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6 de Julio de 2024Gabriel Cañas, el nuevo Señor de la Querencia: “Ha sido realmente durísimo, me ha obligado a transgredirme”
El actor habla por primera vez de su participación en el esperado remake de “El señor de la querencia” que prepara Mega. Cuenta que casi no vio la original y que creó al nuevo José Luis Echenique investigando sobre la esquizofrenia e inspirándose en papas, monarcas y dictadores. Aceptar el personaje lo llenó de contradicciones y preguntas: “Revisitar la historia del patrón latifundista, jerarca y violador sin una perspectiva de género, no tendría sentido hoy. Eso la vuelve una teleserie provocadora, compleja y aguda”, dice. Sencillo, metódico y de bajo perfil, Cañas ahonda en la inquietud espiritual que lo llevó a estudiar teatro, su postura crítica frente a la televisión y la falta de intérpretes LGBT en roles protagónicos: “Que la tele ponga una figura más controversial al frente, sigue siendo un riesgo según la lógica de algunos”.
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“Creo que fui uno de los últimos en enterarme de que yo iba a hacerlo”, cuenta Gabriel Cañas en un conocido local del Barrio Lastarria que comienza de a poco a llenarse.
Aún hay pescado frito y puré de papas en su plato. Vuelve a echar un vistazo a la hora. El actor de 38 años debe salir corriendo inmediatamente después de esta entrevista hasta los estudios de Chilefilms, en la comuna de Las Condes. Allí lo espera un equipo de unas 20 personas para una nueva jornada de grabación de “El señor de la querencia”, el remake que prepara el área dramática de Mega de la exitosa teleserie emitida por TVN en 2008.
El protagonista de “Mercury, la leyenda” y ganador del Caleuche por su entrañable personaje del Chico Olmedo en la teleserie “Generación 98”, encarnará ni más ni menos que al temido patrón de fundo José Luis Echenique, interpretado originalmente por Julio Milostich. Es, sin duda –dirá–, uno de los retos más desafiantes de su carrera hasta ahora, y el proceso de transformación más extenuante y desgarrador que le ha tocado experimentar.
En los últimos dos meses, Cañas ha estado leyendo e interiorizándose en los inicios del siglo XX, en particular, en la década de 1920, en la que se sitúa la historia escrita por Víctor Carrasco. Fue también más atrás y estudió a varios césares, papas, monarcas, dictadores y otros hombres que ejecutaron el poder como armas letales contra otros hombres. Hacia el final, se quitó la barba, dejó crecer el bigote y que el personaje apareciera.
Los estudios de la productora en calle Manquehue son solo una de las locaciones de la nueva producción. “Ahí está montada la habitación de Echenique, mi habitación”, dice el actor. Eso solo puede significar una cosa: las entre diez y quince escenas que le toca grabar ese mismo día, estarán particularmente cargadas de violencia. El nuevo equipo y el elenco encabezado, entre otros, por María Gracia Omegna –quien será Leonor, su esposa– y Nicolás Oyarzún, trabaja a toda máquina –seis días a la semana, once horas diarias– de cara al estreno de la producción, cuya fecha aún es un misterio.
“Me acuesto todos los días a las 2 y media de la mañana estudiando y memorizando mis textos, para luego estar a las 8 grabando. Se vuelve una pega muy exigente y estoy aprendiendo también a poner límites y a decir ‘no, no puedo, no me da’. Recae demasiado peso en uno, mucha presión y mucha exposición”, comenta Gabriel Cañas.

—¿Cómo llegó a usted el personaje?
—Había harto rumor, pero en esto siempre hay como un 40% de verdad y un 60% de un teléfono malo que bordea la paranoia. Siempre hay un periodo en la tele, cuando se está terminando un proyecto, en que todo el mundo se pone muy nervioso porque no sabes qué va a pasar. Como estamos todos por proyecto, todo el equipo queda cesante y surgen los cahuínes de qué es lo que viene y quiénes estamos considerados. Entonces, si bien lo había escuchado, no supe que iba a interpretarlo hasta cuando me llamaron y me lo ofrecieron. Fue la raja, pero igual me cagué de miedo, de contradicciones y preguntas.
