cuentos mis escritos y en talleres literarios fui compartiendo los textos. Mis compañeros, amigos y sobre todo mi madre me instaron a publicarlos.

El racismo visceral y el maltrato me dio más fuerza a la idea de publicar algo sobre su realidad, su historia. Me imaginé que un mayor conocimiento de su realidad ayudaría a admirarlos más, a apoyarlos más, a cuidarlos más. Esa fue mi motivación y urgencia para que surgiera este libro: “Crónicas haitianas“.

Aquí, uno de sus capítulos.

Mariana Schkolnik, autora del libro.

El asalto a los campamentos

Eran las tres y media de la madrugada y tomábamos nuestro cuarto café. Se iniciaba por fin el empadronamiento en los campamentos. Por razones en apariencia estratégicas Vanko nuestro jefe de misión, junto con el equipo de terreno, decidieron emprender esta tarea como una operación militar de ataque sorpresivo y nocturno.

Hasta ahí el trabajo había sido más bien de oficina, comprar equipamiento informático, elaborar formularios, bases de datos y formar equipos para las diversas tareas. Esa noche me incorporaron al primer equipo de catastro en terreno y debía sentirme orgullosa. Pero estaba secretamente aterrada, aterrada de que fuéramos agredidos – y con justa razón – por pedradas, gritos y alaridos de mujeres y niños.

-Vanko, estás loco, no podemos llegar en medio de la noche a invadir sus carpas y su privacidad – argumenté una vez más.

El racismo visceral y el maltrato me dio más fuerza a la idea de publicar algo sobre su realidad, su historia.

Él, que ya estaba irritado por la cantidad de instrucciones que no eran comprendidas o acatadas de manera inmediata, me contestó con dureza.

-Tú no entiendes nada, muchas familias tienen carpas en distintos lugares de la ciudad, lo hacen para recibir más alimentos y ayuda. Sólo a esta hora sabremos realmente cuántas personas hay en cada campamento. No seas ingenua y déjanos trabajar en paz.

-Vanko, lo encuentro horrible, se parecen a los allanamientos de poblaciones en la época de Pinochet.

-¿Me vas a empezar a hablar de derechos humanos y esas cosas? Acá no hay ni para comer. Camila, estás demorando el trabajo y se nos hace tarde, si no quieres no vayas, pero no molestes más.

Crédito: Mariana Schkolnik

Vanko estaba colérico y vi su cuello palpitante, casi al borde de la explosión. Opté por alejarme y hacer como que ordenaba mi escritorio, los lápices y cuadernos donde yo iba anotando todo lo que ocurría en las interminables reuniones que tenía a diario tratando de dilucidar este nuevo mundo. Los demás funcionarios me miraban de reojo y seguían trabajando. La verdad, todos estaban acostumbrados a sus exabruptos, menos yo.

La logística de esta operación estaba calculada al milímetro: los choferes en sus puestos, resmas de cuestionarios en sus cajas, el personal nacional y extranjero premunido de sendas linternas y credenciales al cuello, preparado cual destacamento para una guerra. Partimos al combate en caravana nocturna de más de seis jeeps, metíamos un ruido infernal de motores en medio de la noche haitiana. Salimos de nuestro centro de operaciones en Log Base a lo que antes del terremoto había sido la elegante Plaza Boyer, centro focal de la venta de cuadros naif tan característicos del país, en pleno Petiónville. Donde se encontraba aún ahora, uno de nuestros restoranes favoritos el “Quartier Latin”, al que yo iba con variadas amistades, sorteando el olor de orines al borde del campamento y la vista fantasmal de la gente moviéndose entre sus plásticos azules y toldos durante la noche.

¿Me vas a empezar a hablar de derechos humanos y esas cosas? Acá no hay ni para comer. Camila, estás demorando el trabajo y se nos hace tarde, si no quieres no vayas, pero no molestes más.

Esa noche nosotros irrumpimos en sus carpas – todo lo que les quedaba en esta vida-, alumbrándolos a los ojos con linternas. Nuestro equipo gritando instrucciones en inglés, los empleados locales tratando de traducir a toda velocidad al créole. La gente asomándose fuera de sus carpas, los niños asustados pegados a sus padres y abuelos. Al cabo de un rato de caos y confusión yo empecé a captar que, a veces, los trabajadores locales ya ni siquiera traducían el inglés, sino que hacían su propia interpretación de este asalto, suavizándolo con frases tranquilizadoras a los pobladores.

Había niños, mujeres, hombres y ancianos, apretujados y entregados a sus sueños, – si es que los tenían-. Yo solo alcancé a asomarme en una carpa/hogar, ahí encontré a una mujer que me miraba aterrorizada, pero creo que nuestra cara de terror era mutua. Fue como el encuentro de un animal salvaje que por instantes vacila frente a un humano, y no sabe si atacar o huir, y yo hui a toda velocidad y me quedé en el jeep el resto del operativo.

