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Nacional

3 de Julio de 2012

La historia íntima del secreto mejor guardado de la Dictadura

Desde la infancia de Jorgelino Vergara, pasando por su estadía en el único cuartel de exterminio que se conoce en Chile y su posterior vida de descolgado, el periodista Javier Rebolledo revela el episodio más violento registrado en nuestra historia. A partir de los testimonios de otros ex agentes en la causa judicial y la memoria fotográfica de “El mocito”, nos muestra puertas adentro los años en que la DINA ostentaba un poderío absoluto y cómo se produjo el mayor procesamiento en causas de derechos humanos: decenas de ex agentes nunca antes nombrados en caso alguno.

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En 2007, Jorgelino Vergara, “El mocito”, protagonista del documental de Marcela Said y Jean de Certeau, reveló a la justicia la existencia del único cuartel, conocido hasta ahora, donde se exterminó personas sistemáticamente. Hasta entonces el cuartel Simón Bolívar era una especie de leyenda y la Brigada Lautaro, un grupo de agentes de la DINA cuya función era prestar seguridad a su director, Manuel Contreras, era sin duda el secreto mejor guardado de la dictadura.

“Los agentes de la Brigada Lautaro fueron los más malos de los malos. El testimonio de Jorgelino grafica lo que pasó con muchas personas en Chile, pero es muy posible que hayan habido muchos otros grupos de exterminio durante la dictadura”, explica Rebolledo, en cuyo libro Vergara se decidió a hablar de todo.

Uno de los episodios más crudos de La Danza de los Cuervos es protagonizado por los entonces tenientes del Ejército, Armando Fernández Larios (vive en EEUU, protegido tras colaborar en el esclarecimiento del crimen de Orlando Letelier) y Juan Chiminelli Fullerton (procesado por la Caravana de la Muerte, también libre). No una, sino tres veces, Jorgelino recordó haber escuchado gritos desgarradores durante una madrugada de agosto de 1976, cuando el cuartel estaba ya vacío, sólo habitado por la guardia y él, que pernoctaba allí.

Segundos más tarde, Fernández Larios golpeó el vidrio de su pieza para que se levantara a limpiar la devastación humana que había dejado. Afuera, en la oscuridad, los cuerpos destruidos de los detenidos, y Fernández Larios junto a Chiminelli, con los corvos ensangrentados en sus manos, con los gestos típicos de un consumidor de cocaína.

En medio de la noche elegían un detenido, lo sacaban del calabozo, desnudo, vendado y lo llevaban hasta un paredón. Lo acuchillaban ahí mismo. Con una manguera, escoba y paños, Jorgelino debía volver todo a la normalidad. La sangre, las vísceras esparcidas en el piso, nunca las pudo olvidar. Y las caras de los detenidos tampoco.

Por cierto no son los únicos horrores recordados en el libro. También se encuentran los episodios protagonizados por el “doctor” Osvaldo Pincetti, conocido por los detenidos de la Villa Grimaldi como el Doctor Tormento, un hipnotizador que hasta antes de la dictadura tenía un programa radial en La Serena, especializado en espiritismo.

Jorgelino le llevaba cafecito a Pincetti hasta su oficina dentro del cuartel. En varias ocasiones le tocó ver a los detenidos medio idos, drogados. “El doctor Tormento” los recostaba de espalda sobre una camilla, semi sentados, para interrogarlos mientras se miraban a sí mismos en un espejo puesto en el techo. Les clavaba una aguja en el brazo, de la que colgaba una sonda. Así el detenido veía en el espejo como su sangre caía al piso, acrecentando un charco cada vez más copioso, mientras era interrogado.

Los prisioneros quedaban psicológicamente destrozados creyendo desangrarse, pero el mocito dice que pudo ver el truco: otra sonda conectada a una bolsa de sangre escondida bajo la camilla. De otra forma, habrían muerto ahí mismo.
Pero más allá de los excesos y las prácticas del “Doctor Tormento”, existía un procedimiento estándar dentro del cuartel, no menos cruel y reconocido por Jorgelino y los demás agentes de Lautaro: Detención, calabozo (camarines) y al final del pasillo, tortura con electricidad sobre una litera de fierro, esa innovación tecnológica conocida como la parrilla.