—¿Cuáles, por ejemplo?
—Sobre todo al inicio, me pregunté por qué hacer este remake y por qué poner esa violencia hoy en la tele. Eso por un lado, y por el otro, pensé mucho también en la codicia que genera un rol protagónico como este. La tele tiene una fuerza enorme y ofrece tanto poder, que no es fácil no distraerse o sentirse demasiado tentado por ella. Cualquier ser humano la sentiría frente a esas oportunidades, pero es distinto cuando empiezas a tomar las decisiones desde ahí. Lo que más me costó fue asumir que, si lo hacía, no fuese motivado solo por eso.
Le pasó algo similar cuando le ofrecieron interpretar a Freddie Mercury en el musical que hizo despegar su carrera hace una década, recuerda. “Dije: cómo voy a ser tan soberbio y cara de raja como para ponerme esa capa y esa corona, y hacer que me quedaran bien. Sentí lo mismo, solo que tenía que ponerme un poncho y la chupalla, que no es cualquier cosa”.
“Lo único que me calma es tener muy claro qué estoy diciendo y qué quiero hacer, para qué voy a usar esta plataforma. Cuando tengo eso claro, lo comparto con el equipo y empiezo a sentir que estamos remando todos hacia un mismo lado. De ahí en adelante, todo lo demás desaparece y se me vuelve un trabajo duro, concreto, importante. Y esta vez, creo que ha sido más fuerte que en cualquier otra teleserie que había hecho”.
—¿Vio la teleserie original?
—No. Cuando la dieron, estaba en la universidad engrupido con el arte y viendo películas de Lars von Trier, seguramente. Pero sí recuerdo el revuelo mediático que generaba la teleserie en ese momento. Ahora, hace poco, vi tres capítulos y no quise seguir para no afectar este primer ‘brainstorming’ o construcción del personaje, que tiene que ver más con abrir mis deseos, mis miedos y estar lo más abiertamente posible. Sentía que, si veía la teleserie, se me iba a volver algo técnico.
—¿Cómo construyó esta nueva versión del personaje?
—Como actor, lo primero que necesito es hallar las tesis que lo sostienen. Al comienzo, estuvo la idea de la catarsis a través del demonio y luego fue yendo hacia la locura. Leí “La historia de la locura” de Foucault, y ahí se me apareció una capa bien interesante del personaje, que es la soledad y la locura. Es pleno 1920, recién estaba apareciendo el psicoanálisis, y la locura era un espacio de soledad profunda y caldo de cultivo para que surgieran los monos con navaja, esquizofrénicos no tratados y con poder, como han habido varios en la historia.
Muchos césares, monarcas y papas, incluso, como Juan II, o Leopoldo II de Bélgica, el emperador que cometió el genocidio en Congo, fueron esquizofrénicos. Pinochet no lo era, pero también estaba en el grupo de esos monos con navaja que ocuparon y siguen ocupando puestos de poder con licencia para todo y que no se consideran locos a sí mismos porque tienen una línea con Dios, y son justicia, son moral y son poder de fuerza, al mismo tiempo. Además, son difíciles de abordar y muchos les siguen, porque en primer lugar les temen.
—Al comienzo decía que tenía sus reparos con el remake de “El señor de la querencia”. ¿Qué sentido le halló al proyecto?
—Creo que lo principal es el ejercicio de memoria que propone, y que tal vez es la primera capa y la más evidente, pero después de muchas vueltas entendí que era muy importante volver a ese 1920 desde el presente, y hacerlo bien. Revisitar la historia del patrón latifundista, jerarca y violador sin una perspectiva de género, no tendría sentido hoy. Eso la vuelve una teleserie provocadora, compleja y aguda. La producción original usó la violencia hacia la mujer como un modo de narración para generar algo en el espectador. Ahora, la violencia es más un agente catártico. Eso me parece súper atractivo y en boga, también.
