Opinión
15 de Junio de 2024

Columna de Roberto Merino: Perdidos en las fotos
El escritor y cronista Roberto Merino debuta como columnista de The Clinic con una reflexión sobre la muerte y la nostalgia. "La muerte no sería tan terrible si se verifica como un declive del sueño, como prolongación de los persistentes olvidos, como una distracción entre muchas", escribe. Y añade: "Germán Marín enloqueció una vez a Adolfo Couve buscando en la playa de Cartagena la roca exacta de una foto de su infancia (...) Entiendo que estos arrebatos se hacen persiguiendo una emoción específica: la de conjurar la insensible erosión de las cosas, la de percibirse como una persona parcialmente real".
Compartir
Nunca pensé que iría olvidando las circunstancias de las viejas fotos familiares. Antes era éste un tema del que nadie se preocupaba porque siempre quedaba el expediente de plantearles las dudas a los viejos en caso de urgencia investigativa. Pero los viejos se han ido de modo tan súbito y silencioso que por momentos nos olvidamos de que ya no están entre nosotros en su dimensión física.
Quizás cuando empezamos a dudar si la gente está viva o muerta entramos nosotros mismos en una franja de irrealidad, como antesala del mutis por el foro que nos tocará actuar en un tiempo más. Por cierto, la muerte no sería tan terrible si se verifica como un declive del sueño, como prolongación de los persistentes olvidos, como una distracción entre muchas.
Fuimos al cementerio una tarde de llovizna a estar un rato junto a la tumba de mi madre, que murió hace dos años. Los pequeños árboles inmediatos habían crecido, el pasto estaba de un verde más oscuro, y contra el cielo plomizo el follaje espeso del fondo tenía irradiaciones ocres y rojizas.

Me di cuenta, observando las tumbas ajenas, que la mayoría de los inquilinos perpetuos de la zona habían nacido en los años 30. “Yo soy del 30, yo soy del 30, cuando a Irigoyen lo embadurnaron”, canta Edmundo Rivero con la garganta apretada de un fantasma. “Ya partió la caravana”, se podría corear al vuelo usando una tonada muy lúgubre que hacia los años 70 cantaba en un pasaje de Ahumada un dúo de hermanas ciegas.
Mi madre nació en 1934 en una mina de oro que su padre explotaba en las sequedades entre Petorca y La Ligua. Ella nunca había considerado relevante el asunto, así es que solo habló de eso poco antes de morir. Y yo, el aturdido, asombrado como estaba, no le pregunté por datos, coordenadas, atmósfera. Sobre el oro en cuestión, supongo que se fue como el agua.
Revisamos los álbumes de fotos y nos perdemos en sus paisajes y ciudades. Reconocemos los rasgos, las sonrisas fotogénicas, las modas del pasado, pero el espesor mismo de la vida queda vedado a la mirada. El hombre que no sonríe, ubicado en el rincón posterior de la foto grupal, ¿experimentaría la vida a través de la libertad y de la angustia? La mujer de peinado de globo y vestido de puntos que aparece en medio de un choclón bullicioso con copas en las manos, ¿entendería el curso de la existencia como un problema psicológico?
He contado en alguna parte que Germán Marín enloqueció una vez a Adolfo Couve buscando en la playa de Cartagena la roca exacta de una foto de su infancia. Bajo el caústico sol de la costa no paró hasta que no tuvo ante sus ojos de un modo ostensible la realidad misma, la roca palpable. Entiendo que estos arrebatos se hacen persiguiendo una emoción específica: la de conjurar la insensible erosión de las cosas, la de percibirse como una persona parcialmente real.