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Cultura

25 de Octubre de 2009

Borde costero

Por

Con el pseudónimo de “Montoya”, Felipe Moreno Godoy, de Viña del Mar, mandó este cuento y quedó entre las tres menciones honrosas, escogidas de entre los más de 300 cuentos que llegaron al certamen, cuyo tema, este año, era víctimas y victimarios.
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POR FELIPE MORENO GODOY

El Negro salió del club sintiendo que la música todavía retumbaba dentro de su cabeza. Miró al guardia y se acordó de que, a la entrada, alguien había dicho que el hombre se veía cabrón, que parecía la versión peso pesado de Charles Bronson. No recordaba si lo había dicho uno de los tipos con los que andaba o algún otro idiota de la fila. “Parecido o no, igual lo cago”, pensó. Su cara estaba caliente, a pesar del frío.

Aunque la calle se encontraba sucia, meada y llena de basura, mantenía la frescura salada del mar. Ese era el típico aire de Valparaíso. En la esquina de la Avenida Errázuriz, se encontró con los paraderos atestados de gente; en su mayoría esos tipos anónimos y mal pagados que cada fin de semana bajaban desde los insípidos pueblos del interior para emborracharse y drogarse en clubes de tercera, a punta de música tropical y palmeras de neón. La verdadera bohemia porteña, no las pinturitas y gringos del Cerro Alegre.

Al costado de la calle se extendía una larga hilera de destartalados buses interurbanos, algunos con los motores encendidos, como animales carroñeros esperando colmar sus barrigas con lo que el puerto botaba a esa hora de la noche. En la vereda un par de carros ofrecían hot-dogs y churrascos en medio de un humo grasoso y bajo la luz áspera de una ampolleta barata de alto voltaje.

El Negro atravesó la avenida y llegó al taxi. Se sentó sobre la cuerina deshecha y encendió el último pito de la noche. Una noche como las huevas, aburrida. Las mujeres ya no eran como las de antes, estaban confundidas con tanto galán de mejillas rosadas. Ahora había que relajar un poco las revoluciones de las pepas y la borrachera, y los pitos servían para eso. Prendió el motor. El auto avanzó lento por Errázuriz en dirección a Viña del Mar. No tenía conciencia del freno, del acelerador o los cambios. Sólo sabía que manejaba y que lo estaba haciendo lo suficientemente bien como para no terminar en un poste. Mal que mal, todas las noches las pasaba en ese auto y sobre esas mismas calles. Se reconocían mutuamente. Prefirió doblar por Yungay para así evitar los puntos donde se instalaban los pacos.

Salvo putas y cogoteros, a esa hora nadie andaba por ahí. Se detuvo en un semáforo y sólo segundos después se alegró por haberlo hecho. Ningún pensamiento cruzaba por su cabeza. Su cuerpo funcionaba de manera semi-automática. Mientras sacaba una mano del volante para meter el cambio, notó que unas figuras se movían vertiginosas sobre la acera, como en una película. Era una pelea. Cuatro contra uno. Cuatro tipos con pinta de raperos contra un marino, uno que se resistía en medio de una maraña caótica y amorfa de puñetes y patadas. Mucho salto y poca fuerza. Lo supo de inmediato.

El Negro se bajó del auto. Aunque lo dejó detenido en plena calle, se preocupó de cerrar su puerta y meterse la llave al bolsillo. Al frente, el marino luchaba por mantener los raperos a raya: uno lo tenía agarrado de la chaqueta, intentando tirarlo al piso, mientras los otros le lanzaban golpes que recibía semi-agachado, protegiendo su cara.

Sin hablar ni decir nada, el Negro caminó hacia la pelea. El rapero colgado de la chaqueta lo vio venir y no supo qué hacer. El Negro ni siquiera lo miró. Simplemente se abrió paso con un puñetazo directo a la cabeza del marino. El golpe fue sordo y seco. El marino se desplomó sobre la vereda, desarmándose como una marioneta. Antes de que aterrizara, lo remató con una patada. Los raperos quedaron inmóviles. Se notaba que el tipo sabía lo que hacía.