Las catarsis suceden cuando uno puede ver y cosificar a un demonio, como en el terror, y en este caso ese demonio social es el patriarcado, el latifundismo y el patrón, en tiempos en que no había leyes laborales en Chile. Son mitos fundacionales de lo que es Latinoamérica hoy en día, y cuando uno les puede poner una forma y los simboliza, algo se aliviana, algo se sana de alguna manera. La violencia de género sigue siendo un tema latente, una herida abierta, y la crisis del cambio de paradigma está muy en movimiento. Como equipo, estamos empujando la teleserie hacia allá, intentando generar una reflexión desde ese lugar.
Esto último se ha traducido también en nuevas formas de hacer a nivel de producción, cuenta Cañas. Para las escenas de alto calibre, se integró al equipo un coach de intimidad que vela por el consentimiento entre las y los intérpretes. “Si íbamos a jugar a la violencia, teníamos que hacernos cargo de ese discurso”, dice el actor.
“Te diría que esta es la primera teleserie en la que trabajo en donde prácticamente un 50% de la gente es mujer. Hay muchas y también mucha disidencia en el equipo. Entonces, siento que la producción completa está de acuerdo en que si nos vamos a meter con la reivindicación de las mujeres en la sociedad, hay que hacerlo bajo ciertos parámetros para no pasar a llevar a nadie”.
—¿Cómo lidia, en lo personal, con la psicología del personaje?
—Ha sido realmente durísimo. Me ha obligado a transgredirme caleta. Yo me llevo muy mal con la ira, tengo exceso de control de ésta. No la manifiesto nunca. He tomado terapia para tratar de poner límites, no ser tan condescendiente, y antes de enojarme me voy a blanco, no tengo palabras y me pongo a llorar. Entonces, ha sido un proceso abrumador y extenuante para mí, pero me he sentido acompañado por el equipo, por mis amigos y por Gonzalo (Beltrán, su esposo).
El personaje me ha obligado a transgredir un espacio difícil para mí a nivel personal, y eso ha generado un agotamiento grande. Al mismo tiempo, mi primera preocupación es no pasar a llevar a mis compañeras y compañeros, porque me toca violentar y abusar de todos casi, y mi trabajo como actor es hacer que eso parezca real ante los ojos del resto. El post escena con ellos, el momento que compartimos después del corte de una escena difícil, es como el “aftercare” después del sadomasoquismo.
—Habla de aprender a ponerse límites. ¿Cuáles se ha puesto esta vez?
—No salir herido, en primer lugar. Bueno, un poco, no tanto (ríe). Uno es mucho más maquiavélico en su cabeza (…) Pasa también que este es un personaje cuya masculinidad está súper exacerbada. Estamos hablando del patriarcado encarnado, de un macho cabrío, violador, generador de ‘guachos’, casi un genocida. Yo pertenezco a la diversidad sexual, traigo otra historia, y eso también enriquece y da nuevas lecturas al personaje.
—Pocas veces los actores homosexuales han ocupado roles protagónicos, como usted ahora.
—Sí, y me fascina. Lo considero importante y encuentro que habla la raja del área dramática de Mega y de la ficción en Chile, sobre todo en un medio como la tele. Entrar en un espacio así de hegemónico, y que la tele ponga una figura más controversial al frente, sigue un riesgo bajo la lógica de algunos, sobre todo los que ponen las lucas. Y son riesgos que se deben seguir tomando, en distintos espacios.

Deconstrucción
Gabriel Cañas creció en Pirque y fue a un colegio de los Legionarios de Cristo en la localidad de Linderos. Sus padres eran medio hippies: se llevaban a la familia entera de viaje por dos o tres meses y nunca entraba a tiempo a clases. En su casa tampoco veían mucha televisión y cuando estaba encendida sus hermanos pedían ver “Amigas y rivales” o “Guardianes de la bahía”. Prefería jugar y pasar más tiempo solo, rodeado de sus perros e inventándose ficciones en la que se convertía en pirada o le tocaba arrancar de tiranosaurios rex.
Convertirse en actor era uno de los tres caminos posibles. El segundo era convertirse en cura y el otro, ser cantante.
