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Opinión

15 de Julio de 2022

Los demonios de Pablo Neruda

¿Qué hacemos con Neruda? ¿Lo evaluamos con los ojos de hoy? ¿Con este presente que nos habla de las perspectivas de género, de la igualdad, del feminismo? ¿Lo cancelamos? ¿Lo funamos? ¿Lo dejamos de leer? ¿No lo nombramos más? ¿Lo ocultamos bajo las hojas de un cementerio de Parral? No creo, pero sí me parece importante la memoria y desde ese lugar, el de la información, evaluar si queremos o no seguir leyendo a Lewis Carroll, a Dickens, a Flaubert.

Montserrat Martorell
Montserrat Martorell
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Es difícil escribir esta columna. Probablemente porque aquí, en estas palabras, se mezclan muchas cosas: devociones, feminismos y males dictados por la violencia machista. Pablo Neruda fue un poeta que me remeció cuando era niña. Tenía nueve años, había llegado recién a vivir a Chile, y la profesora de mi colegio tenía la fotografía de este hombre en blanco y negro, con su sombrero y una pipa, en la pared.

Esa imagen la vi durante muchos días, durante mucho tiempo porque la educación de esos años -estoy hablando de 1996- se empecinaba en que no la olvidáramos nunca. Recuerdo que esa misma maestra, en tercero básico, nos sugirió hacer nuestras propias preguntas poéticas inspiradas en aquellas interrogantes que se hizo también el Premio Nobel. Las leíamos y las recitábamos y después nos veíamos disfrazando de objetos, de comidas, de cosas que tenían otros nombres, nuevos nombres, viejos nombres. Eran sus odas elementales. Yo escribí varias y muchos de mis compañeros interpretaron mi voz infantil.

Todavía me acuerdo cómo estuve vestida de castaña, alabando su forma, su color, su textura, frente a todo el colegio mientras un José Miguel Varas miraba desde un rincón a estos niños y niñas que se movían sin saber qué era el futuro. La vida me permitió conocer a personas que fueron cercanas al poeta. Volodia Teitelboim, por ejemplo, estuvo comiendo en mi casa y nos relató situaciones, hechos, momentos, que no he olvidado. Después vino la vida. Estudié a Pablo Neruda en la universidad. Tomé cursos específicos con el querido escritor Manuel Jofré. También con Enrique Ramírez Capello que nos llevó a su casa en Valparaíso, La Sebastiana, y nos obligó a leer Confieso que he vivido. Yo antes había estado en Isla Negra, en La Chascona y sucumbía ante sus colecciones y sus mascarones de proa y sus copas de colores y la tinta verde que encerraban sus versos. Sin embargo, fue en 2006, hace 16 años, cuando por primera vez algo me hizo ruido. Mucho ruido. Un fragmento de ese libro lleno de memoria ahora me parecía un desastre, un caos cósmico, una violencia hecha cuerpo. Allí, el poeta, narraba un encuentro con una mujer pobre que trabajaba en la casa donde vivía el Neruda de 24 años, el Neruda diplomático de Ceilán. Cito el párrafo: 

“Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia”. 

Esta es la descripción de una violación, de un abuso de poder, de una relación que no contempla el consentimiento. El problema es que no podemos enfrentarnos a Neruda ni preguntarle qué quiso decir ni cuánto de esta imagen puede corresponderse a la fantasía, a la realidad, a la subjetividad propia de un escritor, de una persona que inventa, que miente, que disfraza, que oculta. Por otra parte, este hecho me lleva a otro, a preguntarme si los escritores, si las artistas, si las músicas, deberíamos ser buenas personas y deberíamos conducirnos por aquello que conocemos como una moral saludable, razonable, si en definitiva deberíamos pedirle a esa gente que construye, que crea, que arma y desarma los tiempos, algo más. Creo que no. A nadie en la calle le veo alas.

El problema es que no podemos enfrentarnos a Neruda ni preguntarle qué quiso decir ni cuánto de esta imagen puede corresponderse a la fantasía, a la realidad, a la subjetividad propia de un escritor, de una persona que inventa, que miente, que disfraza, que oculta.

