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Cuando la PAES no define la carrera: tres puntajes nacionales que se apartaron del camino que marcaba la prueba y la universidad

Para los estudiantes que terminan la educación media, los finales de año son un sinónimo de estrés académico: es el momento en el que se rinden las pruebas que definirán el ingreso a una carrera universitaria, hoy PAES, antes PTU, PSU o PAA. Si bien algunos no alcanzan los resultados que necesitan, un segmento de alumnos logra una distinción que supuestamente les puede asegurar un futuro prometedor: ser puntaje nacional. Sin embargo, no todos ellos logran el éxito, al menos no de manera convencional. The Clinic conversó con cuatro puntajes nacionales: un ingeniero que después de cinco años de egresado vendió comida en la calle y terminó con un local de gastronomía oriental en crisis; una joven que desertó de su carrera este año y ahora dice ser feliz siendo promotora de un supermercado; un arquitecto que cuando más lo necesitaba se convirtió en pintor; y un abogado que desde la academia se siente reflejado en cada uno de los estudiantes que están en su situación.

Por 7 de Diciembre de 2024
Sandro Baeza / The Clinic
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En 2002 Gonzalo Rayo (40) era muy optimista con lo que se le venía por delante. Se matriculó en Ingeniería Civil Industrial en la Universidad Católica luego de haber sido puntaje nacional en Matemática. Siete años después, tras egresar, viajó a Australia porque no le gustaba la idea de trabajar en una oficina. “Yo pensaba que iba a tener un futuro dorado, y que lo pospuse nomás. Esa era mi visión: me voy a ir a viajar, vuelvo y voy a estar en la oficina. Pero eso no se cumplió”, cuenta Rayo. Cinco años después estaba vendiendo comida india en la calle por falta de trabajo. Hoy arrienda un local de comida oriental en Bellavista que está en crisis.

Esta semana se realizó nuevamente la Prueba de Acceso a la Educación Superior (PAES), que lleva décadas –bajo distintos nombres–, determinando quiénes acceden a la universidad. Mientras algunos no logran obtener un puntaje que les permita entrar a la carrera profesional de su elección, a otros les pasa lo contrario: no erran en ninguna pregunta. En el caso de estos últimos, la presión para alcanzar un éxito convencional es inminente: se espera que sean los mejores en su promoción o destaquen en su futuro profesional.

Ese fue el caso de Rayo. Meses antes de que ese emprendimiento se concretara en las calles de Santiago, el ingeniero había hecho una confesión en una de las miles entrevistas psicológicas a las que asistió para conseguir trabajo en su profesión. Había pasado un largo proceso de selección, llamadas que no se concretaban, y finalmente en esa instancia explotó: le confesó a la reclutadora que no se sentía cómodo consigo mismo, y que probablemente, no pasaría la entrevista. En vez de mirarlo con incredulidad, la mujer le entregó el dato de una psicóloga que lo podría ayudar.

“Soy pobre y miserable”, dijo Rayo cuando entró a la consulta de la profesional por primera vez. Con el paso de las semanas y derivaciones al psiquiatra, le diagnosticaron depresión. Para lidiar con ella, el hombre decidió preparar la comida que lo hizo feliz cuando estaba viajando por el mundo: la comida india. Fue a la Vega Central y buscó los ingredientes para hacer el Murgh Khari, un guiso típico del lugar.

Esa noche buscó un tutorial en YouTube y preparó el plato en una hora. Mientras cocinaba, se dio cuenta de que ese era su propósito: traer a Chile los sabores que probó en sus viajes. Así, empezó su emprendimiento: todas las noches y mañanas cocinaba colaciones de comida tailandesa e india, y se paraba durante las tardes para vender sus platos. Los meses en los que le iba bien, podía llegar a ganar más de un millón y medio de pesos, mientras que en los malos podía percibir alrededor de $700 mil.

Rayo fue puntaje nacional en 2002, cuando el puntaje máximo era de 800 puntos. Si bien no lo invitaron a desayunar con el presidente de ese entonces, Ricardo Lagos, sí recuerda que se emocionó cuando supo la noticia. De hecho, Rayo rememora que fue uno de sus amigos quien le avisó que había sido puntaje nacional. En los ensayos que había hecho, nunca logró el puntaje máximo. “Le pregunté: ‘¿en serio?’. Y ahí me di cuenta de que era verdad, que iba a poder a entrar donde yo quería (…) Mis papás estaban emocionados, mi papá estaba superorgulloso”, recuerda Rayo.  