Luego de sacarle la información, traspasarla a hojas y elaborar informes, el detenido era eliminado de la forma que los agentes determinaran. Muchas veces los mataron a golpes, patadas o con palos para aplanar tierra, amarrados en el gimnasio del cuartel o asfixiados con bolsas plásticas en la cabeza. Luego, inyección de cinco miligramos de pentotal de la mano de la enfermera Calderón, para asegurar el deceso. Una vez muerto y antes de ser “empaquetado”, el soplete en el rostro y huellas dactilares. No pocas veces, el robo de tapaduras dentales.
Así se va revelando la interna del único centro de exterminio conocido a la fecha, un relato construido íntegramente a base de las declaraciones de Jorgelino Vergara y a las confesiones que los propios agentes -todos procesados pero libres- hicieron al ministro de la Corte de Apelaciones, Víctor Montiglio, por la causa Calle Conferencia, que investiga la desaparición de tres direcciones clandestinas del Partido Comunista entre mayo y diciembre de 1976.

El mocito y yo

La primera vez que Javier Rebolledo oyó de la Brigada Lautaro, fue iniciando 2007, luego de acceder a la declaración policial de Jorgelino y la de otros ex agentes confesos. La publicó junto a su colega Jorge Escalante en el diario La Nación. En mayo de ese año partió con su cámara de video hasta el número 8630 de la calle Simón Bolívar, en la comuna de La Reina, donde familiares de detenidos desaparecidos realizaban una velatón. Era el portón trasero de un liceo. Ahí captó el momento en que un vecino se acercó a los organizadores a decirles que estaban equivocados, que el cuartel Simón Bolívar quedaba en el 8800, donde hoy se erige un condominio.

Una semana después Rebolledo volvió al lugar y tocó un par de citófonos para hablar con algunos residentes. Al condominio le decían el “condemonio”. En las noches se escuchaban gritos, en el día se veían personas detenidas, inanimadas. Muchos vecinos se fueron. Una posibilidad que no tuvo ninguno o quizás solo uno -sabría con los años el periodista- de los prisioneros políticos que atravesaron el portón doble de la antigua parcela.

Ese mismo año, poco después que Jorgelino quedara en libertad por ser menor de edad al momento de los crímenes testificados, el periodista viajó al interior de Curicó con los cineastas Marcela Said y Jean De Certeau, quienes querían hacer un documental a partir de la visión singular de un ex agente de la dictadura. Como investigador y asistente de dirección del premiado documental “El mocito”, conoció cara a cara a Jorgelino y junto a los cineastas, ganó su confianza. Fueron cinco años de investigación y 30 horas de entrevistas con Jorgelino en distintos puntos de Ñuñoa.

La confesión que hizo Jorgelino sobre los crímenes de la Brigada Lautaro, no provino de un arrepentimiento espontáneo. A fines de 2006, el agente Jorge Díaz Radulovic le dijo a los agentes de la PDI que investigaban Calle Conferencia, que el asesino del secretario general del PC, Víctor Díaz López, era un tal Jorge Vergara. No sospechaba que al pronunciar estas palabras había traído con ellas su propia condena. La policía comenzó entonces la búsqueda de muchos Jorges Vergara. Incluso interrogó al ex dirigente colocolino.

Finalmente, en enero de 2007, llegaron al interior de Curicó, cerca del Lago Vichuquén. Jorgelino se dedicaba a la tala de bosques. Con una extensa cicatriz en la frente, la única marca visible de su pasado, vivía precaria pero tranquilamente junto a su mujer en una cabaña. “Los estaba esperando hace mucho tiempo”, les dijo a los agentes de la PDI y partió con ellos a declarar a Curicó. Luego de testificar por cerca de ocho horas, sus dichos resultaron tan gravitantes que el ministro Montiglio, a cargo de Calle Conferencia, suspendió sus vacaciones en la Quinta Región y ordenó que lo trasladaran de inmediato a Santiago para que se lo dijera cara a cara.

Sigilosamente, en menos de 3 meses, la PDI detuvo a gran parte de los implicados y los mantuvo incomunicados. En los careos iniciales con “El mocito” casi todos lo negaron, pero dos lo reconocieron: el coronel a cargo de la Brigada Lautaro, Juan Morales Salgado y un subordinado de éste, Jorge Pichunman. Era suficiente. Por su parte, Jorgelino reconoció a cada uno de los agentes con nombre, apellido y chapa.