Además de este episodio, se encuentra otro: el de Malva Marina, la única hija de Neruda, que nació con hidrocefalia, que murió a los ocho años en Holanda y sobre la que escribió: “Mi hija, o lo que yo denomino así, es un ser perfectamente ridículo, una especie de punto y coma, una vampiresa de tres kilos”. 

¿Qué hacemos con Neruda? ¿Lo evaluamos con los ojos de hoy? ¿Con este presente que nos habla de las perspectivas de género, de la igualdad, del feminismo? ¿Lo cancelamos? ¿Lo funamos? ¿Lo dejamos de leer? ¿No lo nombramos más? ¿Lo ocultamos bajo las hojas de un cementerio de Parral? No creo, pero sí me parece importante la memoria y desde ese lugar, el de la información, evaluar si queremos o no seguir leyendo a Lewis Carroll, a Dickens, a Flaubert. Ya lo decía William Faulkner: “El novelista ha de estar dispuesto a mentir, robar, falsear e incluso a vender a su madre con tal de conseguir crear la Obra”.

Y en ese sentido Neruda creó mundos y universos paralelos. Por eso esta columna es también para hablar de él. De un poeta que con sus luces y sombras, con sus ángeles y demonios -ya decía Rilke que si le quitaban sus demonios, se podían morir sus ángeles-, nació el 12 de julio de 1904, murió el 23 de septiembre de 1973 y en ese espejo que es el tiempo se inmortalizó como Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto. ¿Qué sabemos de él? Quizás que fue embajador de Chile en Francia, senador y precandidato a la presidencia y que murió a los 69 años. Hay quienes sostienen que fue asesinado. Otros insisten en que la causa de su deceso fue un cáncer a la próstata. La muerte lo perseguía. De eso no hay dudas. Hijo de José y de Rosa, que falleció menos de dos meses después de su nacimiento, Neruda fue marido de María Antonieta y de Delia y de Matilde. A veces parece que el tiempo hubiera echado a perder su nombre y sin embargo su imagen, la de ese ser humano grande, continúa hablándonos a través de su poesía. Creo que sus poemas no se van a acabar nunca. Y eso lo sabes cuando lees Veinte poemas de amor, cuando lees Residencia en la tierra y España en el corazón y Canto general y Estravagario y Fulgor y muerte de Joaquín Murieta. Y entonces mi pregunta sigue siendo la misma:  ¿cómo nos acercamos desde el feminismo a la figura de este hombre que sabe de patriarcado? ¿Cómo tocamos al comunista, al poeta, al hombre, al Premio Nobel de Literatura que lo recibió por “una poesía que con la acción de una fuerza elemental da vida al destino y los sueños de un continente”? ¿Cómo respiramos al niño, porque nunca dejó de ser niño, que buscaba, que reclamaba a la madre, que gritaba a la madre, que gritaba el nombre de su orfandad? Y la vida. Vino México y vino Argentina y vino Birmania y Sri Lanka y Java y Singapur y España y Crepusculario y Gabriela Mistral y los premios, tantos premios siempre.

¿Qué hacemos con Neruda? ¿Lo evaluamos con los ojos de hoy? ¿Con este presente que nos habla de las perspectivas de género, de la igualdad, del feminismo? ¿Lo cancelamos? ¿Lo funamos? ¿Lo dejamos de leer?

Alguna vez, viviendo en Madrid, una noche de sangrías y tintos de verano, nos acercamos con mis amigos a la Casa de las Flores, en el barrio de Argüelles, donde vivió mientras fue cónsul en España. La vivienda, de ladrillos rojos, fue encontrada por Rafael Alberti y bombardeada tras comenzar la Guerra Civil. Esos lugares tan vivos, tan vívidos, son del poeta. Y esa sombra y esa mancha oscura, de la que no sabremos nunca, también. Y se mezcla. Se mezcla con el político, con el hombre social, con el amigo y enemigo de tantos, con el Winnipeg y la clandestinidad y esa casa saqueada después del Golpe de Estado y esos libros incendiados y esos versos, esos versos tristes, que siempre siempre dicen lo mismo: 

Hay hombres 
mitad pez, mitad viento, 
hay otros hombres hechos de agua
Yo estoy hecho de tierra. 

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