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Opinión

10 de Marzo de 2024

Columna de Álvaro Ramis: La maldita palabra dictadura

El rector de la Academia de Humanismo Cristiano y columnista de The Clinic reflexiona sobre el concepto dictadura, asegurando que es "escurridizo, ya que las dictaduras suelen estar al frente y nunca al lado del propio sector político". Luego plantea: "Los dictadores siempre son los otros, nunca los propios". Por eso celebra el hecho de que la semana pasada la Cámara de Diputados haya aprobado por unanimidad una resolución que solicita al gobierno la búsqueda de la verdad y la justicia para las víctimas de violaciones a los derechos humanos y de los detenidos desaparecidos durante la dictadura militar. "Si se actúa en coherencia no deberíamos volver a escuchar, nunca más, la expresión 'gobierno militar' en boca de parlamentarios, en la opinión editorial de medios de comunicación o de cualquier otra institución educativa, centro social o partido político que tenga responsabilidad pública", remarca.

Por Álvaro Ramis

Cuando hablamos de dictadura saltan las alarmas. Se trata de una categoría compleja, que excluye e incluye, marca y determina la legitimidad de un régimen a nivel internacional. No se trata de un debate académico. Delimitar claramente lo que es una dictadura remite a efectos prácticos y concretos, que condicionan las relaciones que un estado democrático puede tener con un régimen de esas características. Pero a la vez es un concepto escurridizo, ya que las dictaduras suelen estar al frente y nunca al lado del propio sector político. Los dictadores siempre son los otros, nunca los propios.

Por eso es tan importante que la semana pasada la Cámara de Diputados haya aprobado por unanimidad una resolución que solicita al gobierno la búsqueda de “la verdad y la justicia” para las víctimas de violaciones a los derechos humanos y de los detenidos desaparecidos “durante la dictadura militar”. La Cámara no se refirió a una dictadura abstracta.

Por primera vez se votó una declaración unánime, que incluyó a todo el espectro político, desde el diputado Johannes Kaiser y el Partido Republicano, que define al régimen que gobernó Chile entre 1973 y 1990 como una dictadura militar que violó los derechos humanos. Esta votación unánime debería ser vinculante. Si se actúa en coherencia no deberíamos volver a escuchar, nunca más, la expresión “gobierno militar” en boca de parlamentarios, en la opinión editorial de medios de comunicación o de cualquier otra institución educativa, centro social o partido político que tenga responsabilidad pública.

Parece un asunto obvio, pero si se analiza el contexto internacional este hecho no es irrelevante. Recordemos las dificultades que ha vivido España para sancionar su ley de memoria histórica referida a la guerra civil de 1936, que no contó con la unanimidad parlamentaria. O la presencia de discursos abiertamente negacionistas del gobierno de Javier Milei respecto a la dictadura militar argentina. En estos mismos días el presidente del Partido Comunista, Lautaro Carmona, formuló una declaración donde deslizó que el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela no sería a una dictadura. Su frase completa señaló: “Nosotros no defendemos nada. Nosotros reivindicamos la existencia de los procesos de cada pueblo, pero no defendemos nada. Defendemos nuestra política en Chile”.

Luego de todos los horrores que se han documentado en la última década respecto a Venezuela, partiendo por los informes elaborados por la expresidenta y exalta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos Michelle Bachelet, no cabe ambigüedad alguna respecto a lo que se ha constatado como “tendencia dictatorial y antihistórica” de ese gobierno. La brújula política de la izquierda suele confundir la necesidad de impulsar el multilateralismo y la multipolaridad en las relaciones internacionales, con el deber ineludible de no vacilar en una materia tan sensible.

Los derechos humanos son aquellos que se reconocen a todo ser humano por el hecho de serlo. No se conceden discrecionalmente a las personas, sino que se les reconocen, no se les dan. Hablamos de los derechos civiles y políticos, derechos sociales, económicos y culturales, el derecho a la paz, el derecho a un medioambiente sano y el derecho al desarrollo. Estos derechos componen un consenso no negociable, como criterios básicos de justicia que cada sociedad tiene que intentar alcanzar, para no considerarse una nación bajo mínimos de humanidad.

Todas las corrientes de la izquierda deben abogar por un mundo multipolar, que supere un orden unipolar dominado por un grupo reducido de potencias hegemónicas. Pero al mismo tiempo, impulsar el equilibrio de poder en las relaciones internacionales no puede servir como excusa para avalar a los nuevos autoritarismos globales. No puede caer en la ingenuidad de disfrazar de guerra contra el imperialismo la ofensiva mundial contra la democracia y los derechos humanos.

Otra cosa distinta es que los estados democráticos definan una estrategia responsable y coherente para actuar frente a las dictaduras. Un enfoque basado en el realismo en relaciones internacionales debe reconocer que las dictaduras no suelen ser mera coacción violenta y represión. La mayoría cuenta con grados relevantes de asentimiento social, activo o pasivo, lo que explica su pervivencia. Recordemos que la misma dictadura militar chilena obtuvo en el plebiscito de octubre de 1988 un 44% de apoyo. Este tipo de adhesión es fruto de la conveniencia de grupos beneficiados por el régimen como también por el temor general de la población, tanto a una revancha agresiva de la dictadura como al miedo a un cambio violento del orden político que ponga en riesgo su propia seguridad y existencia.

Ante ese dato objetivo es importante que los estados democráticos no incurran en el error en el que cayó el gobierno de George W. Bush, impulsado desde un enfoque neoconservador en relaciones internacionales, que decidió unilateralmente derrocar la dictadura de Irak en 2003 o de Barack Obama, y su enfoque liberal, al derrocar la dictadura de Libia en 2011. El resultado lo tenemos a la vista: cifras inconmensurables de muertos, millones de desplazados y dos estados fallidos que hasta ahora no han logrado recuperar una mínima estabilidad.

Este mismo error lo cometió el gobierno de Sebastián Piñera en su desafortunada aventura de Cúcuta en 2019. Afortunadamente el intento de desestabilizar desde el exterior al régimen de Maduro no prosperó, o los efectos de ese proceso habrían conducido a un escenario parecido al de Irak o de Libia y toda la región habría entrado en una espiral de conflictividad militar y social de imprevisibles consecuencias, que habríamos pagado en toda América Latina por décadas.

La promoción de la democracia no es compatible con enmascarar y legitimar el despotismo con la excusa de la multipolaridad internacional. Pero tampoco se puede aceptar que los derechos humanos se utilicen como pretexto para intervenciones militares o políticas irresponsables, que carguen a las personas con el drama de la guerra y los costos de las sanciones económicas a sus estados. Los gobiernos democráticos no pueden caer en la trampa de asumir que en el nombre de altos valores universales tengan el derecho y hasta la obligación a intervenir en cualquier lugar del mundo, sin ponderar las consecuencias catastróficas de sus acciones.

Lo correcto es desarrollar un marco de política exterior que asuma un criterio coherente y responsable, basado en el respeto a los derechos humanos de forma inseparable a la legalidad internacional. Como afirmó Martin Luther King, “la injusticia en cualquier parte es una amenaza para la justicia en todas partes”.

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