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Opinión

20 de Junio de 2013

Editorial: Mónica González

Poco rato atrás me preguntaron si apoyaría la candidatura de Mónica González al Premio Nacional de periodismo y sin dudarlo un segundo respondí que sí. Por estos días comencé a leer “La conjura”, seguramente uno de los libros chilenos más importantes de las últimas décadas. Una infinidad de voces atraviesan sus páginas, datos comprobados con […]

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Poco rato atrás me preguntaron si apoyaría la candidatura de Mónica González al Premio Nacional de periodismo y sin dudarlo un segundo respondí que sí. Por estos días comencé a leer “La conjura”, seguramente uno de los libros chilenos más importantes de las últimas décadas. Una infinidad de voces atraviesan sus páginas, datos comprobados con múltiples fuentes, todo rigurosamente situado, en esta gran novela, acerca de una conspiración que cambió la historia de un país, donde todo es cierto. Se trata de una obra eminentemente periodística, desprovista de pretensiones literarias y, quizás por lo mismo, literariamente estimulante. Su fuerza radica en los hechos y las palabras son sus esclavas. A Mónica González no le interesan las buenas historias, sino las historias determinantes. En este caso, sin embargo, coinciden. A los descreídos nos distraen con frecuencia las anécdotas curiosas, la simple diversión, a veces harto cruel, de la realidad, pero a ella no: la concentra que se sepa lo que algunos matarían por callar. Se fascina descubriendo macuquerías. En CIPER, el medio que fundó y dirige desde hace más de 5 años, las escarban como mineros ansiosos.

En el último año han destapado un buen lote de alcantarillas. Cada vez que lo hacen, en The Clinic los envidiamos. No creo que exista en Chile otro periodista de su generación que haya demostrado semejante compromiso con su oficio. Ha sido la formadora de buena parte de los mejores reporteros de la siguiente oleada. Su quehacer no es un arte. Lo suyo no es la estética. La filosofía planea tras la cordillera mientras su interés se aboca a descubrir las trampas del juego. Desde los márgenes de su oficio, habrá quienes juzguen su aspereza. Pero los periodistas de verdad no están para dulzuras. No se trata de una cautivadora de audiencias (dista mucho de eso que hoy se llama “comunicador”) ni de una analista luminosa: el oficio que ella escogió aspira a incidir en el mundo, demostrándole a los poderosos que sus secretos peligran. En tiempos en que las escuelas de periodismo sueltan al mercado todo tipo de asesores comunicacionales, no viene mal premiar la disciplina contestataria de Mónica González. La disciplina periodística, habría que decir. Esa que no se pone en juego en la construcción de medios exitosos, que no se premia con aplausos de la galería, que no se condice con las lógicas del mercado, sino con el placer de los descubrimientos y la ruptura de complicidades, si el caso lo amerita. Sería largo enumerar los crímenes y abusos que Mónica González ha denunciado, a gritos cuando fue necesario, mientras vivimos al descampado. Su nombre merece estar en el colofón de los constructores de nuestra democracia. Nunca ha dejado de luchar por la verdad, que es lo que mueve a los buenos periodistas. A los malos, cada tanto nos cansa.

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