Los amigos del “Mamo”

Parte de la vida de Jorgelino se hizo conocida tras el estreno del documental El mocito (2011). En junio de 1974, a los 15 años, sin padre y en situación de pobreza, llegó a servir, desde las cercanía de Curicó, comida a la casa del jefe de la DINA, Manuel “Mamo” Contreras. El responsable fue su hermano José Vicente, quien trabajaba para el general en retiro Galvarino Mandujano, compadre del “Mamo”.

En el libro se detalla cómo, con una chaqueta blanca y una humita negra atada al cuello, vivió la intimidad de una familia poco convencional. Con el tiempo se ganó el cariño de todos, sobre todo de “la tía Maruja” (María Teresa Valdebenito, ex esposa de Manuel Contreras). Lo llevaban a veranear al exclusivo balneario Rocas de Santo Domingo. Durante esos años, hizo el desayuno, compró el diario, sacó a pasear al perro Kazán, cargó el maletín y la metralleta del jefe del clan, aprendió artes marciales, el uso de armas largas y cortas y, de a poco, comenzó a sentir la necesidad de serle mucho más útil a su patrón.

En el hogar del director de la DINA vio por primera vez al agente Michael Townley, entonces simplemente “el gringo” para él. Estaba a cargo de la tecnología de la casa, sistemas de radio y teléfono de línea cerrada, con comunicación directa a sus unidades y a Pinochet. A veces lo veía enseñándole inglés a Alejandra, la segunda más chica del clan Contreras.

También fue testigo de la visita de importantes personalidades a la casa ubicada en Antonio Varas con Pocuro. Ese mismo año le sirvió unas copas a Juan María Bordaberry, dictador uruguayo y colaborador en los crímenes masivos rotulados como “Operación Colombo” y “Operación Cóndor”. Pero más común era ver, con sus familias y bebiendo, a otros miembros del servicio de inteligencia, como Alejandro Burgos De Beer, Miguel Krassnoff, Marcelo Moren Brito, Pedro Espinoza y Juan Morales Salgado, el jefe la Brigada Lautaro, entonces encargada de su guardia personal.

¿Pinochet? Para el cumpleaños de Contreras en mayo de 1976, Jorgelino dice que aparecieron dos guardaespaldas en un Ford Mercury enviado de regalo por el propio Capitán General. Lo envolvieron con una inmensa cinta de regalos. Cuando el “Mamo llegó”, sin embargo, no le dio mayor importancia. No sonrió y solo dijo algo como “chuta”, recuerda el mocito. Luego leyó la tarjeta sobre el parabrisas y subió a su dormitorio.

En ese auto viajó toda la familia a Colonia Dignidad. Jorgelino se fue con los guardaespaldas en caravana. A los colonos los recuerda con “cara de locos” e incluso para él y los agentes de Contreras, ese lugar resultaba extraño. Allí mataron el tiempo jugando carioca. Su relación con la seguridad del “Mamo” se había estrechado.

En el libro y según Jorgelino, “El Viejo Valde” (Héctor Valdebenito Araya) decía que “allá los detenidos se iban a dormir con los pescados pero sin órganos”. Y el “Negro” Ortega pensaba que se llevaban las partes a Bélgica. Pero entonces, Jorgelino estaba más preocupado de parecerse a Bruce Lee, hacer bien el ponche con pisco que tomaba el “Mamo” y de las clases de artes marciales y de tiro que la familia le regaló. El chico de 15 años quería algún día llegar a ser un militar, un profesional.

Hoy Jorgelino dice que no llegó a sentir amor por la familia, pero sí admiración por el coronel. A esas alturas (entre 1974 y 1976), como Lautaro lo hizo con Pedro de Valdivia, el mocito se había ganado la confianza de su patrón al punto que no solo era conocido como “el regalón del ‘Mamo’ Contreras”, sino que éste lo recomendaría para una nueva misión: formar parte de la Brigada Lautaro. Javier Rebolledo apunta que “es probable que el ‘Mamo’ Contreras no se haya esperado que desde su propia casa viniera tantos años después el mayor testimonio de la DINA”.

Su misión sería hacer los cafés, luego guardia y cuidar a los detenidos, con el grupo de agentes de mayor confianza del director de la DINA. Ilusionado, Jorgelino hizo las maletas y partió al cuartel general. Pedro Espinoza lo recibió y anotó su nuevo nombre, para su carné de agente: Alejandro Dal Pozzo Ferretti. Desde ahí en auto a Simón Bolívar 8800.

