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Opinión

31 de Agosto de 2024

Cara de mono

Foto autor Roberto Merino Por Roberto Merino

Roberto Merino, columnista de The Clinic, recibía los insultos y distintas expresiones en su infancia. "No sé qué utilidad tendrá tanta vergüenza, tanto sentimiento negativo que vivimos cuando chicos de manera aislada, en soledad, sin comunicárselo a nadie", opina.

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Lo peor que a uno podían decirle cuando niño recién asomado al mundo era “cara de mono”. No hubiéramos sabido explicar la angustia que esta pulla nos causaba, pero instintivamente, creo, no queríamos que nuestra cara fuera revelada en identidad con los primates. Había en esa asociación algo intolerable. La mueca, la imitación paródica, las piruetas absurdas de los monos parecían demostrar que tempranamente ya arrastrábamos “la sombra” de la que habló Jung.

Para explicarse la vida en la Tierra, la gente grande de ese momento (mediados de los años sesenta) encontraba satisfactorias tanto la teoría de la creación divina como la de la evolución de las especies.

Imitar a los monos -imitar a los imitadores- era una gracia exclusiva de algunos niños díscolos, que no temían poner caras feas. Lo que hacían para ello era caminar con las piernas arqueadas al tiempo que se rascaban la cabeza y abultaban el labio superior mediante intervención de la lengua.

Otra expresión denigratoria de estructura profunda era “cara de poto”. El poto en cuestión era un órgano psicológicamente autónomo, un lugar oculto cuya exhibición estaba prohibida y cuya mención nos producía una risa nerviosa. La hilaridad asociada al acto de caerse de poto, además, estaba asociada a la conducta de los monos y de los payasos, esas otras entidades ambiguas, pertenecientes tanto al espacio infantil como al demoníaco. Por ser lo opuesto a la cara, lo que no se muestra, el poto opera simbólicamente con relación a ella.

Tengo claro haber visto hace tiempo, en el famoso libro de Castelli, grabados del siglo XV en donde al poto del diablo podía vérsele un rostro humano. Igualmente, cuando nos tirábamos sentados a la piscina, a esa maniobra le llamábamos “caída facial”.

Recuerdo muy nítida mi desesperación las veces que en las reuniones familiares me dijeron “mujercita”, o me declararon “pololeando”. Otra vez, viendo en choclón un programa de historia en la televisión, apareció una señora decimonónica llamada “Roberta”: fue para mí un estruendo mudo. 

Aún escucho las risas sofocadas de mis primos y de los adultos. El hecho de que mi padre sonriera con los ojos, mirándome fijamente, lo consideré una traición, pero no encontraba palabras para dar cuenta de lo que me aquejaba. 

No sé qué utilidad tendrá tanta vergüenza, tanto sentimiento negativo que vivimos cuando chicos de manera aislada, en soledad, sin comunicárselo a nadie. Vergüenza de ser sacado a bailar, de cantar en público, de recitar, de pegarse un costalazo en la calle, de ser perseguido por un perro ante el regocijo de los observadores. 

Por esos días la televisión pasaba películas de veinte años antes, de ahí nuestra cercanía generacional con el cine clásico. Como todo el mundo sabe, entonces las horas eran largas y las entretenciones escasas, de modo que a nadie se le hubiese ocurrido ponerle problemas a la antigüedad de las películas mostradas en Tardes de cine o Noches de estreno. También daban Tarzán de los monos, en la vieja versión de Johnny Weissmüller.

Me parece vislumbrar retrospectivamente un conflicto latente entre la hermosa Jane y la impertinente y omnipresente Mona Chita, rol que, hasta donde yo sé, históricamente fue representado por chimpancés machos. La primera persona que he visto no adherir a la simpatía de la Mona Chita es María Filomena Lyon, que en uno de sus libros de memorias afirma que el animal “siempre me pareció una lata”, pero uno podría entender que la mona cumplía en la historia de Tarzán una función bufonesca, o sea servía para comentar sarcásticamente los hechos serios o para exagerar las alarmas ante los peligros propios de la selva con una alharaca de chillidos.

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