Opinión
7 de Septiembre de 2022Fracasos y batallas
Lo que se ha perdido hasta ahora es una batalla electoral. Es impactante, pues significa que el texto no fue capaz de producir raíces; es decir, no nos permitió salir de nuestros mutuos ensimismamientos. Pero perder una batalla no es fracasar.
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“Es el proceso que fue malo, no el resultado”; “los constituyentes no eran representativos del pueblo”; “ahora es tiempo de sacar lecciones”; “hay que aprender del fracaso”. Estas son algunas de las frases que circularon entre la noche del 4 y el 5 de septiembre de 2022, luego de que se concretara un escenario que de hecho algunos columnistas ya habían anticipado, como si los acontecimientos fueran objetos ya conocidos. Si hay que aprender del fracaso, es que estamos eternamente en la posición del alumno o del profesor. O lo hemos hecho bien, o lo hemos hecho mal. Estamos siempre bajo evaluación. Lo que habría que hacer ahora es aprender de lo que hemos hecho mal. El proceso constituyente fue la prueba y el plebiscito del 4 septiembre, la nota final: mala nota, todas y todos reprobaron.
Por cierto, la apuesta de este plebiscito y proceso constituyente no era menor. Era importante que se aprobara (no necesariamente este texto, sino un nuevo texto constituyente) porque hace casi dos años, en octubre del 2020, 80% de la ciudadanía que fue a votar, votó a favor de cambiar la Constitución. Al ganar el Rechazo, esta expectativa no se cumple. Todo lo que ha significado este proceso, en términos tanto materiales (su costo económico) como políticos y de energía individual parece un mero desgaste. Si medimos este proceso a la luz de la masiva expectativa de cambiar la Constitución, hay decepción. Pero ¿es esta la única manera de leer el resultado del plebiscito, y de relacionarse con su proceso?
Existieron miles de razones (discutibles, por cierto) para evaluar negativamente este proceso constituyente desde afuera, como lo hicieron algunas/os analistas políticos, particularmente en temas de representación y manejo político y jurídico de un proceso constitucional. Se reparó, por ejemplo, en que la propuesta de nueva Constitución no representaba los intereses de los pueblos originarios, o que las y los constituyentes no eran personas expertas en temas constitucionales. Pero estas críticas no toman en cuenta que un proceso constituyente no es un asunto meramente técnico en que se promulgan nuevos principios sociales; también es un proceso jurídico y político que requiere de nuevas narrativas sociales, a partir de las cuales pensar y proponer dichos principios.
Estamos siempre bajo evaluación. Lo que habría que hacer ahora es aprender de lo que hemos hecho mal. El proceso constituyente fue la prueba y el plebiscito del 4 septiembre, la nota final: mala nota, todas y todos reprobaron.
Por esto, un proceso constituyente no es meramente representativo; justamente, al proponer nuevos principios, nuevas formas de hacer circular el lenguaje, constituye también nuevos sujetos, nuevas formas de ser sujeto, y nuevas formas de identificarse con un pueblo. No se trata solo de representar determinadas entidades sociales, sino justamente de permitirnos excederlas, darles un devenir, e ir más allá de lo que en general nos encierra. Si una nueva Constitución se limita a representar lo que ya hay, no modifica el estatus quo; de hecho, lo que “ya hay” en realidad lo ignoramos. Para salir de la ignorancia, hemos de escribirnos de otra manera. Una Constitución no es una cocina de ideas, un mix de propuestas de los varios “sectores” que compondrían una sociedad que nos permitiría llegar por fin a la paz social. Es, en parte, un proceso creativo, que nos da nueva voz a todas y todos y, por lo mismo, no está exento de luchas.
¿Significa esto que no hay nada que criticar al proceso del cual participamos de distintas formas (como constituyentes, o lectores de aquel librito azul que circuló tan inesperadamente en espacios públicos y privados o familiares, o simplemente votando) como al resultado?
Por supuesto, hay aspectos criticables, pero es importante desde dónde se enmarca este ejercicio crítico. Llama la atención que cierta “izquierda” hable de acabar con las “políticas de la identidad” para volver “a lo universal”: esta visión vuelve a plantear todo de forma binaria, como si lo que hace necesario reescribirnos no fuera justamente la necesidad de encontrar nuevos lenguajes. De nuevo, el maestro o maestra corrige al alumno, en este caso la llamada “izquierda neoliberal”, como si hubiera una “izquierda auténtica” desde la cual corregir a la otra. Pues, ¿toda identidad es identitaria? ¿Y acaso lo universal no es una construcción, no exenta de violencia y de agonía?
Por cierto, lo que se ha perdido hasta ahora es una batalla electoral. Es impactante, pues significa que el texto no fue capaz de producir raíces; es decir, no nos permitió salir de nuestros mutuos ensimismamientos. Pero perder una batalla no es fracasar. Hay fracaso si consideramos el proceso constituyente como una prueba escolar que no busca sino dar un buen resultado a una población ya predefinida en términos de “sector” social, o en la categoría sociológica que encarnaría y en la cual encajaría.
Pero este proceso constituyente se enmarca en una batalla por algo que va más allá del presente, más allá del puntaje y de las certidumbres que fija. Esto requiere que las palabras signifiquen de otras maneras, lo cual de hecho empezó a ocurrir: la idea de un “Estado social de derecho” ya no suena como amenaza a la libertad, sino como su base. Mientras una batalla ha sido perdida, otra – una que supera a los y las constituyentes y de hecho nos desborda a todas y todos, pero que ha implicado mucho esfuerzo y perseverancia – se ha ganado. Las batallas pueden perderse, pero no se acaban. No fracasan; se redefinen. Por el momento tenemos un texto, un proceso, no solamente nuevas palabras políticas sino nuevas formas de ponerlas en circulación. No es menor: es solo hablando de una forma nueva que podemos pensar, aspirar a algo más que lo que tenemos y, por ende, cambiar (nos), proponer y luchar.
En este contexto, vale la pena prestar atención a lo que pasó el 4 de septiembre, no solamente a los análisis y columnas, sino también a los silencios que hubo ese día. Este día, y tras conocer el resultado, no había nada que festejar, ni siquiera para quienes defendían el rechazo, pues justamente lo que constituyó una masiva expectativa, una nueva Constitución, no se aprobó (al menos aún). Quienes festejaban se estaban solo auto-celebrando. Nada nuevo ocurrió (y una fiesta es para celebrar un nuevo inicio, ¿o no?).
¿Toda identidad es identitaria? ¿Y acaso lo universal no es una construcción, no exenta de violencia y de agonía?
Quienes en cambio votaron apruebo se quedaron sin palabras. Y esto no porque había ocurrido algo sorprendente (el resultado era “esperable”), sino porque lo que por cierto permanece “vigente” es un texto constitucional que se rechazó masivamente en el plebiscito de 2020. Quienes este día quedaron en silencio, o lloraron, o se embriagaron, se sentían presos de un texto del cual no hay salida, encerrados y encerradas en un mundo sin batallas posibles, sin cambios imaginables. Pero los silencios, tal como las lágrimas, se salen de la ruta, del camino de la desesperación o del de la auto-celebración. Lloramos porque no renunciamos. La tarea es entonces seguir escribiendo a la luz de esto mismo que nos ha dejado sin palabra y de relacionarnos con lo que las batallas dejan siempre abierto. Pues, por suerte, lo que hay que aprender, es algo que no se sabía de antes.