Conejillos de indias

Era junio de 1976 y a pesar de su juventud, Jorgelino rápidamente entendió que Simón Bolívar era un centro de exterminio. En promedio ningún detenido duraba más de una semana. Quien entraba allí solo podía salir con un riel amarrado con alambre al cuerpo, envuelto en un bolsa de polietileno y un saco papero, para luego ser dejado en la maleta de un auto con dirección al campo de entrenamiento militar y base aérea de Peldehue. Desde ahí, al mar. Otro destino eran los piques de la Cuesta Barriga.

“Los detenidos venían de otros cuarteles a recibir las sesiones de tortura práctica y también la última exprimida de limón o servir a los agentes para darse un gustito. Yo no entiendo qué puede tener que ver en un interrogatorio con electricidad, agarrar a pailazos en la cabeza a una mujer embarazada de cinco meses, como ocurrió con Reinalda Pereira”, cuenta Rebolledo.

Se refiere al episodio contado por Vergara para el libro. Pereira, recién detenida, por la Brigada Lautaro fue brutalmente interrogada por Ricardo Lawrence, Germán Barriga y la enfermera Gladys Calderón. La mujer, recuerda Jorgelino, pedía que la mataran. En vez de eso, Lawrence fue a buscar una sartén y la golpeó hasta destruirla. Al mismo tiempo, Barriga efectuaba simulacros de ejecución con una pistola vacía sobre la sien de la mujer.
Barriga se suicidó en 2005. Nunca reconoció sus crímenes. Alegaba que no lo dejaban vivir, acosándolo por crímenes inexistentes. Hoy es casi un mártir para los fanáticos de la dictadura.

El mocito también fue testigo de los inhumanos últimos días de Daniel Palma. Al dirigente comunista lo atraparon en agosto de 1976 y a pesar de su avanzada edad, los agentes Héctor Valdebenito, Manuel Obreque, Eduardo Oyarce, Bernardo Daza y Juvenal Piña le aplicaron la Gigí (máquina que genera electricidad con una manivela) en sus genitales y debajo de la lengua, como solían hacerlo con todos.

La última vez que Jorgelino lo vio, fue en el gimnasio, sentado en una silla, esposado y golpeado por varios agentes con un palo para compactar tierra. El mocito dice que caía, lo levantaban y “le volvían a dar”. Con los huesos quebrados agonizó toda la noche hasta la muerte.

En otro episodio, el mocito recordó -y luego también varios de sus ex colegas en el cuartel Simón Bolívar-, que un día de 1976 entró un auto con dos detenidos vendados, custodiados por tres agentes. Eran extranjeros. Nunca supo si se trataba de dos peruanos o de un peruano y un boliviano. De lo que sí está seguro es que se trataba de conejillos de indias. Según relata, apenas pusieron los pies fuera del auto comenzaron a ser interrogados y golpeados por Barriga, Lawrence y Morales, quien con sus tacos pateaba contra el maicillo al primero que cayó.

Lo peor estaba por venir. En menos de dos semanas llegaron Contreras, Townley y Chiminelli. En el casino esperaron la llegada de los dos prisioneros esposados y vendados. El mocito hizo café y comenzó la prueba. El coronel tomó en sus manos el nuevo dispositivo inventado por el “Gringo”, una mini Gigí que disparaba un dardo eléctrico activado por control remoto. Entre convulsiones cayeron al piso.

Después volverían Contreras y Townley, con un juguetito del químico Eugenio Berríos. Los extranjeros estaban contra el muro del pabellón de solteros donde dormía Jorgelino. El experto en bombas, usando una especie de casco de astronauta, dice en el libro, sacó un tubito con gas sarín y disparó el spray a la nariz de uno de ellos. Murió al instante.

Al segundo, nervioso por su destino, los agentes Emilio Troncoso y Jorge Díaz Radulovic, el “Gitano”, debieron sujetarlo para que el asesino del general Prats disparara. Al hacerlo, sin querer roció también al “Gitano”, quien cayó convulsionado. Otro agente partió a buscar leche hasta que lo estabilizaron. Los extranjeros quedaron tendidos en el gimnasio para ser “empaquetados”.