Así, se inscribió en Ingeniería Civil Industrial en la Pontificia Universidad Católica y fue becado con una rebaja del 50% del arancel. Pero la alegría duró poco: pronto se dio cuenta de que la carrera era más difícil de lo que esperaba. A pesar de que se quedaba estudiando en la biblioteca hasta que cerraba e iba a todas las clases, el primer semestre perdió la beca que le entregó la universidad. Debía tener un promedio de 5,0, pero terminó el primer semestre con un 4,8.  

Para Rayo fue difícil. Se considera una persona muy exigente consigo mismo, y el perder la beca en una familia que no tenía la mejor situación económica lo angustiaba. Hasta hoy, aún no entiende por qué no pudo tener un mejor desempeño: cree que su soledad no lo ayudó, pues no tenía a quién pedirle ayuda.

“Me daba un poco de vergüenza, sentir como que uno era tonto”, confiesa Rayo. Durante el período que estudió, reprobó algunos ramos. Esa creencia de que su habilidad era innata, la perdió.

“De la satisfacción no se puede vivir, entonces necesito plata

Rayo se demoró cerca de siete años en terminar la carrera, en la que se atrasó un año. Este último tuvo que pagarlo con ayuda del CAE. Pero cuando salió de la universidad, le dio una crisis. Se dio cuenta de que la vida de oficina no era lo que quería hacer, así que inspirado por los pocos amigos extranjeros que hizo en la universidad, decidió viajar. Al principio, su familia le aconsejó que trabajara un poco, pero él ya tenía la idea de irse a Australia.

Si bien la idea era irse por un año, el viaje terminó siendo de cuatro. Ahí fue la primera vez que sintió que sus papás lo frenaron en pos de su futuro: “Me decían que me devolviera, que estaba hueveando allá”, recuerda Rayo, quien no se detuvo y terminó visitando Tailandia, Indonesia, Cambodia, Hong Kong, Japón, Malasia y más. En esos lugares, se enamoró de la gastronomía.

Pero tuvo que volver a Chile, y se encontró con el desempleo. Buscó por semanas, y cuando encontró trabajo, lo echaron después de cuatro meses por reducción de personal. Las entrevistas de empleo lo entristecían, porque en el fondo sentía que no lo iban a escoger. Durante esa época empezó a ir a la psicóloga, proceso en el que se le ocurrió que podría ponerse a cocinar y vendió en la calle. 

Estuvo cuatro años así, hasta que llegó la pandemia en 2020, justo cuando estaba mudándose. Ese suceso cambió sus planes: estuvo un tiempo viviendo con sus papás, trató de vender su comida a través de aplicaciones, pero no tuvo éxito. Después, a fines del confinamiento, trabajó de Uber.  

Hasta que vio en Facebook que una persona arrendaba un local en Barrio Italia. Ahí decidió intentarlo por última vez, y puso un local de comida india y tailandesa, llamado Warung. Sin embargo, debido a que el restaurant no estaba en una calle muy concurrida, no supo atraer clientes. Después de un año, tuvo que cerrarlo. Lo intentó nuevamente en Bellavista, lugar en el que se encuentra actualmente.  

Ahora, Gonzalo Rayo entrega esta entrevista con un semblante pesimista. Al recordar los aciertos y fallos de su vida laboral, a ratos se encorva y las lágrimas amenazan con desbordarse de sus ojos. Pero cuando prepara sus platos, eso ya es otra cosa: se para derecho para ponerse su delantal negro, se peina sus rulos y ordena su pequeña cocina de dos metros con frenesí.  

“Hacer esto me recuerda al período más agradable de mi vida. El comienzo de mis primeros años en la Católica no fueron tan así. Fueron hartos sufrimientos y esfuerzos (…) Entonces, esto me hace recordar al proyecto más importante de mi vida, el más satisfactorio, que es el haber viajado”, finaliza Rayo. 

