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Nacional

31 de Enero de 2013

Mi vecina la constructora

Foto: Alejandro Olivares Desde que llegaron las constructoras a su barrio, Cecilia Finsterbusch no tiene paz. Su casa se transformó en una isla en medio de edificios que crecen entre martillazos y camiones. Cuando todo termine su hogar será un anfiteatro. Ha pedido ayuda a la municipalidad de Providencia, pero no existe ley que la […]

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Foto: Alejandro Olivares

Desde que llegaron las constructoras a su barrio, Cecilia Finsterbusch no tiene paz. Su casa se transformó en una isla en medio de edificios que crecen entre martillazos y camiones. Cuando todo termine su hogar será un anfiteatro. Ha pedido ayuda a la municipalidad de Providencia, pero no existe ley que la proteja. Megáfono en mano exige silencio y que le devuelvan su antigua vida.

Los ruidos comenzaron a las ocho de la mañana, como era habitual, pero esta vez Cecilia Finsterbusch no aguantó más. A las 10:30 salió de su casa rumbo a una enorme construcción ubicada frente a su domicilio, cruzó la calle en pijama y avanzó hacia un camión tolva que revolvía cemento. Cecilia se subió al vehículo, retiró la llave y éste dejó de funcionar. Luego se devolvió al antejardín de su casa y se sentó a esperar. Todos los obreros quedaron mudos. Fue un día sábado, a fines del año pasado, en la calle Tomás Guevara de la comuna de Providencia. Cecilia pasaba por una fuerte crisis nerviosa.
-Cuando el chofer del camión se me acercó a pedirme las llaves, le dije que se las devolvería cuando viniera el jefe de obra o el ingeniero a cargo a hablar conmigo, y me explicara por qué un día sábado en la mañana tendría que estar así de alterada-, recuerda.

En la obra, a cargo de la constructora Uriarte & Pérez Cotapos, no había más gente que un capataz y algunos trabajadores. “Al ingeniero de turno lo tuvieron que sacar de la cama, llegó como 40 minutos después”, agrega Cecilia.

La mujer, hastiada de los ruidos, llamó a Carabineros y luego de varias explicaciones terminó por devolver a la constructora las llaves del camión.
-Se supone que el policía me tenía que tomar detenida pero, al contrario, me dijo que no tenía moral para hacerlo, que me comprendía, porque estábamos en mi casa y teníamos que gritar para poder hablar-, rememora.

Cecilia Finsterbush tiene 55 años y el hogar donde vive junto a su marido, José Miguel Correa Sotomayor, y dos de sus hijos, se encuentra rodeado de edificios, tres de ellos en construcción. Su vivienda, una propiedad de estilo neocolonial de la década del 50, se ha transformado en lo que se conoce como una casa isla.

Desde que empezaron las obras, hace casi dos años, Cecilia y su familia han visto disminuir dramáticamente su calidad de vida. La propiedad donde viven se devaluó, perdieron la luz del sol y también la privacidad. Todo, a cambio de ruidos constantes, agrietamiento de pisos y muros, y la desarticulación completa de la vida familiar. También la salud de Cecilia se ha resquebrajado. Hace poco fue al doctor y le recetaron alprazolam. Las pastillas la ayudan a soportar su nueva vida.

Caja de resonancia

El drama para la familia Correa Finsterbusch empezó el 27 de mayo de 2011, fecha en que les llegó la primera carta de la constructora Almagro.
– La tiraron en la puerta, la leímos junto a mi esposo y supimos que no nos iban a comprar la casa- recuerda Cecilia.

La misiva anunciaba el inicio de la construcción de un edificio de siete pisos, Las Flores 2, cuyas faenas se extenderían hasta julio del 2013. Además, advertía de posibles molestias por el tipo de trabajo que se realizaría, y también de la existencia de un libro de reclamos en la portería de la obra a modo de “buenas prácticas en la construcción”.

