Doce horas atrapados en la montaña: el accidente que nos unió para siempre
Un accidente en la montaña cambió la vida de Emilia Irarrázabal para siempre: quedó atrapada durante doce horas, fue rescatada en helicóptero y enfrentó la prohibición de escalar por parte de su padre. Pero también fue el inicio de una historia de amor. Juan estuvo a su lado en cada momento del rescate. Diez años después, la escalada sigue siendo su refugio y, quizás, la próxima cita perfecta con su "salvador", quien hoy es su marido. Aquí su relato en primera persona.
Por Sebastián Palma 8 de Febrero de 2025

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Hace más de diez años, mucho antes del inicio de esta historia de amor, cuando entré a la universidad, sentía que tenía que hacer algo más. No me bastaba con las clases, con los trabajos, con la rutina. Siempre he tenido esa necesidad de moverme, de encontrar un espacio donde el cuerpo también hable.
No sé si alguien me lo mencionó, pero de alguna manera me enteré de un taller de escalada. Me inscribí sin pensarlo demasiado.
Cuando era niña había hecho ballet. Me gustaba la disciplina, la conexión con el cuerpo, pero con el tiempo lo sentí sofocante, como si los movimientos tuvieran que encajar en un molde. La escalada, en cambio, era todo lo contrario.
Al principio lo intenté, pero no me atrapó del todo. La universidad, las fiestas, las nuevas amistades ocupaban más espacio en mi vida. Dos años pasaron así, con la escalada como un hobby de los fines de semana, como una puerta entreabierta que yo misma no terminaba de empujar. Pero algo dentro de mí sabía que ese era mi deporte, que la mezcla entre control físico y naturaleza me iba a encontrar.
Y lo hizo.
Cuando ya tenía más de 20, empecé a practicar la escalada con otra disposición. Me entregué al deporte y a todo lo que traía consigo: la comunidad, las primeras experiencias en roca, los viajes. En uno de esos viajes, pasé dos semanas en el Valle de los Cóndores, un lugar que deberías buscar en Google ¿no sé si lo conoces? Es como marte. Tiene rocas que parecen cascadas.
Ya llevaba tres años escalando cuando conocí a Juan. Y eso es algo que me gusta de nuestra historia de amor. No fue él quien me llevó a la escalada, ni fui yo quien lo llevó a él. Cada uno llegó por su cuenta, y nos encontramos ahí, colgados de las mismas rocas.
Él había empezado a escalar con sus hermanos, con tanta intensidad que, al poco tiempo, estaban subiendo las Torres del Paine. De hecho, hay un documental sobre su historia, Cordada de Sangre, se llama.
Pero nuestra historia de amor, la que realmente importa aquí, comenzó mucho después. Y fue en un accidente.
Juan y yo teníamos un amigo en común. Él y Juan eran de Puerto Varas, se conocían de antes, y ambos habían llegado a Santiago a estudiar. Fue él quien organizó el paseo, otra vez al Valle de los Cóndores, y fue él quien, sin saberlo, nos puso en el mismo auto rumbo al sur.
A mí Juan me gustó de inmediato. Pero en ese momento estaba con alguien más.
No era que las cosas fueran mal con él, simplemente no encajábamos. Era buena persona, divertido, pero también le gustaba tomar y su mundo iba en otra dirección. No era la persona para mí. Cuando volví a Santiago, terminé la relación.
Un mes después, mi amigo volvió a invitarme a escalar. Esta vez, el destino era el Alfalfal, en el Cajón del Maipo y Juan también iba. Nadie lo dijo en voz alta, pero yo lo sentí como una cita.
Apenas llegamos, nos pusimos a escalar. Ni siquiera pusimos ni las carpas. Juan subió primero y fue poniendo los seguros de vida. Ese es un estilo de escalada que me gusta porque después sacas los seguros y dejas todo limpio, pero para poner esos seguros se deben encontrar fisuras.
Después de que Juan bajara, yo comencé a escalar, no era una roca particularmente compleja, pero cuando ya estaba a unos 10 metros del suelo una de mis rodillas se me quedó enganchada en una de las fisuras.
Comencé a hacer fuerza para liberarme, pero con los movimientos mi rodilla se comenzó a inflamar. Meses antes me había roto la rótula escalando y luego de una cirugía sentía que se solía inflamar más de lo normal.
Él subió de inmediato. Desde abajo, los demás observaban, pero en la roca solo estábamos él y yo. Intentó ayudarme a sacar la rodilla, pero pronto se dio cuenta de que la fuerza no nos serviría. En lugar de eso, me enganchó mejor a las cuerdas, acomodándome para que no siguiera presionando la roca con la pierna.