Hoy, después de varios fracasos y aciertos, pero con la seguridad de que encontró su lugar en el arte culinario asiático, Rayo aún tiene problemas para llegar a fin de mes. “No hay nada que me dé más satisfacción que hacer esto y que la gente diga que mi comida es bacán. Pero ahora de la satisfacción no se puede vivir, entonces necesito plata”, confiesa el cocinero.  

“Estudiantes como cualquier otro”

Rayo fue parte de un selecto grupo del que, usualmente, se espera que tenga éxito: los puntajes nacionales. Desde 2018, cuando la prueba que permitía entrar a la universidad aún se llamaba PSU, los puntajes máximos se mantuvieron arriba de la centena: en 2018, 211 personas lograron esta distinción, mientras que en 2019 y 2020, 108 y 203 estudiantes consiguieron ser puntajes nacionales respectivamente.  

Sin embargo, cuando la prueba se modificó, y pasó a llamarse PTU y después PAES, la distinción de puntaje nacional cambió. Ahora, solo se habla de puntajes máximos y de Distinción a la Trayectoria Académica. Este último se designó de esta manera para disminuir la segregación de la prueba: la idea es distinguir cada mérito según la identidad, trayectoria y contexto de los estudiantes. Por ejemplo, hoy se considera si el estudiante pertenece a un pueblo originario, está en una situación de discapacidad, proviene de región o la modalidad de enseñanza que tuvo.

Con esas distinciones, en 2021 hubo 180 estudiantes que no tuvieron errores en el examen, mientras que en 2022 se experimentó una fuerte subida y 496 personas alcanzaron esta distinción. Pero en invierno de ese año, en la segunda tanda, el número bajó a solo 13. Finalmente, durante el año pasado, se registraron 1.423 puntajes máximos, mientras que este año hubo 378.  

En todo caso, las universidades no hacen un seguimiento de estos grupos de estudiantes a los que captan con becas y que incluso son invitados a un desayuno con el presidente de turno. “Son tratados como estudiantes como cualquier otro”, dicen desde una de las universidades más destacadas del país.

A pesar de que el cocinero es el ejemplo de un puntaje nacional que no siguió una carrera convencional, la verdad es que la mayoría sí la tuvo. The Clinic obtuvo las listas de personas que consiguieron un puntaje máximo en años anteriores, y revisó en qué situación laboral se encontraban aquellos que tienen perfiles profesionales públicos. La mayoría se convirtieron en médicos, ingenieros y abogado.  

Verse reflejado desde la academia

Una de las personas que eligió un camino más convencional fue Rodrigo Castillo (30), quien en 2013 fue el único puntaje nacional de Lenguaje en todo el país. En esa época, el joven destacó en las portadas de varios medios de comunicación por su perfil crítico. En ellas, aparecía con un mullet hasta los hombros y en diversas entrevistas comentaba sobre el estado socioeconómico del país.  

Decidió estudiar Derecho en la Universidad de Concepción, pues el deseo de estar con su familia y desarrollar su talento y el de los demás en lugares descentralizados, lo motivó a estudiar en región y no en la capital.

Durante esa época, el joven vivió con varias presiones: le entregaron una beca con la condición de que no reprobara ningún ramo y sentía su propia presión por rendir perfectamente. Así, leer códigos de más de mil páginas durante tardes y noches enteras se convirtió en pan de cada día. Incluso, recuerda que durante un período de exámenes, pasó una semana durmiendo dos horas diariamente, pues era común tener un certamen todos los días.  

Esa fue gran parte de sus primeros años estudiando, y Castillo recuerda con incredulidad el día que se quedó dormido en medio de una prueba de Derecho Civil. Esa jornada, el joven se había quedado estudiando durante toda la noche, y cuando le entregaron la prueba que debía completar, el silencio hizo que empezara a cerrar los ojos. No se dio cuenta cuando cayó encima de la mesa y se quedó dormido.

Despertó una hora después, cuando la prueba ya estaba por terminar. Ya al final del examen, el profesor de esa asignatura lo retó en ese momento y cuando le entregó la nota. Si bien Castillo no recuerda exactamente lo que le dijo, sí rememora que le llamó la atención diciéndole que esperaba más de él como un estudiante de excelencia.  