Seis meses después, un agujero de más de trece metros de profundidad con forma de ele, rodeaba la mitad de la casa, razón suficiente para que aparecieran las primeras grietas. Cecilia pidió explicaciones y desde la constructora, desconfiados, le dijeron que las anomalías eran producto del terremoto del 27 de febrero del 2010. Cecilia exigió que lo comprobaran.

-Tuvimos que gastar 45 lucas en un notario para que certificara los daños. Luego los de la constructora, incrédulos aún, pusieron unos tacos de yeso en las grietas y esperamos un mes. El yeso se quebró y llamaron a la aseguradora que se demoró tres meses más en ponernos piso nuevo-asegura.
El problema no terminó ahí. Casi un año después, en junio de 2012, se repetiría la historia pero multiplicada por dos. La constructora Uriarte & Pérez Cotapos anunció la construcción del edificio “Don Tomás” y Moller Pérez Cotapos, el edificio Amapolas 1500. La casa de Cecilia terminó por transformarse en una inmensa caja de resonancia.

-En un momento llegué a tener tres grúas sobre mi cabeza, imagina lo que qué es vivir rodeada de camiones y con más de 250 obreros que martillan, pican y taladran todo el día, acá se forma un eco que no te deja vivir-, reclama Cecilia.

La Rutina

Temprano por la mañana, de lunes a viernes y a veces los sábados, se escucha un pitido. Uno por cada construcción. Es la señal de que un centenar de obreros empezarán a dar martillazos, amarrar fierros y a mover la tierra, mientras camiones cargados de escombros o cemento irrumpen en la calle.
Producto de esto la rutina de la familia Correa Finsterbusch se ha inclinado hacia el escape, a lo Houdini: levantarse temprano y desaparecer.

Para Cecilia ha sido más difícil. Ella trabaja en su casa donde tiene un taller de gastronomía, que funciona entre las 6 de la mañana y las 14 horas. Luego intenta descansar. Por eso la constructora determinó que, entre las 14 y las 16 horas, no trabajarían en la fachada del edificio que da al patio de Cecilia. Pero no siempre resulta.

En una oportunidad, en medio del taladreo diario, los maestros del edificio escucharon la voz de una mujer multiplicada por mil. Era Cecilia que, megáfono en mano, les gritaba: “se les recuerda a los señores trabajadores que tengo una carta donde dice que ustedes ¡NO PUEDEN TRABAJAR A ESTA HORA!”.

-Es que cuando creen que no estoy se vienen para acá, por eso aparezco con el megáfono y se los recuerdo. De hecho me dijeron una vez “la cuica quiere dormir la siesta”. Otra vez salí a la otra construcción, la del frente, con un bate de béisbol y lo partí en dos de tanto darle contra los fierros, reclamando-, cuenta Cecilia.

Por este tipo de actos, algunos obreros le cantan la canción de Chico Trujillo: “Loca, looca, loooca, te volviste loca…”.

A tal punto han llegado las molestias que la mayoría del clan Correa Finsterbusch arranca del hogar lo más temprano que puede. María José (22), la menor de la familia, estudia nutrición y casi nunca está.

-Al principio pensamos que no sería para tanto, pero al final todo se volvió como un detonante, hablar más fuerte, tener que gritar, al punto en que nos enojamos más rápido y peleamos un poco más. Si esto no se conversara nos volveríamos locos. En las mañanas, si tengo que estudiar, me voy a la biblioteca de la universidad en busca de silencio, pero igual es una lata pasar todo el día allá-, cuenta María José.
La rutina no sólo afecta a la hija menor de la familia. José Miguel, otro hijo de 27 años, tenía una oficina en la casa y también dejó de trabajar allí.

