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Reportajes

15 de Agosto de 2022

EXTRACTO. Hombres que llegan a un pueblo, de Hernán Rivera Letelier

En su nuevo libro, el escritor reúne tres novelas breves que cuentan la historia de un violinista, un embaucador y un fotógrafo que arriban a distintos pueblos del norte de Chile en los años de la decadencia del salitre. A continuación, un extracto de su primer capítulo -y novela-, titulado "Un hombre llega a Altagracia".

Por

Ahí va Tristán el Triste, profesor de música y genio del violín, aunque él no lo acepte. Ahí va tranqueando en pleno desierto, siguiendo una ardiente huella de tierra camino a su confinamiento.

Es pasado el mediodía y en el aire no flamea una hilacha de viento.

Sobre su cabeza el sol es una piedra en llamas.

***

Veintitrés años, huérfano de padres y fanático de Paganini, Tristán San Martín es un solitario, un silencioso, un soñador, pero sobre todo un triste. No por nada le dicen Tristán el Triste.

Y tiene un violín.

Antes de conocer a Margarita, él decía que su tristeza era más bien lírica; su silencio, un violín dormido; su soledad, casi un retiro espiritual. Ahora, tras la felonía de la maligna, afirma que su tristeza se volvió prosaica; su silencio, un violín muerto; su soledad, un pesado tren de carga.

***

Y es que Tristán el Triste, hasta hace poco, tenía una vida, tenía un amor, tenía un violín. Hoy le queda solo el violín. Instrumento que lleva a todos lados y al que le habla como otros hablan a su mascota.

«Un violín francés, de construcción en serie y acabado artesanal. Su diseño está basado en un modelo de Andrea Amati, de 1630. Y caracterizado por su estrecha silueta, por sus tapas muy planas y su dulce sonoridad». Todo esto había dicho el embajador francés al micrófono antes de entregárselo como primer premio en el primer concurso de violín auspiciado por la embajada de Francia. Tristán fue premiado como el mejor violinista del año cuando recién cumplía los diecisiete. Pero a él aún le daba rubor que lo llamaran violinista.

«Violinista, Paganini», decía.

Gracias a ese concurso Tristán pudo cambiar el violín que su madre le había comprado, de segunda o tercera mano, el día en que cumplía siete años. El mejor regalo que recibió antes de que sus padres sufrieran el accidente automovilístico.

***

En mitad del desierto, encandilado por esas llanuras interminables, Tristán se ha detenido un momento en su camino al destierro.

A pesar del calor que resquebraja las piedras, él está maravillado. Y es que el aire en este desierto es tan limpio y transparente que a simple vista permite ver a más de ochenta kilómetros de distancia. En un momento deja su mochila en la huella y sube a un pequeño montículo, se hace visera con las manos y da una mirada en trescientos sesenta grados: el pavoroso círculo del horizonte —un horizonte mondo y lirondo— le hace percibir el vértigo de la redondez de la Tierra. Totalmente encendido, se dice a sí mismo que justo aquí deberían de traer a los idiotas que aún creen que la Tierra es plana.

***

«Después de la maligna, el diluvio», habría dicho Tristán antes de partir. Y es que, tras la puñalada en el corazón, él no sabía qué hacer para no trastornarse, para no morir de ese mal de amor. ¿Encerrarse? ¿Desaparecer? ¿Irse a otro planeta?

Por eso había dejado la metrópoli y había partido en busca de un lugar con menos fandango. Más afín con su tristeza, más acorde con su silencio, más coherente con su soledad. Un lugar donde no tuviera que oír nunca más ese canturreo nefasto: «Me quiere mucho, poquito, nada».

Un lugar, violín mío, donde nadie sepa quién soy. Donde no florezcan margaritas.

O sea, otro planeta.

***

La idea de irse a un planeta deshabitado pataleaba en la cabeza de Tristán.

No quería volver a enamorarse.

Y para eso debía dejar la ciudad, huir de lo populoso, de las multitudes, de la posibilidad latente de que un día cualquiera, en medio de un gentío, la Tentación lo tomara por sorpresa y le presentara a fulana, o que, de improviso, pasado un tiempo, la Tentación lo llamara por teléfono con la voz dulce de zutana, o que una tarde de otoño alguien de pronto le cubriera la vista y le preguntara: adivina quién soy, y fuera la mismísima mengana paseando a la Tentación con una cadenita de perro. Entonces Cupido, siempre al aguaite, volvería a ensartarle la flecha en el culo.

Mientras planeaba su marcha, retomó su violín (encerrado en su estuche desde el día de la puñalada) y se obligó a ensayar hasta cortar las cuerdas. Intentaba borrar el recuerdo de la maligna con música, eludir esas ráfagas de felicidad vividas con ella que no lo dejaban concentrarse. Pero se hallaba tocando una sonata y, de pronto, ¡zaz!, se veía de su mano corriendo por los senderos del Parque Forestal, comprando barquillos de helado, tendiéndose en el pasto húmedo, besándose, riendo y jugando como dos niños recién escapados de un orfanato.

