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Cultura

19 de Noviembre de 2012

Werner Herzog sobre la verdad y lo sublime

Vía elmalpensante.com La metafísica no suele ser un tema muy apropiado para una conversación con un cineasta. En esta conferencia, dictada en Milán tras la proyección de su película Lecciones en la oscuridad, el director alemán se convierte en una afortunada excepción, al hallar las claves de la verdad, lo absoluto y lo sublime muy […]

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Vía elmalpensante.com

La metafísica no suele ser un tema muy apropiado para una conversación con un cineasta. En esta conferencia, dictada en Milán tras la proyección de su película Lecciones en la oscuridad, el director alemán se convierte en una afortunada excepción, al hallar las claves de la verdad, lo absoluto y lo sublime muy cerca del set de grabación.

El colapso del universo estelar
ocurrirá –como la Creación–
con majestuosa belleza.
Blaise Pascal

Las palabras que sirven de introducción a mi película Lecciones en la oscuridad, atribuidas a Blaise Pascal, son en realidad mías. El mismo Pascal no habría podido decirlo mejor.

La cita, falsificada y a la vez no, según lo demostraré más adelante, debería servir como primer indicio del tema que intentaré desarrollar. En todo caso, reconocer algo falso como tal no contribuye en sí mismo para prácticamente nada.

Podrían preguntarse por qué haría tal cosa. La razón es simple y nace de consideraciones prácticas, no teóricas. Al poner esta cita como encabezado, elevo al espectador antes de que haya visto siquiera el primer fotograma, de tal forma que entre a la película desde un nivel más alto. Y yo, como autor de la película, no lo dejo descender de ese nivel hasta que esta concluya. Solo en ese estado sublime se hace posible alcanzar algo más profundo, un tipo de verdad que es enemiga de lo puramente fáctico. Yo la llamo “verdad extática”.

Después de la primera guerra en Irak, mientras en Kuwait ardían los campos de petróleo, los medios –me refiero en especial a la televisión– no estaban en condiciones de mostrar algo que era, más allá de un crimen de guerra, un evento de dimensiones cósmicas, un crimen contra la Creación misma. En Lecciones en la oscuridad no hay una sola imagen en la que nuestro planeta sea reconocible; por esta razón, la película ha recibido el rótulo de “ciencia ficción”, como si solo hubiera podido ser filmada en una galaxia distante, hostil. Durante su estreno en el Festival de Cine de Berlín, el filme se tropezó con una orgía de odio. Entre los gritos furibundos de la gente lo único que pude entender fue “estetización del horror”. Y cuando me encontré amenazado y escupido en la tarima, solo se me ocurrió una respuesta banal. Les dije: “Cretinos, eso fue lo que hizo Dante en su ‘Infierno’, es lo mismo que hicieron Goya y Hieronymus Bosch”. Cuando estuve en aprietos, invoqué sin pensarlo a los ángeles guardianes que nos familiarizan con lo absoluto y lo sublime.

Lo absoluto, lo sublime, la verdad… ¿Qué significan estas palabras? Debo confesar que es la primera vez que intento resolver estos interrogantes por fuera de mi trabajo, el cual entiendo, primero y sobre todas las cosas, en términos prácticos.

Tengo que declarar desde ya una limitación: no aventuraré una definición de lo absoluto, aunque ese concepto proyecte su sombra sobre todo lo que diga aquí. Lo absoluto representa un dilema incesante para la filosofía, la religión y las matemáticas. Probablemente serán las últimas las que más se acerquen a una respuesta cuando alguien pruebe por fin la hipótesis de Riemann, un problema relacionado con la distribución de los números primos que permanece sin respuesta desde el siglo xix y toca lo más profundo del pensamiento matemático. Hay un premio de un millón de dólares esperando a quienquiera que lo resuelva, y un instituto de matemáticas en Boston ha estimado que pasarán mil años antes de que a alguien se le ocurra una forma de probarlo. Esta pregunta ocupa a los matemáticos desde la época de Euclides, hace 2.500 años; si Riemann y su brillante hipótesis estuvieran equivocados, habría una conmoción inimaginable en las matemáticas y las ciencias naturales. En cuanto a mí, apenas estoy en condiciones de empezar a comprender vagamente lo absoluto, no estoy en capacidad de definir el concepto.

La verdad del océano

Me quedaré por ahora en el confiable terreno de lo práctico. Si bien la verdad es inasible, quisiera narrarles un encuentro inolvidable que tuve con ella cuando rodaba Fitzcarraldo. Estábamos filmando en la selva peruana al este de los Andes, entre los ríos Camisea y Urubamba, donde después arrastraría un enorme barco de vapor a través de una montaña, cuesta arriba y cuesta abajo. Los indígenas que vivían ahí, los machiguengas, constituían la mayoría de los extras de la película y nos habían dado permiso para rodar en su tierra. Además del pago, pedían otros beneficios; querían entrenamiento para el doctor local y un barco para poder llevar ellos mismos sus cosechas hasta el mercado, algunos cientos de kilómetros río abajo, y así no tener que venderlas a través de intermediarios. Por último, pedían respaldo en su lucha por conseguir un título de propiedad sobre la tierra comprendida entre ambos ríos. Hasta entonces, una compañía tras otra se había aprovechado del terreno para saquear las reservas locales de madera y, recientemente, varias firmas petroleras habían puesto también sus avaros ojos sobre esa tierra.

Cada petición que presentábamos con el fin de conseguir una escritura se desvanecía en la laberíntica burocracia provincial. Incluso nuestros intentos de soborno fallaron. Finalmente después de ir hasta el ministerio responsable de esas cosas en Lima, la capital, me dijeron que, aun si fuera posible pelear por un título de propiedad basándose en argumentos históricos y culturales, había dos impedimentos. Primero, el título no aparecía en ningún documento legalmente verificable, sino que se fundamentaba en testimonios de oídas, irrelevantes para el caso. Segundo, nadie había inspeccionado nunca el territorio para demarcar sus fronteras.

Con el fin de solucionar lo segundo, contraté a un topógrafo que suministró a los machiguengas un mapa preciso de su tierra. Tal era mi papel en su verdad: una delimitación, una definición. Admito que terminé discutiendo con el topógrafo. Según me explicó, el mapa no era del todo correcto: no correspondía a la realidad porque no tomaba en cuenta la curvatura de la tierra. “¿En semejante pedazo de tierra tan pequeño?”, pregunté a punto de perder la paciencia. “Por supuesto”, dijo enfadado y me pasó su vaso bruscamente. “Incluso cuando se trata de un vaso con agua hay que ser claros al respecto: no estamos lidiando con una superficie plana. Usted debería ver la curvatura de la tierra tal como la vería en un océano o en un lago. Si fuera capaz de percibir la tierra tal como es, la vería curva, pero usted es demasiado simple”. Nunca olvidaré esa dura lección.

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