Crédito: Mariana Schkolnik

En esta guerra no había resistencia; solo estupor, ojos inmensos abiertos aún somnolientos, gritos mudos de horror frente a esta invasión… Nadie resistió ni se opuso, obedientes respondieron como pudieron a nuestras preguntas, pusieron sus dedos entintados en el lugar de la firma, dóciles en medio del sueño olvidaron la fiereza de haber sido los primeros esclavos liberados del mundo, la sorpresa fue total. Vanko estaba exultante: la guerra estaba ganada. Ninguna carpa estaba vacía, pudimos catastrarlos a todos.

Sin embargo, el personal haitiano no parecía feliz. Yves Charles mi chofer estaba demudado, como muchos otros y varias chicas de la oficina con los brazos y el cuerpo crispado miraban al suelo en lugar de celebrar. De vuelta a mi container, Yves Charles, siempre tan elocuente y expresivo, me contestó todo el camino con monosílabos o hablaba sólo en créole. A veces me parecía que rezaba o repetía un mantra, pero no me dirigió palabra en todo el trayecto.

Al cabo de un rato de caos y confusión yo empecé a captar que, a veces, los trabajadores locales ya ni siquiera traducían el inglés, sino que hacían su propia interpretación de este asalto, suavizándolo con frases tranquilizadoras a los pobladores.

Luego de esa noche, ya en la oficina, empecé a observar con mayor detención al personal haitiano, único puente entre nosotros y el resto de la población. Ellos interpretaban nuestros idiomas, nuestra forma de trabajar, pero, por sobre todo, nuestro valores y costumbres, si es que era posible traducir o descifrar aquello.

Recordé a Josline que aseaba mi container, cuando con mis angustias de blanca extranjera un día le pregunté:

-¿Josline, llevo dos días sin ducha caliente, tú sabes quién podrá arreglar esto?

Ella me miró y me sonrió como hace siempre que no capta lo que digo, y en general nunca entiende nada de mi francés. Aunque tal vez es posible que ¡sí entienda todo! y haga como que no… nunca lo sabré. O tal vez entiende todas las palabras, pensé, pero jamás, jamás podría comprender mi afán de ducharme todos los días y menos con agua caliente, ahí en ese país donde ella difícilmente tiene agua y ducha en su propia casa. Mis palabras son imposibles de interpretar o traducir, concluí que perdía el tiempo.

En esta guerra no había resistencia; solo estupor, ojos inmensos abiertos aún somnolientos, gritos mudos de horror frente a esta invasión…

Luego de ese asalto nocturno a los pobladores, sentí una gran necesidad de comprender a los trabajadores haitianos, choferes, secretarias y también geógrafos, informáticos que había visto molestos esa noche. En la oficina estuve las siguientes semanas interesada en observar mi entorno con mayor detención.

Muchos de los trabajadores haitianos parecían mirarnos de reojo, sonreían o a veces reían de forma estrepitosa entre ellos cuando tratábamos de pedirles ayuda o de reclamar por algún desorden o suciedad en nuestras oficinas, en los baños y bodegas. Sus caras de incredulidad ante nuestros apremios y apuros, su indiferencia ante los gritos y órdenes de los jefes.

Sentí que se burlaban soterradamente del blanco, que nos esquivaban. Hacían movimientos inútiles, pero de gran aspaviento, retrasándose en los baños, fumando detrás de los container y tomando cervezas escondidos en los jeeps junto con los choferes. La cadencia del cuerpo, sonrisas burlonas al enfrentar nuestras urgencias. Desobedeciendo órdenes, ralentizando procesos, malentendiendo instrucciones de manera sutil. Incrédulos ante nuestro empeño por hacer que nuestra patéticas y detalladas planificaciones funcionaran a la perfección.

Crédito: Mariana Schkolnik

Empecé a comprender que seguían sus propios designios de vivir y morir sin apuro, como ellos sabían había estado siempre escrito. Mientras, nosotros pobres ilusos, tratábamos de vencer al tiempo, la vejez, e incluso a la muerte, en nuestro mundo plagado de deberes. No tenían la menor intención de sucumbir ante nuestro productivismo y devoción por la eficiencia.

¿Se movían al ritmo del alma oculta de los antiguos esclavos?

En ese país la vida y la muerte se unen todos los días. La naturaleza se destruye con la primera lluvia y luego reaparece triunfante con la siguiente. En ese país de vudú, en el cual ellos viven, conviven y comparten con sus muertos que los protegen y también los destruyen, nuestro ritmo, nuestras premuras, nuestros gritos y angustias pierden sentido y se difuminan en las profundidades de esa cultura, de esa realidad lenta, caliente, con olor a mangos y frutas podridas, terremotos, huracanes y dioses.

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