Opinión
18 de Mayo de 2024

Columna de Hugo Herrera: El efecto sanador de los lugares y políticas del paisaje
En su columna de hoy para The Clinic, Hugo Herrera dice que "es llamativo que, contrario al llamado hacia lo natural, nuestros sistemas económico, político y cultural aboguen por una vida crecientemente urbanizada, desarraigada, acerada, en medio del ruido, la polución y el hacinamiento, condiciones todas favorables para la irritación y la agresividad desembozada". Y añade también "para el surgimiento de bolsones de pobreza, la operación del crimen organizado. Y que, en paralelo, las 'provincias' sean abandonadas tan fácilmente y con tal negligencia; usualmente (donde se puede, donde aún quedan árboles) convertidas en metros cúbicos de madera, carentes de despliegue cultural y natural".
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En el Hyperion, Hölderlin escribe que no hay estado de ánimo triste al que no puedan sobreponerse el mar y el viento. En ocasiones de tristeza, incluso de melancolía profunda, una caminata a la orilla del mar o quedarse uno simplemente tirado en la playa o entre las rocas, conducen a una especie de reconstitución del espíritu, a una recuperación de la esperanza.
Recuerdo una mañana caminando temprano por la playa. Había visto poco tiempo antes una foto antigua de una familia Selknam caminando a la orilla de una playa. Y pensé: ¿Cuántos siglos, cuántos milenios, habrán deambulado, por estas y otras playas, seres arcaicos: en el sur austral, los Selknam; en el litoral central, los inefables Changos? Dejaron nada o casi nada, los unos y los otros.
Las sorprendentes balsas de pieles de lobo inflado se extinguieron en el siglo XIX, probablemente con la pureza racial del pueblo Chango, difuminado entre los habitantes de las caletas. Los Selknam perecieron sin marcar casi rastros. Quedan las fotos, la crónica de su exterminio a balazos y por la enfermedad. También su compleja cosmovisión, inusitada entre los indios de hasta mucho más al norte.
Caminaba esa mañana por la playa desierta, por largas horas, que me fueron involucrando en los ritmos de las olas, en el sonido estruendoso y suave del reventar de las aguas contra la costa; envolviéndome en el viento húmedo y fresco que compensaba la fuerza de los rayos del sol. Caminaba rumbo al norte, sin ver ni buques ni puerto, solo la arena desierta y el horizonte limpio del mar vacío.
Pudo haber sido la vista de hace cien años, antes de la ciudad; de hace cuatrocientos y tantos años, previo a la llegada de los españoles. Pudo haber sido también la vista de hace mil años, de hace diez mil años, cuando ya pasaban por esas playas, probablemente, pescadores y recolectores primigenios. Pudo haber sido, asimismo, la vista de hace cincuenta, cien, quinientos mil años, cuando ni los habitantes más antiguos de América soñaban con aparecerse por acá.
Y todavía más atrás: el mismo ambiente, el mismo sol, el mismo viento, las mismas olas. Caminaba, mientras sentía la grandeza de los eones, al ritmo de una canción, que pretendía ser algo así como la canción del origen de la humanidad en estas tierras.
Tras algunas horas de caminata, tirado en la arena, en un momento de descanso, pensaba en el sentido cósmico en el que nos envuelven los elementos junto al mar, al viento, al sol, a la arena. Aire como viento, fuego como sol, tierra como arena y el agua, el agua en el mar. Los cuatro elementos se conjugan, sin embargo. No ofrecen simplemente un panorama quieto, como en el frío de las aguas congeladas, paralizadas; o como en los cerros y quebradas donde el viento es incapaz de penetrar. Por eso es tan distinto el paisaje marino y tan difícil perder la esperanza en él. Descansaba y pensaba también en eso. En el sentido cósmico del todo marino.
Pocos días antes había mirado la imagen chocante de un “hombre árbol”, afectado por una enfermedad extraña y perturbadora en la cual aparecen en las extremidades unas verrugas gigantescas que se endurecen y adquieren la forma de una corteza. Pensé en el Padre Damián, en Molokai, contrayendo, en una isla (junto al mar) la lepra, por cuidar leprosos antes de que la enfermedad tuviese cura.
