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Cultura

29 de Noviembre de 2009

Abajo de la micro

Por

POR RENÉ NARANJO

Como animados por un síndrome masoquista y apocalíptico, millones de personas, desde Chile a China, se lanzaron esta semana a ver “2012”, la superproducción hollywoodense que le anuncia al espectador que morirá en tres años y 32 días más. La cinta, dirigida por el especialista en destrucción masiva Roland Emmerich, es una eficaz mezcla de efectos especiales asombrosos con los viejos tópicos norteamericanos del héroe anónimo y el rescate del último minuto, todo combinado con el mito del Arca de Noé. Es un derrumbe a escala global, que funciona muy bien como matiné y que ya deja entrever la ética Obama en su mensaje post-capitalista de superación de la codicia.

Coincidencias de la cartelera, durante la misma semana se ha estado exhibiendo el documental chileno “El poder de la palabra”, que presenta el Apocalipsis –más acotado, pero no menos dramático– que debieron enfrentar, entre 2006 y 2007, los vendedores que trabajan en la locomoción colectiva de Santiago.

Realizado por Fernando Hervé y premiado en el pasado Festival de Cine de Valdivia, la película fija su atención en Hardy Vallejos, sacrificado vendedor de baratijas a $500, experto del “no vengo a vender, vengo a regalar”, casado y padre de dos hijos, que ve amenazado su medio de subsistencia cuando se anuncia el retiro de las micros amarillas, los que dejarán paso a los fríos buses del Transantiago, que cierran sus puertas a quienes quieren ejercer en su interior el comercio ambulante. El cambio de sistema moviliza entonces a los vendedores, que deciden agruparse en un sindicato para defender sus derechos.

Con clara conciencia social, la mirada de Hervé nunca se separa del lado de los desfavorecidos, y hábilmente presenta a los vendedores siempre enfrentados a instituciones y estamentos que supuestamente representan a la ciudadanía pero que no la consideran para nada. Pocas películas nacionales han dado cuenta de esta forma de la exclusión cotidiana y persistente de un gran grupo de chilenos, y de la importancia de la lucha por la dignidad en estos tiempos de egoísta liberalismo. Hay un plano particularmente expresivo de esta situación, cuando Hardy y sus colegas comerciantes manifiestan su rechazo al Transantiago frente a La Moneda, bajo la lluvia, y, al frente, desde La Moneda, dos altos oficiales de Carabineros salen, acompañados por asistentes que los cubren con paraguas, sin fijarse en sus demandas.

¡Imposible dejar de emocionarse al ver qué dura es la vida de Hardy y su mujer, vetados de trabajar en los buses del Transantiago, tratando de vender diccionarios de inglés a 500 pesos (¿cuánto ganan ellos de esa plata?), agotados de andar de un paradero a otro todo el día! Es un neorrealismo del siglo XXI versión chilena, de asumida sensibilidad de izquierda, que el realizador maneja con humor y mucha cercanía con esta pareja que de la “igualdad de oportunidades” sólo lo ha oído en las campañas políticas.

El uso de los letreros intercalados (escritos a las manera de los antiguos letreros de las micros) y la llamativa banda sonora aportan frescura y chispa al relato, en el que también sobresalen diversos personajes secundarios, como ese chofer inimitable de micro amarilla, que al perder su “Bucanero” lleno de espejos, monos de peluche y cachivaches varios, termina por tatuarse él mismo ese nombre en la espalda, para convertir su propio cuerpo en la encarnación del querido vehículo enterrado en aras de un progreso improbable.

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