Para defenderse de esas ráfagas, Tristán alzó una casamata en su memoria y, parapetado en ella, respondía con balas de malos recuerdos. Su mueca de fastidio, por ejemplo, cuando lo veía aparecer con su violín al hombro. O cuando con cierta perversidad se lo escondía sabiendo la angustia que le producía no tener su violín para ensayar. O cuando aparecía con margaritas prendidas en los crespos de su melena rubia y, en medio de sus encuentros, en el momento menos adecuado, desprendía la flor de su pelo y, como una enajenada, se ponía a arrancarle los pétalos uno a uno, mientras iba recitando la maldita tonadilla: «Me quiere mucho, poquito, nada. Me quiere mucho, poquito…».

***

Tristán el Triste compró un montón de mapas de distintos tamaños y formas. Mapas del país, mapas de regiones, mapas de pueblos. Y se puso a estudiarlos como si fueran mapas estelares.

Lupa en mano, se pasó la noche en vela marcando puntos, apuntando distancias y subrayando nombres, no de grandes ciudades, sino sobre todo de pueblecitos y caseríos dejados de la mano de Dios. Todo lo marcado lo halló hacia el sur o hacia el norte. Esa noche Tristán descubrió que este país, de tan flaco, no tenía este ni oeste.

Al amanecer se quedó dormido con un mapa regional en las manos, con el índice apuntando a un exten­so territorio coloreado en café. Estaba decidido, su escondrijo sería en el norte, específicamente el desierto de Atacama.

Entonces Cupido, siempre al aguaite, volvería a ensartarle la flecha en el culo.

Suspendido en un estado de gracia, sintiéndose liviano como el aire, se desprendió de todas las cosas materiales que devendrían en lastre para su escape. Vendió lo que pudo, regaló lo demás y compró un pasaje en el tren Longitudinal Norte. El boleto decía: «Pasaje La Calera – Iquique, 23 de enero de 1961 a las 16.00 horas».

Era solo de ida.

Y lo compró hasta Iquique, destino final del tren. Sin embargo, el plan, para que nadie pudiera encontrarlo, era bajarse en pleno desierto, en el pueblito más perdido que hallara a su paso.

Allí se refugiaría.

Viviría como un anacoreta.

***

Quince días después de la puñalada de la maligna, el lunes 23 de enero, a las 13 horas, Tristán abordó el tren que iba desde la estación Mapocho hasta La Calera. Allí debía hacer el transbordo al tren Longitudinal Norte, el Longino, como lo llamaba la gente. En este tren de trocha angosta, en un duro coche de tercera, Tristán emprendió el viaje que cambiaría su vida para siempre.

El tren era lento como un planeta y paraba en cada una de las estaciones. En los mil setecientos kilómetros hasta Iquique, sumaban ciento cuarenta y dos las estaciones, según un dato hallado en uno de los mapas. En todas subían pasajeros y nadie bajaba. Los coches se fueron sobrellenando.

Al amanecer de la primera noche, el tren comenzaba a dejar atrás los campos con vaquitas y labriegos encorvados, y se iba internando en los territorios en donde la marabunta del desierto, en su voraz avance hacia el sur de la patria, había llegado arrasando con todo lo verde. Y ya a la hora del mediodía el paisaje era una gran peladera que parecía no terminar nunca.

Como si hubieran pegado una foto del desierto en las ventanillas, el paisaje no variaba, y daba la impresión de que el tren no avanzaba un carajo.

Todo eso fue compensado en la segunda noche, cuando el tren horadaba la oscuridad del desierto. Bastó que un pasajero se fijara en la luminosidad del cielo para que todos los demás se acercaran a las ventanillas a maravillarse del formidable espectáculo que regalaban los diáfanos cielos del norte.

***

Tristán no estaba de ánimo para mirar estrellitas. Desde que abordara el tren, el día anterior, la imagen de la maligna se había adherido a su memoria, lo mismo que el paisaje a las ventanillas del tren. Ahora mismo venía recordando la tarde de su última cita frente al Museo de Bellas Artes. La encontró extraña ¿o era el cielo color aluminio que le daba ese aspecto asonambulado? No quiso correr de la mano por el parque, no quiso comer helado, no quiso tenderse en el pasto. Al final optaron por sentarse señorilmente en un escaño. No habían transcurrido ni diez minutos hablando nimiedades, cuando de súbito se desprendió la margarita del pelo y, más trastornada que nunca, comenzó su masacre de pétalos, mientras entonaba la cantinela, ahora trastocada: «Lo quiero mucho, poquito, nada. Lo quiero mucho, poquito…». Cuando el último pétalo cercenado dijo nada, ella se paró y con toda calma, pero con una mueca dura en su cara, le dio el navajazo:

—Estoy enamorada de otro —dijo.

Él quedó como atontado.