A pesar de que ahora lo ve con gracia y entiende la intención del profesor, igualmente se cuestiona lo que sucedió. Sobre todo porque se ve reflejado en aquellos alumnos que hoy están en su posición. “Si me doy cuenta que a un estudiante le pasa eso, yo digo: ‘chuta, qué le estará pasando’. O sea, trataría de dar un refuerzo positivo”, reflexiona Castillo.  

Y agrega: “Creo que el asunto es preguntarse, a veces, hasta qué extremos uno lo lleva. A veces uno cae en prácticas autodestructivas en cuanto a la exigencia (…) A la mitad de la carrera me dije: ‘mira, no me estoy jugando la vida en esto y puedo con un ritmo de vida razonable mantener los resultados que me están pidiendo’”, cuenta el abogado.  

Ahora, Castillo es profesor de la Universidad Austral en Puerto Montt y es parte de la Unidad Académica del lugar. Constantemente debe presenciar cómo hay alumnos, que al igual que él, deben enfrentar la presión de rendir lo mejor posible. Además, también debe atender a estudiantes que están en causales de eliminación o problemas académicos por bajas notas. A casi todos, trata de inculcarles que son libres de fallar y que se permitan intentarlo una vez más:  

“Es como medio cliché, pero no vale la pena quedarse pegado, frustrarse con ese tipo de fracasos momentáneos, porque la forma de los caminos hacia la realización en términos académicos, profesionales, personales, es múltiple”, reflexiona Castillo.  

Rodrigo Castillo. Foto: archivo personal.

La joven que tuvo puntaje nacional en Ciencias y terminó de promotora: “Sentí que había decepcionado a todo el mundo”

Paloma Carvajal (23) también llegó a esta conclusión después de haber desertado de periodismo en la Pontificia Universidad Católica. Estuvo cuatro años intentando, de manera inútil, que le gustara la carrera: aguantó esos años porque la gente de su alrededor esperaba que fuera la mejor.  

Debió lidiar con esas expectativas desde joven, pues durante toda la enseñanza media fue la primera en su curso. Siempre destacó y fue distinta. Por ejemplo, durante los recreos, pasaba en la biblioteca leyendo, pues dice que sus compañeros solo se le acercaban para los trabajos en grupo. Los profesores, por otro lado, le hablaban sobre lo mucho que esperaban de ella: que sería famosa, que ganaría mucho dinero, que el éxito estaba a la vuelta de la esquina.  

Con esas expectativas encima, Carvajal obtuvo puntaje nacional en la prueba de Ciencias. Si bien la llamaron para avisarle de su logro y que podría ir a desayunar con el presidente Sebastián Piñera, no pudo ir porque estaba hospitalizada por apendicitis.

Sin embargo, cuando entró a la universidad la presión de sus profesores y compañeros -que sí sabían que había sido puntaje nacional-, le afectó. Algunos académicos le llamaron la atención cuando no tenía buenas notas diciendo que esperaban más de ella, los estudiantes de su generación la miraban incrédulos en los momentos que no rendía bien.  

No sabían que Carvajal estaba lidiando con varios asuntos personales. Por ejemplo, se dio cuenta de que la carrera implicaba mucha interacción social, lo que hizo que dejara de gustarle la profesión. Además, a mitad de los estudios su padre falleció. Un día, cuando estaba en clases, se desmayó debido a la ansiedad. Ese fue el punto de quiebre: decidió congelar la carrera durante todo el 2023.  

 “Creo que a las personas que somos un poco mateas, como que nos idealizan mucho (…) Si bien tenía el apoyo de mi familia y mis amigos, cuando congelé me sentí una total basura. Sentí que había decepcionado a todo el mundo. Creo que eso da cuenta de todas las presiones que viví desde que estaba en el colegio”, cuenta Carvajal.

Esa vergüenza duró por mucho tiempo, lo que hizo que extendiera el semestre en el que congeló. La joven aún recuerda cuando, en medio de 2023, fue a realizar unos trámites. Caminó rápido por los pasillos, “rezando” para que no se encontrara a nadie conocido y le preguntaran nuevamente por qué no estaba rindiendo bien.  

