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Opinión

4 de Enero de 2013

Los sospechosos de siempre

* Días atrás los periodistas Javier Rebolledo, Juan Cristóbal Peña y yo sufrimos el coincidente robo de nuestras casas y sustracción o manipulación de nuestros equipos computacionales. La misma situación enfrentó un mes antes la colaboradora del New York Times en Chile, Pascale Boneffoy. Todos los afectados investigamos y/o publicamos libros sobre la represión en […]

Mauricio Weibel Barahona
Mauricio Weibel Barahona
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Días atrás los periodistas Javier Rebolledo, Juan Cristóbal Peña y yo sufrimos el coincidente robo de nuestras casas y sustracción o manipulación de nuestros equipos computacionales.

La misma situación enfrentó un mes antes la colaboradora del New York Times en Chile, Pascale Boneffoy.
Todos los afectados investigamos y/o publicamos libros sobre la represión en dictadura, las coordinaciones políticas en esos años y el destino de los detenidos desaparecidos.

También temas que directa o indirectamente pudieran estar ligados al presunto asesinato del ex presidente Eduardo Frei en 1982, crimen indagado por el juez Alejandro Madrid y que apunta al Ejército como responsable, en especial al DINE y la UAT, con participación de civiles.

Pero no somos los únicos afectados.

Durante los 22 años de transición a la democracia, abogados defensores de los derechos humanos, funcionarios de la Policía de Investigaciones (PDI) e incluso jueces han sufrido amedrentamientos de desconocidos, pocas veces denunciados.

Estas operaciones incluyeron hasta ahora encañonamientos, robos de casas, amenazas directas, seguimientos y llamadas telefónicas, por ejemplo.

El propio presidente Sebastián Piñera padeció interceptaciones telefónicas y el rapto de uno de sus hijos en los albores de la democracia, cuando quería postular a La Moneda, por primera vez. Lo reconoció en 2003.

Yo no estoy dispuesto a que sigamos callando estos hechos.

No podemos aceptarlos como un costo inevitable que debemos pagar quienes investigamos las violaciones a los derechos humanos en dictadura y sus implicancias actuales para civiles y militares.

Vivimos en el siglo XXI y tenemos la obligación de construir una democracia madura, tolerante e inclusiva. Un espacio público sin matones, ni los peores horrores del ya lejano siglo XX, donde 38.000 chilenos fueron torturados, ejecutados o desaparecidos en dictadura, según informes oficiales.

Los hechos que denuncio comenzaron el 14 de diciembre. Me encantaría que fueran sólo delitos comunes, pero todo indica que hay “algo más” como coincidimos telefónicamente con el ministro del Interior, Andrés Chadwick, antes de quedar con protección policial fija en mi casa.

Primero fue el robo de mi automóvil en la madrugada de ese viernes.

Luego de denunciar los hechos a la comisaría de La Reina, una persona vestida de carabinero visitó mi antigua residencia y preguntó al conserje por mi familia. El supuesto policía dijo trabajar en la Comisaría de Providencia, rechazó identificarse y abandonó el lugar a bordo de un taxi.

En la Comisaría de Providencia, no hay registro de ese procedimiento. Mi auto apareció desmantelado en La Cisterna.

El sábado, cuando estaba en casa de amigos en Melipilla, personas no identificadas ingresaron a mi casa. La dieron vuelta y sólo sustrajeron tres notebooks, en uno de los cuales tenía investigaciones pasadas.

Dejaron mi chequera, los equipos electrónicos y las pocas cosas de valor que pueden haber en la residencia de un periodista. Ese mismo sábado un sujeto vestido de civil fue sorprendido por amigos tomando fotos de mi casa. Abandonó el lugar, cuando le pidieron identificarse.

El domingo robaron utensilios del antejardín, cuando ya había rondas policiales en torno a mi hogar.

El sábado de ese fin de semana, desconocidos también ingresaron a la casa del colega Javier Rebolledo y robaron el disco duro externo en que guardaba copias de sus investigaciones. No sacaron nada más.

El lunes 17 de diciembre, el periodista Juan Cristóbal Peña, tras un fin de semana afuera, llegó a su departamento y se percató del ingreso de desconocidos a él. Sólo faltaban unos discos de jazz y su antiguo computador parecía manipulado. Peña llevaba consigo su notebook, ileso.

Ese mismo lunes, Pascale Bonnefoy, colaboradora del New York Times, avizoró que el robo que ella padeciera un mes antes podía estar relacionado.

El fiscal regional Andrés Montes optó por investigar los hechos como una sola causa. La PDI los investiga ya con tres hipótesis.

La primera es que todo fuera una increíble coincidencia y que nosotros estemos paranoicos de tanto investigar horrores. Sería lo mejor.

Otra opción, cada año menos probable, es que estos hechos fueran coordinados por nostálgicos de la DINA o la CNI.

Finalmente, lo más inquietante, que todo esto sea la torpe acción de equipos de inteligencia castrense que no entienden que vivimos en democracia. Sería un desastre.

Los hechos deben ser aclarados. Y también deberían entregar sus testimonios los jueces, funcionarios de la PDI y demás periodistas afectados por actos similares en todos estos años.

No callemos más. El primer paso es aprender a hablar y actuar a cara descubierta. Lo demás es cobardía o equivocada indiferencia.
Mis hijos, de cinco y ocho años, quedaron asustados luego de los tres robos. Como probablemente le sucede a los niños mapuches que sobreviven los allanamientos de sus comunidades o los pequeños que crecen en las poblaciones, bajo el narco y la violencia.

Somos dueños de construir nuestros sueños. No lo olvidemos.

Necesitamos un país en democracia plena, una sociedad de derechos.

* Periodista, coautor del libro Asociación Ilícita y presidente de la Unión Sudamericana de Corresponsales.

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