Inconsciente, el marino parecía un bulto más que una persona. Todo había sido muy rápido. Así tenía que ser. Los raperos dijeron algo pero El Negro no lo entendió. Tampoco le interesaba entenderlo. Sólo se abrió paso hacia donde se encontraba la gorra del marino, que aún yacía limpia sobre la acera. La recogió.

æ¿Pa onde vai con eso?æ le dijo un rapero. Entonces sí entendió lo que le decían. Cuando peleaba o estaba a punto de hacerlo, El Negro sólo computaba las provocaciones, las amenazas, los insultos y las burlas. No las alabanzas, las disculpas, los diálogos o los arrepentimientos. Era sordo a ese tipo de mariconadas. Miró al rapero; se reía amable, como una mujer.

æTranquilo amigo, aquí todos hermanosæ

El Negro apretó la gorra y se alejó caminando. Odiaba a los marinos. Un grupo de oficiales lo había reventado en plena calle unos años atrás: él tenía diecisiete y ellos estaban sobre treinta. Una pelea difícil. Demasiados kilos en contra. Sabía que en el fondo todos los uniformados eran unos mamones, sobre todo los que usaban pantalones blancos. Nadie que sea realmente duro puede aguantar demasiado tiempo en un lugar donde todo el día te gritan y obligan a hacer huevadas.

Casi al llegar de vuelta a su auto miró hacia atrás. Algo le había quedado dando vueltas. Entonces vio cómo los raperos saqueaban el cuerpo inconsciente del marino, registrándole los bolsillos, sacándole los zapatos e intentando desabrocharle el reloj de su muñeca. Con cuidado, puso la gorra sobre una cabina de teléfono y volvió. Los raperos, ensimismados en su botín, no lo vieron venir.

El Negro tomó impulso de una zancada y pateó con fuerza la cabeza del rapero que estaba agachado registrando los bolsillos. Los otros se dieron vuelta, nerviosos, sin mucho tiempo para ponerse en guardia. El Negro ya mandaba al piso a uno de ellos, con la nariz rota en varias partes. Los dos restantes se abalanzaron sobre él. Incluso uno hasta le conectó un buen puñetazo en la mejilla. Tal vez era el único que sabía pelear de los cuatro.

Durante unos segundos el rapero le lanzó un par de golpes que llegaron a los costados de su cabeza. El Negro sintió cómo caían sobre él, cómo le ardían las orejas y le dolían las sienes. Entonces, apretando el cuello, se lanzó hacia adelante con un cabezazo que traspasó toda esa cortina y cayó con fuerza justo en la boca del rapero. Crujieron sus dientes y se derrumbó al suelo, balbuceando de dolor. Cuando se dio vuelta para golpear al otro, ya no estaba. Miro hacia todos lados hasta que vio una figura que se perdía corriendo por la calle en dirección a los cerros. Ya no había peligro. Los tres que tenía alrededor estaban out. Uno yacía en el piso inconsciente, el otro se retorcía escupiendo los dientes, mientras el que tenía la nariz rota estaba sentado intentando a duras penas detener el chorro de sangre que brotaba de su rostro. El marino comenzaba a recuperarse y se movía. Ya no había nada más que hacer, se dijo. Se fue antes de que llegaran los pacos.

Pasó por la cabina de teléfono, tomó la gorra y caminó hacia el auto. Antes de llegar sintió que algo caliente bajaba por su frente. Seguro que alguno de los dientes del rapero lo había cortado. Una vez adentro se miró al espejo. Tenía un poco de sangre. Su cara hinchada parecía estar hecha de madera. Prendió el motor y partió. Se sentía limpio.

Una vez que iba sobre la Avenida España, a una velocidad constante y suavemente avanzando hacia el norte, El Negro sintió una rara sensación de calma, una calma que parecía decir la verdad. La verdad que no todos reconocen ni perciben, pero que en ese momento veía en todas partes, como si fuese la sangre debajo de la piel de la ciudad.

Abrió la ventana. El aire helado del amanecer olía a mar, pero no sentía frío. Nunca sentía frío después de una pelea. Por detrás de la silueta negra de los cerros aparecía un resplandor cristalino y azul, mientras los neumáticos sonaban tranquilos sobre las calles húmedas.

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