Entonces, no conforme con eso, le revolvió el filo en sus entrañas:

—Enamorada y embarazada —enfatizó.

Cada vez que recordaba esa escena se le oprimía el pecho y soltaba algunos lagrimones. Para que eso no ocurriera ahora en el coche, Tristán sacudió la cabeza como lo hace un perro mojado: ¡Basta!, se dijo, y se puso a contemplar el cielo al igual que los demás. Y como todos, se maravilló de esos firmamentos nortinos con sus millones de cuerpos celestes que parecían estar al alcance de la mano.

***

Inspirado por esa visión estelar, tomó su estuche y, con la delicadeza de una madre recién parida, hablándole despacito, procedió a sacar su violín. Una pasajera sentada frente a él le preguntó por qué le hablaba a su instrumento como si fuera un ser vivo.

—Los violines tienen alma, señora mía —dijo Tristán.

En ese momento el tren subía lastimosamente una vasta colina de arena. Tan lento avanzaba que algunos pasajeros, para estirar las piernas, se bajaban a caminar junto a los coches. Y aunque Tristán sabía que no era conveniente hacerlo, se paró, acomodó su instrumento entre el hombro y el mentón, hizo un leve afinamiento, tensó un poco las cuerdas y se puso a tocar una sonata de Paganini.

Ante el sortilegio de la música, el clima del vagón cambió, los pasajeros dejaron de charlar o de comer o de dormir, para admirar el frenesí con que Tristán tocaba su violín, paseándose y retorciéndose por el pasillo. Los que habían bajado a caminar subieron y, ahí, todos amontonados, sobrecogidos de emoción, escucharon con respetuoso silencio, como si fuera música sacra. Algunas mujeres lagrimearon.

***

Al amanecer de la tercera jornada, el bramido ronco de la locomotora pasando por una estación abandonada indicaba que ya habían entrado en lo más duro del desierto: la pampa salitrera, los territorios coronados de historias sangrientas.

Desmadejados de aburrimiento, con sus caras terrosas y sus ropas marchitas, los pasajeros se pegaban a las ventanillas tratando de abstraerse de la pestilencia de los baños ya colapsados, del humo de la locomotora colándose en los vagones y de la incomodidad de sus asientos de palo. Por no hablar del monótono traqueteo de su marcha interminable, ese trac trac que iba horadando el cráneo como una tortura china.

A media mañana, el paisaje dejó de ser estático como una fotografía. Ya no daba la impresión de que el tren estuviera quieto. Ahora, atravesando estas comarcas de salitre, cada tanto aparecían cementerios olvidados y restos de oficinas salitreras que, con sus tortas de ripio y sus grandes usinas apagadas, semejaban barcos encallados en la arena.

***

Cerca de las doce del día el tren se detuvo en una pequeña estación situada en medio de la nada. La vieja locomotora a carbón jadeaba como una mula, parecía a punto de reventar de sed. ¿Por qué habremos parado en estas peladeras?, preguntaban algunos. Aquí la locomotora se reabastece de agua, decían los más avisados.

Al amanecer de la primera noche, el tren comenzaba a dejar atrás los campos con vaquitas y labriegos encorvados, y se iba internando en los territorios en donde la marabunta del desierto, en su voraz avance hacia el sur de la patria, había llegado arrasando con todo lo verde. Y ya a la hora del mediodía el paisaje era una gran peladera que parecía no terminar nunca.

El coche de Tristán era el penúltimo en un convoy de nueve vagones. En la pequeña estación no bajó ni subió ningún pasajero. En el andén nadie esperaba a nadie. Salvo un anciano sentado en el único banco del pequeño andén y que, pese al calor de perro, vestía un anacrónico terno negro a rayas, chaleco de fantasía incluido, y zapatos de charol. Frente al anciano se alcanzaba a ver un letrero con letras de madera: Estación Mirage. Tristán había estudiado algo de francés y tradujo al instante: Estación Espejismo.

Entusiasmado por el nombre de la estación, Tristán bajó a mirar el entorno.

Era mediodía.

La hora sin sombra del desierto.

El panorama que se abría ante sus ojos era alucinante: bajo el cielo de un azul pavoroso, el desierto con su color de lagarto y sus piedras rajadas por el calor se extendía más allá del horizonte de cerros pelados.

En verdad no me equivoqué, se dijo Tristán.

Esto es otro planeta.

***

En un instante, haciéndose visera con las manos, giró la vista hacia el oriente y entonces las vio: las casitas a lo lejos parecían tórtolas echadas. Quiso preguntarle al anciano del terno a rayas qué pueblo era ese, pero había desaparecido. No se veía por ningún lado. ¿Fue un espejismo, o el agotamiento del viaje lo estaba haciendo ver fantasmas?

Le preguntó al inspector del tren. Se llama Altagracia, indicó el hombre. Y es una oficina salitrera. A Tristán le pareció el pueblito más desamparado de la tierra.

Este es el lugar, dijo a su violín.

Seguro que aquí no crecen margaritas.

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