-Ahora hace todas las reuniones afuera porque, producto del ruido, no podía ni conversar por teléfono-, añade Cecilia.
Años atrás, por el 2008, antes de que llegara la inmobiliaria Almagro a comprar las casas colindantes a la de los Correa Finsterbusch, estos se habían puesto de acuerdo con sus vecinos para vender todos juntos y así ninguna vivienda se transformaría en una casa isla. El comprador sería la inmobiliaria Tecsa y les iban a pagar 29 UF por metro cuadrado, algo así como 340 millones de pesos por el paño total de la propiedad. Pero la crisis subprime, que explotó por aquellos años en EE.UU., hizo que la constructora echara pie atrás.

-Mi marido tenía que ir ese día a la notaría para firmar el traspaso de la propiedad, pero lo llamaron por teléfono y cancelaron todo-, recuerda Cecilia.

Dos años después llegó Almagro y uno de sus vecinos se vio obligado a vender a causa de un cáncer que no podía costear. Todos comenzaron a vender de a poco y, cuando se hizo evidente que nadie les compraría a ellos, Almagro, les ofreció 6.000 UF. , unos 130 millones de la época. Con esa oferta Cecilia sintió que se “cagaban de la risa” en su cara.

–Fuimos ahí mismo a preguntar cuánto nos costaría un departamento, y en ese tiempo, algo como para nosotros, una familia grande, nos salía 7.300 UF.- cuenta con asombro.

En el fondo le ofrecían cambiar una casa estilo colonial chileno de 550 mt2, por un departamento de apenas 124 mt2. Además, tendría que juntar varios millones más para pagarlo.

-Con lo que me ofrecen no me alcanza para vivir en mi misma comuna. Yo no me quiero ir a otra parte, no me quiero ir a La Florida o a Maipú, y no es porque me crea cuica, es porque simplemente yo soy de aquí y quiero la misma calidad de vida y una casa como la que tenía. Cuando se terminen las obras voy a vivir en un anfiteatro- agrega Cecilia.

En los últimos 4 años, la Municipalidad de Providencia otorgó más de 100 permisos de obra en la comuna, casi la mitad destinados a la construcción de edificios de vivienda. En la manzana donde vive Cecilia, un barrio de profesionales que se formó hacia 1950, ya no quedan casas. Pero lo que realmente molesta a Cecilia no es el progreso, ni los maestros que le tiran piropos a su hija, sino la falta de una regulación que impida que esto suceda.
-No existe una razón lógica para que una municipalidad autorice a tres constructoras, que estarán entre dos o tres años al lado de uno, y no haya un derecho de indemnización. Indemnizar significa que las autoridades piensen que si le van a cagar la vida a alguien, las constructoras tienen que comprar la casa o pagar un derecho para marcharse-, reclama.

Los Correa Finsterbusch a fines del año 2011 decidieron buscar ayuda y lo hicieron mandándoles cartas a las autoridades municipales.
-Yo le mande más de 9 mail al entonces alcalde Labbé, pidiendo que por favor tomara en consideración lo que estaba pasando, pero ni la secretaria me respondió. Él perdió los 7 votos de nuestra familia-, sentencia Cecilia. También acudieron al director de obras, Sergio Ventura -cuestionado en su momento por organizaciones ciudadanas, encabezadas por la actual alcaldesa de Providencia, Josefa Errázuriz, por otorgar permisos de construcción ilegales-, pero tampoco recibieron respuesta, como tampoco de los ocho concejales de la comuna, excepto Rodrigo García Márquez, que envió una carta a la constructora exigiendo que viera el caso de la casa de Tomás Guevara 2950.

Cecilia alega que en Chile no existe una institucionalidad donde ampararse. Que antes, cuando Chile era un país más chico y “familiero”, no sucedían este tipo de problemas. “Mi alegato trasciende el progreso, tiene que ver con un Estado que permite que se vulneren los derechos civiles. A mí me cagaron la vida con sus leyes”, aclara. Cecilia dice que no es ambiciosa y que no pide nada del otro mundo. Tan sólo paz.

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