“Pruebas con conejillos de indias, solo había escuchado de los campos de concentración nazi”, advierte Rebolledo, “lo mismo que matar a los detenidos a palos, con polines para aplanar tierra. En el tiempo que me tocó investigar causas de Derechos Humanos, no supe de algo más brutal que esto, es el punto más bajo de la dictadura”.

El Cuartel operó sistemáticamente haciendo valer su regla de oro: el exterminio. Pero toda regla tiene una excepción. Aparte de quienes sobrevivieron a la inyección letal -Ángel Guerrero Carrillo, joven mirista de 24 años que aún respiraba cuando el agente Bernardo Daza lo desnucó en la Cuesta Barriga, y Marta Ugarte, estrangulada por el agente Emilio Troncoso en un helicóptero del Comando de Aviación del Ejército antes de lanzarla al mar frente a Los Molles-, en los dominios del capitán Juan Morales Salgado, se cree, hubo solo una persona que logró salir con vida.
Jorgelino dice en el libro que fue un joven de 25 años. Lo habían golpeado ya bastante cuando decidieron sacarlo al estacionamiento para embutirle alcohol a la fuerza. Totalmente borracho, lo subieron a un auto e invitaron a Jorgelino a dar un paseo. “El mocito” cuenta que tomaron la carretera y pararon cerca de Graneros, el “Gitano” abrió la puerta y con una patada lo dejó tirado en la berma. Pudo haber sido el hijo de alguien influyente.

Los héroes no existen

El origen del cuartel Simón Bolívar es la Brigada Lautaro. La unidad fue creada en abril de 1974 para cumplir labores de “inteligencia” y seguridad del director de la DINA. Estuvo a cargo del capitán Juan Morales Salgado, secundado por el teniente Armando Fernández Larios. A principios de 1975, cuando la brigada alcanzaba la veintena de agentes, son trasladados a la parcela de La Reina. Tiempo después sumaban cerca de treinta.

Entre mayo y junio de 1976, se le da la orden a Morales de recibir a la Brigada Delfín, liderada por Germán Barriga, capitán de ejército y secundada por
Ricardo Lawrence, teniente de Carabineros. Venían de Villa Grimaldi con un cajón manzanero cargado de inyecciones de pentotal (droga de la verdad), y un grupo de cerca de veinte agentes, todos expertos en detención y tortura.

Por el centro de exterminio pasaron cerca de 80 militantes del Partido Comunista, incluyendo tres de sus directivas clandestinas completas. “Y probablemente unas 100 o 150 personas que no sabemos quiénes son”, estima el autor del libro. “Pueden ser de otros partidos, gente sin militancia. Jorgelino cuenta que los agentes comentaban la mala suerte de muchos de haber caído bajo sus manos”, agrega.
“Cuando se trata de tortura sistemática y brutal, los héroes no existen”, dice Rebolledo en el libro. La frase está en un capítulo llamado La espiral, que pone en contexto un problema clave en el esclarecimiento de las violaciones de los Derechos Humanos. “Un tabú que ha comprometido a las organizaciones y partidos de izquierda de Chile y el mundo: la colaboración de los militantes detenidos para suspender o mitigar los tormentos inhumanos a los que fueron sometidos”, escribió.
Fue el caso de Víctor Díaz, subsecretario del Partido Comunista, quien llegó a Simón Bolívar desde Villa Grimaldi en mayo de 1976. A pesar de que los prisioneros tenían las horas contadas, el militante, de avanzada edad entonces, estuvo siete meses en un centro donde máximo alcanzaban las dos semanas y según consigna la historia, los mismos meses en que cayeron tres directivas completas en la clandestinidad.
El “Chino” Díaz era “la presa mayor”. Según testificó en 2007 el agente Ricardo Lawrence, Díaz junto a dos dirigentes más, fueron llevados a la Casa de Piedra del Cajón del Maipo, confiscada al ex director del diario El Clarín, Darío Sainte Marie. Estaban con Contreras y Morales cuando entró Pinochet. Conversó principalmente con Díaz, “quien le señala que atacar al Partido Comunista era como sacar agua de la mar con un balde”.
Mientras estuvo en Villa Grimaldi, el jefe de la plana mayor de la Brigada Delfín, Alfonso Ojeda Obando, declaró que Víctor Díaz le dijo que colaboraría porque todos sus compañeros estaban cayendo y ya no tenía nada más que hacer. Jorgelino lo recuerda bien. Según cuenta se tenían estima y, por eso, le llevaba agua en un vaso plástico de cumpleaños. Y él se lo agradecía con un golpecito en la mano agachado, por la escotilla.
La última vez que lo vio con vida fue la navidad de 1976. Tenía ya la cena servida para los agentes de guardia, cuando sus compañeros salieron rumbo a la casa del “Mamo”. El mocito cuenta que pasó por los calabozos cargando su fusil, abrió la puerta de Díaz y lo llevó hasta el casino. Estaba débil. Luego de sacarle las esposas cenaron sin cruzar una palabra.