Leprosos, hombres árbol, o carnes pútridas, necrosadas, gangrenadas, agusanadas, ¿no hacen perder sentido a la existencia? En una expresión que parece englobar todo eso: consta en el mundo lo asqueroso. Lo asqueroso es usualmente desesperanzador en los ambientes más pedestres. Tiene la fuerza para hacernos perder la fe en un orden del mundo.
En la película “Los santos inocentes”, una obra maestra por donde se la mire, hay un personaje de la casa de los cuidadores, a quien se le refiere simplemente como “la niña”, incapaz de hablar, se limitaba a emitir unos alaridos horrorosos, que llenaban de espanto y angustia a la hija de la casa patronal.
Un pensamiento que pretenda ser auténtico en algún sentido, antes que eminentemente evasivo, debe ser capaz de hacer algún sentido en los acontecimientos como enfermedades, pestes, derrotas degenerativas que usualmente hacen perder la esperanza.
Puede ser, no obstante que, aún no superado en su daño físico o en el deterioro drástico e irreversible, haya, sin embargo, todavía, ciertas condiciones, contextos dentro de los cuales el mal pueda ser en algún sentido atenuado, relativizado, curtido o tratado. Quien lo padece adquiere una -en cierto sentido- saludable tolerancia a la enfermedad, el asco queda un poco atrás. Pero, además, en la operación de los elementos dinámicos y armónicos, los factores estéticamente significativos y desgastantes de la orilla del mar, por ejemplo, cabe hallar alguna redención.
Nunca me atrajo el cochayuyo humedecido, pero verlo mecerse mientras las olas van y vienen y revientan, y lo envuelven en su espuma, me hacen pensar en que el alga experimenta una especie de sublimación.
Me daba la impresión, en ciertas ocasiones, que no solo las algas; que, en general, los daños profundos, a la salud física y mental, podían llegar a ser entendidos como el cochayuyo embellecido, pero también, todavía, como esos escombros de vidrio, feos y sucios, que terminan siendo pulidos por el ir y venir de las olas y su sal, por el roce de la arena, por el viento y por el sol, y terminan convertidos en especies de bellas piedras semipreciosas, trabajadas por los elementos, esperanzadoras en su integración posible en el todo cósmico que no deja de ser la playa.

Poco después, otro día, en una playa más apartada, mientras trataba de leer un libro, divisé a lo lejos, a la sombra del muro de una casa, al papá de un amigo de la infancia. Pasé muchas tardes de niño ahí, con él. Hacíamos turno para ir al colegio y mi primer viaje a La Herradura, en Coquimbo, lo hice con él. Le perdí la pista hace años. Se separó, luego enviudó. Formó otra familia. Contrajo párkinson, se halla en una etapa muy avanzada.
Siempre le encantó el mar, me consta. Usaba uno topárselo en el camino costero entre Reñaca y Concón, trotando. Y gozaba navegar. El mentado día, el deteriorado padre de mi amigo, hace mucho sin trotar, comía, acompañado por un trabajador o cuidador, una empanada frita a la orilla de la playa y con el ruido del mar.
Así como la playa, hay otros ambientes que marcan el derrotero de nuestras vidas, como estaciones de esperanza. El mismo libro de Hölderlin que mencioné al inicio, quedó imborrable en mi mente la primera vez que lo leí, en Lindau, en una orilla del Bodensee o Lago Constanza, al sur de Alemania. Es un lago inmenso, suizo, austríaco y alemán, rodeado en algunas partes por muros medievales.
Ahí volví a reparar en algo que de niños y adolescentes damos por sentado, aunque el prejuicio materialista nos haga luego perder de vista el asunto: nunca, pero nunca, emergen en nuestra experiencia las cosas como meros objetos puramente neutrales. En cambio, siempre están ya incorporadas de antemano en contextos de sentido.
En contextos provistos de un sentido que procede de las cosas mismas, en cuya emergencia o surgimiento el ser humano consciente no tiene intervención alguna: primero son las cosas, bellas, misteriosas, encantadoras, inquietantes, cargadas de sentido. Así es como nos las encontramos.