“Yo nunca fui tan conservador. Siempre tuve un espacio espiritual súper grande y desarrollado. Cantaba en la iglesia, creía mucho en Dios y quise ser cura harto tiempo, como hasta primero medio, cuando vino el descubrimiento de la sexualidad y empecé a entender también la lógica perversa de los Legionarios de Cristo; lo incómodo que me hacían sentir y que no se parecía tanto a como yo vivía mi espiritualidad. La doctrina era más bien era un balde de agua fría todo el tiempo, y eso me generó una tirria muy grande”, recuerda.
—¿Cómo fue el camino para convertirse en actor?
—Fue un camino súper caótico, creo. Pero cuando digo caótico, me refiero a los azares de la vida. Nunca pensé tanto en ser actor, más bien pensaba ser cantante, y nunca vi mucho teatro, pero sí actuaba mucho y tenía una gran imaginación. Vivía en el campo, entonces también tenía una vida y un escenario donde esa imaginación tenía gran cabida.
—¿Fue un niño solitario?
—Súper, con los perros de arriba para abajo. Ahí tenía todo un mundo, jugaba caleta y podía pasar horas en unas ficciones eternas. Jugaba a actuar todo el tiempo, cantaba en el coro de la iglesia y creo que también toda formación religiosa me ayudó a formar ese sí mágico de la fe, de decir: “OK, soy un pirata”, o “Dios está aquí”. Ese traspaso de creer en lo que no existe, con mucha fe y sentido de la verdad también, estimuló el juego de actuación y del teatro de manera muy genuina y a la vez compleja y fascinante desde chico.
—¿Cómo era su relación con la tele?
—La tele siempre fue para mí como un lugar donde se venden cosas y, muchas veces, con el pretexto de educar e informar. Siempre tuve una postura súper crítica con la tele como formato; la encontraba muy ordinaria de factura, de contenido, y todas las estrategias que se usaban para vender cosas ya me parecían poco interesantes, artísticamente hablando.
De alguna manera, siempre me sentí y me sigo sintiendo desconectado de esos contenidos que ofrece la tele, con todo este rollo más espiritual que tuve desde chico, pero al mismo tiempo siempre he sido súper curioso con los formatos. He hecho teatro de palabra, teatro físico, bailado, cantado, y los distintos géneros, el drama, la comedia. Entonces, antes decía: qué ganas de actuar alguna vez frente a una cámara. Podría haber sido en cine o en series, que es lo que menos he hecho, pero curiosamente primero fue en la tele.
Entrar a la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile lo desarmó, en el buen sentido. Lo deconstruyó, como se diría hoy. “Yo venía de un lugar muy conservador, muy católico y muy pechoño, muy de derecha. Todo había sido siempre súper rígido, muy cuadrado y a la antigua, entonces mi forma de expresarme, de sentir, mi sexualidad, mi empatía con la gente, eran muy distintas a todo ese universo. Solo cuando entré a la universidad, dije: así me entiendo yo también, e inmediatamente supe que pertenecía a ese lugar”, recuerda.

—¿Cómo marcó su vida el paso por la escuela de teatro?
—Fue muy brutal para mí entender que Dios no existía y que todo lo que yo creía hasta ese momento, todo ese sistema de pensamiento y toda esa verdad incuestionable que tuve desde chico, fue derribada total y absolutamente. Eso me conflictuó caleta. Asumir que la actuación era una especie de voto de pobreza y dedicación total al oficio, fue también súper fuerte.
Me quedó súper grande la imaginación de los juegos de chico frente a esto otro que requería tanto rigor. Toda esa crisis y el cambio de paradigma me llevó a entender el rito del teatro. Y ahí pude volcar o ‘trasvasijar’ toda esa necesidad espiritual en el teatro mismo. Se empezó a volver una especie de religión, un espacio espiritual y con sus propios ritos.
Gabriel Cañas lleva casi 20 años dedicado a la actuación y gran parte de su carrera la ha hecho en las tablas, donde ha protagonizado más de veinte montajes y títulos como “Happy end” y “Fantasmas borrachos”, además de musicales de la productora Cultura Capital (“Mercury”, “Bowie”) y la exitosa dupla Los Contadores Auditores (“Morir de Amor”).