Entre Navidad y Año Nuevo, Jorgelino vio salir de la celda de Díaz a la enfermera Calderón con su neceser de la muerte. A esas alturas Jorgelino ya hacía guardias, tenía un arma de servicio y colaboraba en el “empaquetamiento” de las víctimas. Juan Morales le dijo a Jorgelino que lo necesitaban adentro. Ahí vio a los agentes Daza y Escalona junto al cadáver con una bolsa plástica en la cabeza.

Aunque después de cumplir 18 años, la memoria de Jorgelino “empieza a fallar”, este recuerdo gatilló la caída de la Brigada Lautaro. El 22 de enero de 2007, Juan Morales reconoció la orden de Manuel Contreras de eliminar a Díaz. Ese mismo día su subalterno Guillermo Ferrán lo confirmó y días después Jorge Pichunman aportó nuevos antecedentes: quien asfixió a Díaz fue Juvenal Piña, que el 27 de febrero confesaría el crimen en medio de llantos. Luego, otros agentes reconocieron los asesinatos cometidos ahí y ya no podían ponerse de acuerdo. El pacto de silencio de 30 años se había roto de forma definitiva.

Las lucas de Claro y los seguimientos a artistas y futbolistas

Las confesiones de Jorgelino Vergara durante las entrevistas para La Danza de los Cuervos, no sólo alcanzan al mundo militar. Uno de los nombres importantes mencionados es el de Ricardo Claro, empresario de reconocida admiración por la dictadura y cuya colaboración con el régimen no se habría limitado a ser coordinador de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos. También habría sido financista de la DINA.

Según dice Jorgelino en el libro -testimonio utilizado por el periodista Javier Rebolledo en un reportaje para The Clinic hace unos años- fue testigo de una reunión en la casa de piedra del Cajón del Maipo entre Manuel Contreras y Ricardo Claro, quien llegó escoltado por cinco agentes de la DINA. El agente Eduardo Cabezas Mardones confesó hace unos años al ministro Montiglio que fue testigo de otra reunión -“netamente económica”- en la Enoteca del Cerro San Cristóbal, donde también estuvo Arturo Ramírez Labbé, oficial de la Fuerza Aérea encargado de buscar financiamiento.

En el capítulo titulado “Alguien tiene que ponerse” se explica cómo Claro cancelaba las remuneraciones de la DINA a través de la empresa pantalla Boxer y Asper Limitada. Cuenta Jorgelino que cuando se atrasaban los sueldos, el encargado de la plana mayor, el “Viejo” Sagardía, llamaba por teléfono a la secretaria de la empresa y le decía que por favor le pidiera los sueldos a don Ricardo Claro. Lo hacía frente a todos.

Otros antecedentes que aporta el mocito tienen que ver con seguimientos a artistas opositores. En 1977, con el Partido Comunista muy golpeado y por ende, menos actividad dentro del cuartel, Jorgelino comenzó a asumir labores de inteligencia, infiltrándose en peñas folclóricas y sacando antecedentes de personas en el Registro Civil. De los que recuerda, están el actor Héctor Noguera, la actriz Schlomit Baytelman y el cantante Fernando Ubiergo.

En su lista de sospechosos también estaban los futbolistas Carlos Caszely y Leonardo “Pollo” Véliz. Jorgelino recuerda cómo le contaron el procedimiento del Comando de Vengadores de Mártires -formado en 1980 para vengar el asesinato del capitán de Ejército Roger Vergara, a manos del MIR- para incendiar el restaurante Campo Lindo, propiedad de los cracks de la selección chilena.

La danza de los cuervos / el destino final de los detenidos desparecidos
Javier Ignacio Rebolledo
Junio 2012, 277 páginas.

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