También sucede así con nuestros semejantes, las situaciones concretas, la historia, la vida misma. Recién luego y como producto de una operación de neutralización, podemos extraerles su encanto y quedarnos con ellas como meros objetos neutrales. Así, por ejemplo, puede el bosque originario, con su estética y su sentido, con su belleza, el canto de los pájaros, el misterio de sus sombras, su humedad olorosa, ser reducido a metros cúbicos de madera por el ingeniero forestal. Pero el bosque mismo, aquél por el cual paseamos o en el que podemos vivir, es más que metros cúbicos de madera.
Los ejemplos a los que aludo permiten llamar la atención sobre el significado eminente del paisaje y su sentido, del paisaje como un todo de sentido para la vida humana. De la existencia de paisajes y espacios provistos de naturalidad, amplitud, de verdor, apertura al misterio de la bóveda estrellada sobre nosotros, a los recovecos encantadores que conforman usualmente los elementos, depende la plenitud del ser humano sobre la tierra.
Es llamativo que, contrario al llamado hacia lo natural, nuestros sistemas económico, político y cultural aboguen por una vida crecientemente urbanizada, desarraigada, acerada, en medio del ruido, la polución y el hacinamiento, condiciones todas favorables para la irritación y la agresividad desembozada; para el surgimiento de bolsones de pobreza, la operación del crimen organizado. Y que, en paralelo, las “provincias” sean abandonadas tan fácilmente y con tal negligencia; usualmente (donde se puede, donde aún quedan árboles) convertidas en metros cúbicos de madera, carentes de despliegue cultural y natural.
Si en Alemania o Suiza o España está lleno tanto de rincones cuanto, de amplias extensiones vinculadas estrechamente a la cultura, y a tal punto que los lugares más apartados pueden ser recorridos de la mano de sus escritores, aquí en Chile la naturaleza y el paisaje tienden a ser los grandes anónimos.
Estuve en Husum, en el extremo norte de Alemania, y no pude sino sentir la presencia de Theodor Storm y el maestro de los diques; o en Montagnola, en la casa donde Hesse escribió “El último verano de Klingsor”; o en Winkel, en el Rin, donde pasó sus últimos días y se suicidó de un cuchillazo en el cuello, la poeta y filósofa Karoline von Günderrode. Son ejemplos de cómo cultura y natura están estrechamente entramadas en naciones que no renuncian al significado de la tierra.
Como decía Nietzsche, antes de encerrar al niño en la escuela hay que enseñarle a leer la roca, el sendero, comprender la naturaleza, conversar con ella. ¿No falta en Chile la canción, la narración, la cultura de tanto cerro y comarca dejados a la buena ventura de la espontaneidad a-cultural? Están los esfuerzos de los poetas. Constan Isla Negra y Las Cruces, y algunos cerros de Valparaíso, como refugios encantados por la palabra.
Están los libros de la Mistral, Serrano, Teillier, Subercaseaux, Oyarzún, hasta Neruda. Pero, aunque sus párrafos y estrofas sean superiores en varios casos, no son ellos la expresión de un movimiento que tenga correlato masivo en la política y las actitudes vitales de las gentes, inclinadas más bien a un encierro al que se entregaron demasiado pasivamente. Tanto el pueblo cuanto sus élites cerraron por dentro las puertas de sus viviendas, de sus barrios, de sus oficinas.
En un momento donde el país no sale de una crisis y no sabe cómo salir de ella; de una crisis que en muchos de sus aspectos centrales es de naturalidad, de falta de trato con la tierra y el paisaje, de descuido de la integración del ser humano y los esperanzadores elementos.
¿No es tiempo de pensar en serio en políticas de la tierra, en la ligazón eficaz del elemento popular, de la nación, a la tierra que le fue entregada? ¿No cabría hallar ahí bases adecuadas sobre las cuales empezar a configurar una nueva institucionalidad que, más que en los juegos centralistas de un poder que opera en círculos estériles, más que ensimismada en recovecos ideológicos o financieros, avance hacia una visión del país como un todo, un todo potencialmente integrador y de sentido?