De a poco ha ido incursionando también en el cine, en producciones nacionales como “Gran Avenida” (2023) y “La práctica”, del celebrado director argentino Martín Reijtman, y en 2012 debutó en televisión con la teleserie “Pobre Rico”, de Mega. Vinieron otras como “Papá a la Deriva” y “Perdona Nuestros Pecados”, donde encarnó a un antagonista icónico.
Actualmente, y en paralelo a las exigentes grabaciones de “El señor de la querencia”, el actor sigue de gira con el montaje “La prueba final” junto al elenco de “Generación 98”, y comenzó a ensayar una nueva obra con la destacada compañía Bonobo, con la que ha estrenado éxitos de la crítica como “Donde viven los bárbaros”, “Tú amarás” y “Temis”. En enero próximo, la misma agrupación viajará a Madrid para presentarse como parte de la primera extensión internacional del Festival Teatro a Mil 2025.
“En el teatro trabajo con todos mis compañeros de escuela y de curso hasta el día de hoy”, cuenta Cañas. “Siempre somos el mismo lote: Gabriel Urzúa, la Paulina Giglio, Daniela Castillo, Jacinta Langlois, Danae Smith, el Cristóbal Pizarro, el Antonio Altamirano, Juan Pablo Corvalán. Amigos de la vida. Somos una familia que se mantiene súper unida, siempre estamos juntos en todo. Son raros los proyectos en los que no estoy con al menos uno de ellos”.
—Como actor de teatro, ¿tenía prejuicios con trabajar en la tele?
—Sí, total, y para no ser injusto, cuando entré a la tele me di cuenta de que era un mundo maravilloso. Y muy potente, en términos de alcance. Un día de pantalla era igual a tener cuatro temporadas de teatro repletas. Ahí me entró una obsesión, casi. Me inventé una metodología de estudio, empecé a entender el funcionamiento más profundo de cómo funciona la tele y cómo poder hacer yo que un trabajo tan colectivo y que depende tan poco de mí, como intérprete, pueda levantar contenido que a mí me parece interesante.
He aprendido a soltar un poco lo maníaco que me volvía en cuanto al control que trataba de ejercer en el trabajo. Me frustraba mucho haber puesto mi vida en una escena y que después le pusieran una música nada que ver encima. Soltar eso no fue fácil, pero empecé a creer más en el trabajo colectivo y eso al mismo tiempo implica más trabajo de lobby o de tener un diálogo artístico más directo con los cámaras, con guion, con dirección en cuanto a acordar qué estoy haciendo y para qué. Eso para mí es fundamental.

Un anti–rostro
Podría ser un halago para cualquiera, pero no para Gabriel Cañas. Que se refieran a él ahora mismo como “el actor del momento”, supone más bien un deadline, una fecha de vencimiento antojadiza. Peor aún, instala una presión innecesaria que suele gatillar ansiedad y distraerlo de su trabajo.
“Es un reconocimiento que te da más vértigo que otra cosa. Da una sensación de fin, de caída. Todo lo que sube baja, y si te dicen que eres ‘el del momento’, obviamente te están advirtiendo que pronto vas a empezar a aburrir, y uno empieza a darle vueltas, aunque tampoco demasiadas”, dice el intérprete.
—La exposición que está teniendo ahora, ¿ha sido conflictiva para usted?
—Ahora me cuesta menos, pero también porque me cuesta menos entender el cariño. Creo que antes me abrumaba más y tendía a ocultarme, porque uno siempre es una decepción para la gente. Que eres más gordo, más flaco, más chico, más alto, con mucho bigote o muy pelado. A mí eso antes me generaba una ansiedad muy grande, también por un miedo al rechazo más personal. Supongo que me produce conflicto también esa desventaja de que sepan mucho sobre mí y yo nada de ellos.
