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Opinión

20 de Mayo de 2010

Editorial: El voto y sus devotos

Patricio Fernández
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Por Patricio Fernández
Parece que tendremos inscripción automática y voto voluntario. El gobierno de Piñera quiere convencernos de que será por sus méritos. Como dice Nicanor, “cero problema”, porque lo interesante serán los efectos de la medida. No son pocos los que disponen de buenas razones para oponerse a la voluntariedad del voto. Algunos sostienen que a través de este mecanismo la sociedad entera se vincula, al volver a sus miembros mayores de edad responsables indirectos del destino de la comunidad. Los más severos consideran que no puede exigir al Estado quien no ha cumplido con el deber cívico de votar. El ex ministro Vidal, en un programa de radio, exageró tanto esto de los deberes civiles, que casi llegó a plantear que quien no los cumplía, perdía sus derechos. En el fondo, estos son los defensores éticos de la obligatoriedad del voto: los que consideran que no sólo de derechos está hecho el hombre, sino también de deberes. Hay otros que dan argumentos más científicamente ideológicos. Argumentan, con estudios en la mano, que los miembros de las clases más altas y educadas participan espontáneamente de las votaciones en mucho mayor proporción que los de las despojadas. Es comprensible que alguien que no tiene nada se desinterese por los problemas nacionales y no piense en partidos políticos mientras consigue con qué llenar la olla, siendo quien con más fuerza tendría que hacerse oír. Pero la pobreza, en parte, es falta de pertenencia, y constituiría una contradicción en los términos exigirle a un marginal cumplir aplicadamente los deberes de un integrado. Es decir, el voto voluntario correría el riesgo de volver más elitistas las elecciones. Para todos los anteriores, el ideal sería la inscripción automática y el voto obligatorio. Que la mayor cantidad posible de chilenos, representantes, ojalá, hasta de los últimos rincones del país, concurran, gústeles o no, a estampar su parecer en las urnas. Desde el punto de vista de la manifestación de la voluntad popular, por informe o acotada que sea, el reparo parece incontestable. El voto obligatorio no invita, sin embargo, a una rápida evolución y mayor exigencia de los políticos, porque mantendrían su clientela cautiva. Mal que mal, el que está obligado a votar, debe hacerlo por aquello que se le ofrece, así lo asqueen las alternativas. Si agregamos el aliño del sistema binominal, el guiso pierde definitivamente la variedad de sabores. Toda una diversidad resumida en dos mitades. Con el voto voluntario, los políticos, al menos, tendrían que ingeniárselas para sacar a la gente de sus camas un día en que podrían no levantarse. Si la mayoría no votara, es de suponer que las elecciones se considerarían inválidas. O sea, el reto de apelar a todo aquello que a la gente le importa sería el requisito básico para concursar. El asunto es complejo, porque según analistas gringos, donde el voto voluntario existe, los únicos que se benefician son los mejor capacitados para acarrear. Esta medida, según ellos, termina convirtiéndose en una trampa para la democracia. Votan los que quieren, pero hay manera bien desgraciadas de convencer. A mí me gusta la idea de que el pastel se desordene un poco. De que aumentando en cerca de tres millones los votantes posibles, nos encontremos con una voluntad soberana bien distinta de la que estamos acostumbrados. Desde ya, con muchísimos más matices que el encuadre en que habitamos desde la dictadura, porque podrá decirse que Piñera no representa al pinochetismo, aunque mirando los hechos con mayor detenimiento y sin ignorar los matices, lo sigue representando. “Presidente Pinochet, este triunfo es para usted”, gritaban ciertas pandillas la noche de las elecciones. La Concertación, por su parte, o como sea que se llame, deberá encontrar un nuevo coagulante para la explosión de mundos que han salpicado desde su sartén. Una nueva mesa que los reúna ciertos domingos, de la que ninguno se siente ajeno y donde nadie tenga que renunciar a sus particularidades ni quedarse en silencio para permanecer en la famillia. Una mesa como un griterío que con el tiempo se irá viendo el modo de ordenar. Una fiesta repleta de especímenes curiosos, que buscan en conjunto la felicidad.

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