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Opinión

14 de Agosto de 2010

El eje del mal

Primer filme del áspero director austriaco Michael Haneke que llega a cines chilenos desde “La profesora de piano” (2001), “La cinta blanca” cuenta, en un blanco y negro que hace pensar en el cine de Dreyer y con una reconstrucción de época admirable, los 12 meses previos al estallido de la Primera Guerra Mundial a través del prisma de lo que parece un amigable pueblito del norte de Alemania. Por cierto, las apariencias engañan.

René Naranjo
René Naranjo
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La cartelera chilena vive una forma de secuestro. Abstracto e intangible, ciertamente, pero no por eso menos efectivo. Los captores son los grandes estudios de Hollywood, que por la vía segura del éxito comercial y con el apoyo publicitario de estrenos programados para repercutir a nivel mundial, copan a tal punto las salas nacionales que no permiten la entrada de películas diferentes o de otra procedencia. Ese fenómeno se vive con toda intensidad durante el invierno chileno, que coincide con el verano boreal, y donde las películas ideadas como efímeros instrumentos de entretención se imponen sin contrapeso posible.

En este panorama saturado de animaciones digitales y desabridas ficciones a punta de efectos de última generación, hay ocasiones en que se abre un claro e ingresan filmes meritorios. Es el caso esta semana de “Un hombre solo”, de Tom Ford, película de vocación cien por cien gay, nominada al Oscar y que llega a Chile en el momento justo, y sobre todo de la producción alemana “La cinta blanca”, ganadora del Festival de Cannes 2009 y que esperaba sala de estreno desde principios de año en nuestro país.

Primer filme del áspero director austriaco Michael Haneke que llega a cines chilenos desde “La profesora de piano” (2001), “La cinta blanca” cuenta, en un blanco y negro que hace pensar en el cine de Dreyer y con una reconstrucción de época admirable, los 12 meses previos al estallido de la Primera Guerra Mundial a través del prisma de lo que parece un amigable pueblito del norte de Alemania. Por cierto, las apariencias engañan y desde la primera escena, donde el médico del villorrio sufre un accidente mientras monta a caballo, se aprecia que nada va ser calmo en la película.

Tras unos títulos escritos en letra gótica que anuncian que vamos a ver “una historia de niños alemanes”, la película presenta la voz de un narrador envejecido que cuenta, en extrema res, los sucesos que acontecieron en el lugar entre 1913 y 1914. El narrador corresponde al profesor (Christian Friedel) quien desde su postura librepensante guía al espectador por un relato que va a conformarse como un auténtico laberinto de opresiones. Porque el pueblo es regido por dos personajes poderosos, el barón, que da trabajo a la mitad de los habitantes del lugar, y el pastor protestante, que guía a su familia y los feligreses con puño de hierro. Es opresión social, propia del feudalismo, y moral, marcada por la intolerancia y la obsesión por el pecado. Además, como en los siete círculos de infierno, cada casa tiene su propia estructura opresiva. Están las esposas, sometidas por hombres desprovistos de compasión; los hijos, callados y obligados a reprimir hasta el más instintivo de los impulsos; las niñas, sumisas expuestas al abuso constante de los mayores, y, cómo no, el pequeño Karli, niño discapacitado y suerte de refugio final de la inocencia, que en este entorno de creciente maldad no cuenta con ningún futuro luminoso.

Es brillante la forma en que la cámara de Haneke expone lo que pasa en cada casa del pueblo y cómo va develando (ayudado por una precisa dirección de actores) las tortuosas relaciones que se dan entre los lugareños. Hay mucho cine en cada metro de película, y a ratos, con esos planos fijos en que la nieve cae sobre las casas como una condena o esos travelling que siguen a los personajes cuando van a enfrentar un castigo o a descubrir una leve posibilidad de amor, surge una emoción inquietante, glacialmente conmovedora.

A Michael Haneke le gustan las situaciones fuertes y en “La cinta blanca” existen varios ejemplos de ello. Lo interesante es que el director no las muestra de frente sino que esta vez prefiere dejarlas en off, como si ciertos horrores que puede engendrar el ser humano sólo pudieran ser revelados cuando no se lo mira directamente. Los azotes del pastor a sus hijos quedan detrás de la puerta cerrada, así como el sufrimiento del pequeño Karli es ocultado por varias capas de vendas, en escenas en que el sonido juega un rol esencial y estremecedor.

Casi nada de lo realmente malvado es evidente en “La cinta blanca” y por ahí va el mayor poder de la película. Todo corre por debajo de estos rostros contenidos, como una pulsión malsana y destructivamente tentadora. Ni siquiera la cinta blanca del título –símbolo de castigo impuesto por el pastor a su prole- se despliega enteramente en pantalla. Haneke sabe que lo que no se ve es lo que lo más incomoda, y elabora cuidadamente su película en torno a esos fuera de cuadro demoledores.

En este campo de relaciones ambiguas, donde el mal puede agazaparse incluso tras la más pura entidad, es posible interpretar a “La cinta blanca” como una aproximación a los orígenes del nazismo. Es probable, sin embargo, que la intención del realizador vaya más allá y que su verdadero objeto de estudio sea el lado oscuro del alma humana. Que detrás de su puesta en escena ascética esté, finalmente, el deseo de despojar los cuerpos de todo ornamento para encontrar un destello de esa verdad amarga a la que, la mayoría de las veces, no queremos siquiera asomarnos.

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