Actualmente, la joven se desempeña como promotora en Líder y se siente contenta, pues aún puede hacer lo que le gusta: leer y aprender. Con emoción, confiesa que disfruta saber sobre quesos, carne o el producto que le ordenen vender.

“Antes como las personas me veían joven, me preguntaban si estudiaba y yo les decía que sí. Pero ahora yo cambié eso, porque es parte de mi cambio como persona y mi manera de sanar esas heridas que me dejaron las presiones y las expectativas ajenas”, finaliza Carvajal.

De maquetas a retratos: recuperando un sueño perdido

Álvaro Castro (36) también, según cuenta, debió lidiar con las expectativas de los demás. Si bien desde pequeño le gustaba dibujar, y asistió a talleres de pintura y creación audiovisual, igualmente dice que tuvo que “censurar esa parte” de sí mismo. Debido a que siempre fue una persona con buen rendimiento en el colegio y muy temprano aprendió que debía estudiar una carrera rentable, decidió irse por un camino que pudiera combinar las dos cosas: la Arquitectura.  

El puntaje nacional que logró en 2012 por su desempeño en la PSU de Matemática, le permitió estudiar en la Pontificia Universidad Católica de manera gratis. En el primer año de la carrera se desencantó: sentía que los profesores no buscaban enseñar, sino que buscar al mejor estudiante. La competencia y el individualismo que se encontró en las aulas fue feroz, y los académicos fomentaban la humillación cuando se fallaba.  

Por ejemplo, Castro aún recuerda cuando debía entregar proyectos en la asignatura troncal de la carrera: los Talleres. A veces, el joven debía desvelarse días seguidos para lograr terminar una maqueta, para después presentarla ante toda la clase. Después de hacerlo, debía exponerse al escrutinio de los profesores y responder sus preguntas.  
 
“Cuando me empezaban a hacer preguntas se me trababa la boca. Porque yo decía, físicamente mi cerebro está agotado como para responder este tipo de cosas. Y los profes me comían. Me pasaba todos todos los semestres”, rememora Castro.

Finalmente, sacó la carrera siete años después. Si bien sabía que la arquitectura no era lo suyo, trató de conseguir empleo sin éxito: trabajó esporádicamente asesorando inmobiliarias, hacía clases particulares de matemática, e incluso consiguió empleo como garzón un par de meses.  

Sin embargo, nada lo llenó hasta la pandemia, cuando lo despidieron de una inmobiliaria y pudo vivir del finiquito. En el confinamiento y en la cesantía, se debatió entre dos situaciones: estar en la cama mirando el techo o ponerse a hacer arte. Así, finalmente liberó esa pulsión que lo seguía desde niño. Comenzó a dibujar, después se dedicó a pintar con acrílicos y óleos.

Descubrió que le apasionaba realizar retratos, pues lo hacía sentir más cerca de las personas que no podía ver: “Como estaba súper aislado, empecé a retratar gente. Como para conectar mentalmente con las personas que no tenía físicamente al frente mío. Entonces también fue una manera de escapar, de viajar mentalmente, pero ahora conectado con personas, no con edificios”, explica Castro.

Esa fue la primera vez, en su vida, que sentía que no estaba bajo las presiones económicas. Creó una cuenta en Instagram para promocionar su arte, de la cual eventualmente pudo ganar dinero. Si antes solo se dedicaba a hacer garabatos cuando estaba aburrido, en ese momento pudo estar días enteros pintando. Cuando salió de la pandemia, se esforzó todo lo posible para poder dedicarse totalmente a eso: asistió a galerías, conoció otros artistas.  

Sin embargo, el dinero no fue suficiente y durante este año debió encontrar lo que él denomina como un “trabajo de adulto”. En este caso, fue nuevamente uno de asesor inmobiliario, con el que pudo irse a vivir a Valencia. Si bien ya no vive de ser artista ni de lo que estudió, Castro se considera exitoso y espera no censurar sus necesidades artísticas nunca más.

“Estamos en una sociedad en la que piden tener éxito a la edad de 22 años, 23 años, y yo creo que eso es imposible, no se puede. Yo recién tengo 36, recién ahora puedo decir después de haber pasado toda una época, que sí tengo éxito. Antes no”, finaliza Castro.

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