Pasaron cuarenta minutos. La polola de nuestro amigo tomó el auto y fue a buscar ayuda, porque en ese lugar no había señal de celular. No sé exactamente cuánto tiempo pasó, pero creo que las primeras personas en llegar lo hicieron dos horas después.
Durante todo ese tiempo, Juan no se movió de mi lado. Me tranquilizó, me sostuvo, me abrazó. Yo estaba atrapada, pero no me sentí sola. Hasta hoy, creo que en esos momentos se aceleró todo lo que iba a pasar entre nosotros.
El instante íntimo, sin embargo, se rompió de la manera más incómoda posible: me dieron ganas de ir al baño. Primero intenté aguantar, pero el cuerpo no se controla. Le dije a Juan, medio en broma, lo que me pasaba. Él fue muy comprensivo y bajó a buscar su saco de dormir para que el líquido pudiera drenarse sin que me corriera por las piernas. Nunca olvidaré ese gesto, tan práctico y desprovisto de vergüenza.
Yo todavía sentía pudor cuando comenzaron a llegar personas a intentar ayudarme. Desde arriba vi las primeras figuras moverse entre las rocas, y luego muchas más. Escaladores, rescatistas, bomberos, paramédicos, el GOPE… hasta mi papá apareció entre la multitud.
También llegaron trabajadores de una hidroeléctrica con un andamio que alcanzaba justo hasta donde yo estaba. Desde entonces, vi subir y bajar a varias personas, pero Juan nunca se movió.
El rescate no fue muy organizado. Primero intentaron aceitar mi pierna con una grasa espesa, pero era tan densa que no lograba filtrarse en la grieta. Luego trajeron un taladro para romper la roca, pero no funcionó: el granito es demasiado resistente. Yo tenía miedo a que me hicieran daño en la pierna.
Las horas pasaban. Una tras otra, distintas personas subían y probaban diferentes técnicas, tratando de timonearme para sacarme de ahí. Pero yo solo sentía que lograban inflamar más mi rodilla.
Cuando ya llevaba casi seis horas atrapada, pedí hablar con mi papá. Me subieron un walkie-talkie. A él nunca le había gustado que escalara. Sentí miedo al hablarle, pero no me retó. Fue seco y directo.
—Necesito antiinflamatorios —le dije—. Quien me va a sacar de aquí no es un rescatista, es un doctor.
En ese momento, alguien se contactó con un médico del Hospital de la FACH. Lo trasladaron en helicóptero hasta la montaña. Tiempo después me enteré de que ese día estaba celebrando su aniversario de matrimonio y que tuvo que dejar a su mujer.
Cuando el doctor llegó, subió por el andamio y me inyectó un antiinflamatorio y luego morfina para el dolor. Desde entonces, no recuerdo las cosas muy bien. Sé que estuve atrapada durante doce horas, que mi pierna se liberó cuando la hinchazón cedió, que un helicóptero me llevó a la clínica y que tenía principio de hipotermia. Sé que Juan nunca se movió de mi lado, ni siquiera cuando me subieron al helicóptero.
En la clínica, los doctores me revisaron y dijeron que estaba bien. Eran las cuatro de la mañana. Me mandaron a casa con la indicación de descansar.
Al día siguiente, Juan apareció en mi puerta. Mi abuela, le decía “El Salvador”. Yo quería morirme de vergüenza.
Desde entonces, no nos separamos más. A la semana ya estábamos pololeando. El año pasado nos casamos. En el matrimonio no hubo discursos del accidente, pero yo sé que ese fue un hito que nos unió para todo lo que vino después.
Y lo que vino después no fue fácil. Mi cuerpo estaba bien, pero el accidente arrastró temas que tenía pendientes con mi familia. Mi papá, tratando de cuidarme, intentó prohibirme la escalada. Juan estuvo ahí, sosteniéndome en la pelea.
Hoy las cosas son distintas: mi relación con la montaña, con mi familia y con Juan encontró un equilibrio. Mi papá, al final, confió en que podía tomar las decisiones por mi cuenta. Tienes que saber que llevo diez años sin accidentes.
Nunca he vuelto al lugar donde mi rodilla quedó atrapada. Juan fue una vez, pero evitó la misma ruta. Aun así, la escalada sigue siendo nuestro punto de encuentro, lo que nos apasiona, un aspecto trascendental en nuestra relación y en nuestra vida. Es nuestra pasión, diría incluso que es la razón por la que trabajamos. Escalamos todos los fines de semana, todos nuestros viajes son escalando. Nos proyectamos trepando montañas hasta que seamos viejitos.
¿Si a veces pienso volver al lugar del accidente? La verdad es que sí, me gustaría que fuéramos solo los dos, hacer juntos esa ruta. Siento que sería una linda cita, como esa que intentamos tener el día del accidente que nos unió para siempre.