El “Gabo” Urzúa, que también vivió una explosión muy grande con el Robin en “Generación 98”, un día me dijo: Gabo, relájate, la gente solo te está entregando cariño de manera torpe a veces, pero en el fondo te están diciendo ‘qué rico verte’. Una vez que entendí eso, pude entrar y gozar de esta orgía cerda de los saludos y fotos con todos (ríe). Hoy siento la confianza para decirle a la gente que quiero terminar de comer y luego podemos tomarnos selfies sin problema. Intento ser espontáneo sin pasar a llevarme tampoco.
—¿Le da pudor esa idea de ser un ‘rostro’?
—Ser rostro es una decisión. El trabajo te puede dar una exposición, pero es distinto si decides dedicarte a vender cosas, lo cual me parece bien si así lo quieren otros. Si bien uno sabe que no va a cambiar el mundo y que no va a generar cambios sociales tan radicales, mi vocación es esa y me veo más como un ente político que expresa su punto de vista desde lo que hace. Ese espacio me interesa cuidarlo y que sea lo visible. No quiero que la gente piense en Din o en Corona o cualquier otra marca antes de estar escuchando lo que le estoy diciendo.

—¿Se ve siempre en televisión?
—No me veo ni me siento amarrado a ella, más bien. Por suerte, tengo el teatro. Y si mañana no tengo la tele, sé que fuera tengo mucha pega ahí y pueden venir otros espacios y nuevas plataformas. También prescindo de esa plata. No necesito esa exposición ni de esas horas de trabajo en la tele. Si vienen, feliz, encantado, pero si no me llaman, todo bien, no va a faltar trabajo.
Yo no hago distinción entre mis pegas. Me parece igual de importante montar con los Bonobos en un ciclo de Derechos Humanos que la obra de comedia con los personajes de la teleserie gire por el país. Siento más la presión de cuidar una especie de paño blanco que no tenga el logo de una marca abajo. Hoy también puedo decir que no lo necesito y quizás mañana, cuando esté todo cagado y ya no sea atractivo y esté todo pelado, no cumpla con esa hegemonía que requiere el medio para vender sus cosas. Ahí serán bienvenidas Din y Corona (ríe). No, la verdad no me genera ningún tipo de ambición ser rostro.
“Los locos del pueblo” y “Ciudadanos de segunda clase”
“Desde los griegos en adelante, quienes se han dedicado al arte han tenido que asumir que siempre vamos a ser pobres y marginados del sistema. La creación nunca va a ser rentable ni va a tener cabida en el mercado. Nunca nadie lo va a querer pagar”, considera el actor.
“Los artistas vamos a ser siempre los locos del pueblo. Siempre estamos reclamando por derechos, por más y mejores condiciones y regalías estatales para trabajar. En Chile, los privados no se atreven a invertir mucho en cultura y el Estado tampoco hace lo suficiente”, añade.
“En una gira estuvimos con el director de un Teatro Municipal de Suecia que tiene 250 obras producidas por ellos. Se encargan de todo y nutren la cartelera de varias ciudades con danza, teatro, bandas de rock. Aquí se produce cada vez menos y el Fondart es más que insuficiente. Sigue siendo un concurso de lotería. Yo nunca entiendo por qué se lo gana el que se lo gana, y no sé si es posible aunar un solo criterio. Creo que es un problema del arte”.
—¿Comparte las críticas que se han hecho desde el sector artístico a la gestión del gobierno en cultura?
—Más allá de echarle la culpa a un ministro, una ministra o a un gobierno, creo que es un problema que va más allá, con ‘los locos del pueblo’, con nosotros, lo que no quita mi deseo más profundo de que se nos reconozcan derechos que nos brinden estabilidad y que podamos participar de este país sin ser ciudadanos de segunda clase. Los artistas seguimos teniendo una vida inestable y precarizada. Chile va para las 40 horas semanales de trabajo y nosotros trabajamos 66. Tampoco tenemos AFP ni previsión.
—¿Se le considera poco a los actores y artistas de la discusión real?
—Yo, al menos, no me siento incluido en la discusión. Imagino que muchos comparten eso. Incluso quienes han estado más involucrados, desde Sidarte, desde Chileactores. Muchos políticos nos quieren para la foto nomás. Honestamente, yo ya no le compro a ni uno.